domingo, 23 de diciembre de 2012

Abuelo, regalame un caballo

Las películas de entonces me llevaron a desear un caballo. Sin saber, y de atrevido, monté uno en la finca de mi abuelo. El susto y el regaño no fueron suficientes para disipar el deseo.

El abuelo llegaba a casa en las noches. Yo estudiaba cuando él se acerco a saludarme y saber cómo iban mis estudios.

–Abuelo, regálame un caballo.

–Cuando te aprendas el padrenuestro, y lo digas sin equivocarte, te traigo el caballo –contestó.

Noches después, cuando llegó, no esperé que él se acercara, yo salí a su encuentro.

–Ya me sé el padrenuestro –le dije.

–Bueno, te felicito y dime ¿Dónde vas a guardar el caballo?

–En el pasadizo que comunica el patio con la calle, abuelo.

–Perfecto, me parece un sitio adecuado –dijo él.

Emocionado traté de seguir estudiando, pero qué va. No lograba concentrarme. Me imaginaba cabalgando por la calle con las pistolas y el sombrero que recibí de regalo de navidad.

–Abuelo ¿y el caballo trae ya la silla de montar?

–Si tú así lo quieres, la traerá –contestó.

–Pero abuelo ¿ese pasadizo no será muy estrecho para ese animal?

–Eso tú lo sabrás –me dijo.

–Abuelo ¿y la paja para que el caballo coma? Aquí en la casa no hay.

–Eso tú lo sabrás –volvió a decir.

–Abuelo, abuelo… ¿el patio será espacio suficiente para que pueda caminar sin que el perro lo moleste?

Él me miró con cierta ternura y sonrió. Yo comprendí que me daba la misma respuesta: “Eso tú lo sabrás”

El abuelo continuó su visita, bebió café y comió galletitas. Pasado un rato se despidió y cuando cerró la puerta del automóvil y se disponía a partir, lo alcancé.

–Abuelo, abuelo… mejor dejamos el caballo en la finca y cuando yo vaya lo veo.

–Eso tú lo sabrás, mijo… hasta mañana.



jueves, 29 de noviembre de 2012

Hielo y petróleo

El Campanilleo anunciaba la aproximación del pequeño carro tanque de dos ruedas de caucho, movido por la tracción de un burro, que traía el gas o petróleo y que después llamaron querosén. La parte delantera de la carrocería estaba provista de techo para proteger al conductor del sol y de la lluvia, y la trasera de un tanque cilíndrico grande con una llave en la parte baja de la tapa posterior. En estos carros vendían a domicilio el combustible para las lámparas y en especial para las estufas de la época. (50 – 60

La más afamada estufa de ese entonces era la Perfectión, distribuida por el almacén Solano Hnos. A un lado de estas estufas salía un tubo con un dispensador sobre el cual se colocaba un botellón de vidrio que contenía el gas-oil.

En muchas casas de aquella Santa Marta se cocinaba con carbón o leña. Los burros cargados con bultos de estos combustibles circulaban por calles y carreras, llevados de cabestro por el vendedor quien pregonaba sus ofertas.

Al lado de la estación de energía eléctrica El Pueblito funcionaba la fábrica de hielo, ésta tenía un depósito en la calle de la Acequia entre carrera quinta y sexta, allí se agolpaba a diario la flota de carritos amarillos que distribuían el hielo por toda la ciudad.

Eran carros jalonados por burros o mulas, que tenían sobre la carrocería un cajón pintado de amarillo con la palabra hielo a cada lado. En la parte trasera tenía una compuerta deslizable hacia arriba por donde con la ayuda de unos garfios en forma de tijeras, el conductor y vendedor jalaba el bloque de hielo, que cortaba con precisión piqueteándolo con un punzón.

No habían llegado los refrigeradores aún. Las tiendas tenían unos cajones grandes de madera, como baúles, donde echaban hielo picado para enfriar las bebidas embotelladas. En las casas donde no había nevera compraban pedazos de hielo para mantener agua fría durante el día.

Los carros de tracción animal que se ven en el interior del país tienen cuatro llantas, lo cual hace más ligera la carga y menos fatigoso el esfuerzo para el animal. En los últimos tiempos esta clase de carros se ven circular en la ciudad. Muchos de ellos utilizados para vender frutas y verduras, voceando las ofertas con la ayuda del sonido estridente de un megáfono.

En varias ocasiones he visto en plana calle  una mula o un burro derribado de agotamiento por el exceso de carga. Sin exagerar, en esos momentos el animal tiene la mirada de una persona desesperanzada, pidiendo clemencia al casi siempre molesto conductor que a patadas y madrazos pretende que el agobiado cuadrúpedo se levante. Con los carros de cuatro ruedas ese problema ha disminuido, y muchas veces se ve pasar una carro de esos con el burro o la mula al trote, con expresión de sonrisa y mascando chicle


domingo, 11 de noviembre de 2012

De tracción animal

       Cabrilla larga, traga peos, gasolina verde, gritaban los pelaos cuando pasaba un carro de mula.

El primer carro de éstos que recuerdo era una expresión de cosa bien hecha. Pintado de color amarillo crema, del que llamaban marfil. La estructura en madera con las piezas bien diseñadas y cortadas. De poca altura. Tenía en la parte delantera una caja para guardar cosas que servía de pescante. El resto eran divisiones en las que iban ordenados cantaros de leche.
Carro de mula*
Las ruedas de los carros de mula, en aquel tiempo en que  había pocas calles pavimentadas, eran grandes, de madera, radiadas y con un aro de hierro alrededor. Años más tarde, cuando la mayoría de las calles y carreras estuvieron cubiertas por el concreto y el hierro de las ruedas amenazaba con dañarlas, fueron remplazadas por llantas de caucho, desechadas de los automotores. Se perdió así el encanto clásico de esos carros.
Por lo general la carrocería estaba formada por un mesón, algunos con posibilidad de ser volcados para vaciar el material transportado, y provisto de soportes laterales. Los carros de mula se quedaron en un periodo de transición y rodando sobre llantas prestadas de automóvil continúan prestando el servicio de transporte de carga en una ciudad que igual se disuelve en una extraña transición histórica. En otras ciudades también ruedan por algunos sitios.
En  carnavales, en la batalla de flores, los carros de mula hacían presencia importante. Engalanados con palmas y festones multicolores, y las mulas o burros ataviados con sombreros y guirnaldas, desfilaban en caravana con la alegría del palmoteo de manos y el sonido de tamboras.
Muchos disfraces de grupos preferían moverse en este medio que en camiones o andar el circuito a pié. El carro de mula fue y aún es un elemento importante en los carnavales de Santa Marta. Pero además era utilizado, aun fuera de temporada de carnaval, como expresión de algo simbólico por algunos grupos de jóvenes y mayores, para después de una noche de fiesta dar en la madrugada el paseo circunvalar por la ciudad.
Con tambora a bordo y tomando licor, hasta de pronto ron con tinto, en medio de nubes de maizena recorrían la avenida Campo Serrano, la calle Cangrejalito, el Paseo Bastidas y la calle Santa Rita, hasta cuando el Sol rompía el encanto del amanecer y el entusiasmo se convertía en guayabo. Ese paseo era como la vuelta olímpica en un estadio de fútbol para los parranderos amanecidos.
Un cuadro de felicidad pude apreciar en diciembre pasado. Vi pasar  un carro de mula en el que se transportaban el señor, la señora, dos niños y un perro flaco. Uno de los niños llevaba las riendas, el perro ladraba y movía la cola y todos risueños y contentos, mientras el carro avanzaba a la velocidad del trote de la mula, festejaban algo.
 * Fotografia tomada de: capturées+2003‑1‑2+00004.JPG  Santa Marta  la magia de tenerlo todo

jueves, 19 de abril de 2012

Sobre el Fulgor de la Calle Grande de José Luis Díaz-Granados


Me la leí tal como está presentada, de un tirón. Estoy seguro, aunque no voy a ejercer de crítico, ni más faltaba, que cuando se dispuso en la Habana a soltar el primer chorro de palabras ya tenía armado el dichoso rompecabezas. Tomaron forma y fueron articulándose unos detrás de otros los pensamientos y obsesiones conforme a la lógica de sus propios recuerdos y vivencias. Así también los heredados y prestados. De una. José Luis Díaz-Granados se lanzó a escribir esa novela, novelilla, antinovela o colcha de retazos ennovelada armado con su cadena conductora, visible solo en instantes por lo mismo, vástago del que colgaría cada uno de los retazos o jirones de su historia.

Desorganizando lo dicho por él, me atrevo a decir: Huy, mierda, ah caramba, opa, qué inspirado construyó esta catedral de palabras, dando los pasos necesarios para realizar una obra de arte, con cierta dosis de elementos de perfección literaria y con toda la riqueza de recursos posible. Pues sí. Y aunque la noche más negra borre su adorada ciudad, ella siempre será para él la misma rosa blanca de todos los amaneceres. Y esto, claro está, atado fuertemente a la cadena conductora: Vulcana Manjerrés.

Vulcana, una hermosa niña que vive y estudia en Medellín, se le aparece en Santa Marta, le toma la mano y lo lleva en compañía de la madre de ella y otra niña a pasear por el camellón. Sin entender siquiera qué era el amor, se fue enamorando de ella sin saberlo. Desde entonces ella lo mantuvo tomado de la mano, convirtiéndose para él en la encarnación de Santa Marta, su ciudad amada.

El día de la despedida, al terminar las vacaciones, desde la esquina de la calle del Rió con calle Grande Vulcana, con su voz inconfundible, lo llamó por su nombre y lo invitó a dar un paseo con sus padres. Pero ya partían para el aeropuerto. Cuando volvió a mirar a Vulcana solo vio su estampa de niña divina que lo miraba en la lejanía al tiempo que él entraba en un auto oficial. Durante el vuelo a Bogotá él recreaba una y otra vez la imagen de Vulcana, con sus bellos ojos felinos y su ancha sonrisa saludable y feliz, detenida en la esquina, esperando para siempre la respuesta a su invitación a pasear. No volvieron a verse, convirtiéndose ella en un recuerdo tormentoso y obsesivo para él, que se extenderá hasta el final.

Es, pues, ese el vástago del que va colgando José Luis sus vivencias y recuerdos de Santa Marta y, como dije antes, los heredados y prestados también. Son hechos desarrollados a lo largo de la Calle Grande o calle 17 entre la carrera 8ª y la 1ª o el camellón, vinculados con su extensa familia paterna y amistades, de casas enormes, de techos  de tejas, con zaguán, granes ventanales y patio interior. Son trozos de la historia política y social entre los años 1946 hasta comienzos, tal vez, de los 70. Margoth Valdeblanquez, madre de José Luis, juega un importante papel en esos años de la infancia, lo mismo la Tía Haydeé y un grupo grande de mujeres, pero la estrella, su personaje inolvidable, y así lo confiesa el mismo autor, es su padre, Manuel José Díaz-Granados Cotes, El Chivito. 
 
En 130 páginas, editadas por Caza de Libros de Ibagué, Tolima, en febrero de 2012, José Luis Díaz-Granados, poniendo frente a él como interlocutor o receptor directo a Joaco Zúñiga, va contando, sin puntos apartes, en un solo e inmenso párrafo, los detalles de su vida en Santa Marta, desde su nacimiento en el Hospital San Juan de Dios y su regreso a éste veintiocho días después, morado y prácticamente del otro lado. Nos dice sobre su permanencia en la Acción Católica y sus compañeros, la edificante competencia de periódicos manuales entre él y Oscar Alarcón Núñez: El Ciudadano y El Samario. Así continua narrando hechos y situaciones e incorporando una gran cantidad de personas corrientes y distinguidas de cada momento; penetrando a sitios desde el club Santa Marta hasta bares, cantinas y prostíbulos, nadie se escapa de esa pluma envolvente del autor. Es una escritura franca, sencilla y abierta, que en su momento, sin mucho guantelete, usa el término castizo adecuado.

Entre un relato y otro, sutilmente introduce como solución de continuidad capsulas conceptuales, conformadas por alguna reflexión poética o aportes al juego de la literatura con especiales toques filosóficos, de los que suavemente se desprende otro relato. Es  una novela experimental cuyo único ensayo es la obra es sí, donde se ha considerado lo que mucho(a)s samario(a)s van a reclamar: “¿Pero se te olvidó contar esto o aquello! ¡Si tú me hubieras buscado, yo te hubiera contado un montón de cosas!”. Muy propio y típico del samario(a).

18 de abril de 2012
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            

jueves, 9 de febrero de 2012

El fulgor de la amistad

   Sebastián se balanceaba en su vieja mecedora. Sus nietos sentados sobre el piso esperaban pacientes la historia que habría de contarles esa tarde.
   En alguna época ya pasada un hombre modesto de meridiana prosperidad comercial cayó en desgracia. Abatido por las acreencias y la mala racha en los negocios, se vio de pronto reducido a prisión. Permanecía recluido en una asquerosa celda, dormía en el piso sobre costales apestosos, y sujeto por grilletes y cadenas herrumbrosos.
   Sus amigos, prestantes señores de los negocios y la burocracia, lo visitaron. Ellos, entre sí, hablaron de sus propios logros, de sus conquistas amorosas y de sus fiestas, mientras él, en silencio, rumiaba sus propias miserias.
   Después, afligidos y conmovidos por el lamentable estado en que encontraron al amigo en desgracia, resolvieron en acuerdo y con aportes monetarios de cada uno llevarle obsequios en procura de hacerle llevadera la estadía.
   Volvieron a visitarlo. Le llevaron, entonces, frazadas y una colchoneta, grillos y cadenas en metal refulgente como plata; blanquearon con cal las paredes de la celda y colgaron un mar embravecido enmarado en nogal. Por último pintaron los barrotes de la reja de verde esmeralda.
   -Pero abuelo, acaso no...


domingo, 8 de enero de 2012

A propósito de "La piedra"


Piedras

Por: Clinton Ramírez C.

La piedra que ilustra el texto que Joaco Zúñiga publica en su blog me trae a la cabeza el primer trozo de alumbre que contemplé en una desaparecida botica de Ciénaga.

Blanca, transparente, astillada en los bordes, pareciera tener la forma y el tamaño del fragmento que Silvio, el farmaceuta de pantalones de tirantes, exhibió en la palma de la mano al percatarse de mi curiosidad. Tendría acaso siete años y mi hermano y yo acompañábamos a la abuela, quien, cada cierto tiempo, entraba a la botica de la mano de alguno de nosotros, ahora sé que a aprovisionarse de árnica, acido bórico, alumbre y otros menjunjes.

La piedra fue el instrumento predilecto de nuestra infancia en un barrio pendenciero y bulloso. Estuvo siempre a tiro de mano a la hora de aporrear techos, partirle el tarro a los rivales de ocasión y atinar sin temor a cuanto pájaro asomaba en el cielo de nuestros frondosos patios.

Las piedras, feas o hermosas, lisas o redondas, de cerros o de ríos, nunca faltaron que sepa en las batallas campales que a principios de los setenta los estudiantes del San Juan del Córdoba libraban contra la policía y el ejército en desarrollo de unas huelgas que la memoria torna legendarias.

Nosotros, chicos pero útiles, las acarreábamos desde los patios profundos a los sardineles de donde los estudiantes, enfurecidos, descamisados y con los rostros cubiertos con sus blusas, las tomaban para lanzarlas a los agentes del orden, los cuales, sin perder la disciplina, a manera de olas mecánicas, le hacían el quite a los proyectiles con sus escudos de pastas. Los bandos en contienda ocupaban dos o tres manzanas de la avenida, avanzando y retrocediendo según el aguante de uno y las cargas de piedras disponibles del otro. Disputas que, transcurrida un par de horas, terminaban con el lanzamiento de gases lacrimógenos, algunos estudiantes detenidos y uno que otro policía tajado por alguna piedra.

Después, cuando el tiempo nos hizo hombres y menos inteligentes, aparecieron otras piedras: finas, toscas, preciosas, imposibles de contener, desbordadas hasta el susto, cuerpos vibrantes, diseñados para esclavizar legiones, más que nombres olvidados a voluntad.

Piedra y piedras. La piedra que alguien le voló a un amigo, el nombre de un un mango –mango de piedra-, el de un río de Santa Marta, las piedras de las tetillas de los adolescentes, las cuales, a punta de cuchara caliente, hay que extirpar. Los Piedris, una familia de Ciénaga a la que le perdí el rumbo como a muchas otras. Pero también, imposible de evitar en estas páginas, expresiones ambiguas o exactas que contienen la palabra y que hacen carrera civil con total soltura: “Botó la piedra, le saqué la piedra, se le voló la piedra, me dio la piedra”.
Una piedra del tamaño de un puño le descargó en la frente un vecino a otro durante una disputa de esquina. ¿Qué motivó el ataque? Quizá no importe. ¿De dónde salió? Acaso tampoco tenga importancia saber que el agresor la llevaba en un bolsillo trasero. El punto es que cayó cerca de mis pies al rebotar en la impenetrable cabeza del agredido. Apenas le salió un chichón sobre el ojo derecho, una ondulación con un punto de impacto encima que alguien le disolvió con hielo esa tarde en la esquina de los hechos, la misma donde siguieron bebiendo caña con agua de coco y jugando dominó como si nada hubiera sucedido.

La conservé en una vitrina de la sala de la casa muchos años. La defendí de los malos ojos de mi abuela, de las manos ligeras de mi hermano, hasta que uno de mis compañeros de bachillerato logró, a fuerza de insistencia, sonsacármela para una colección que tenía, conocedor de la pequeña historia que la puso en mi poder la tarde de un sábado.

Piedra asesina como no he vuelto a ver otra, un auténtico proyectil, maciza, gris con pizcas oscuras a la manera de lunares, insensible a las miradas intrusas, una verdadera bala de cañón colonial que rebotó como una bola de goma en la cabeza de mi vecino agredido.

Aún puedo sentir su peso, su calor y su forma en mis manos de entonces al momento de recogerla.