jueves, 9 de febrero de 2012

El fulgor de la amistad

   Sebastián se balanceaba en su vieja mecedora. Sus nietos sentados sobre el piso esperaban pacientes la historia que habría de contarles esa tarde.
   En alguna época ya pasada un hombre modesto de meridiana prosperidad comercial cayó en desgracia. Abatido por las acreencias y la mala racha en los negocios, se vio de pronto reducido a prisión. Permanecía recluido en una asquerosa celda, dormía en el piso sobre costales apestosos, y sujeto por grilletes y cadenas herrumbrosos.
   Sus amigos, prestantes señores de los negocios y la burocracia, lo visitaron. Ellos, entre sí, hablaron de sus propios logros, de sus conquistas amorosas y de sus fiestas, mientras él, en silencio, rumiaba sus propias miserias.
   Después, afligidos y conmovidos por el lamentable estado en que encontraron al amigo en desgracia, resolvieron en acuerdo y con aportes monetarios de cada uno llevarle obsequios en procura de hacerle llevadera la estadía.
   Volvieron a visitarlo. Le llevaron, entonces, frazadas y una colchoneta, grillos y cadenas en metal refulgente como plata; blanquearon con cal las paredes de la celda y colgaron un mar embravecido enmarado en nogal. Por último pintaron los barrotes de la reja de verde esmeralda.
   -Pero abuelo, acaso no...


2 comentarios:

  1. Joaco. No sé que pasó pero ese texto me llegó incompleto. No puedo opinar sobre él porque se quedó a mitad de camino. Saludos.

    ResponderEliminar