sábado, 25 de julio de 2009

El encanto de viajar en buseta

Es ya costumbre en Santa Marta que los pasajeros conversen animados y distraídos en el paradero de busetas de servicio público mientras esperan que llegue la ruta. No corren riesgo de perder el transporte que les corresponde, así estén de espaldas a la vía, pues las busetas llegan en medio de atronador sonido de pitos, se detienen y el conductor o su ayudante vociferan la rutan, y no es de extrañar que se baje el ayudante y pretenda llevar del brazo y subir al pasajero, sea hombre o mujer.

El abordar es cuestión de proeza y habilidad para sostenerse en píe. No bien el pasajero ha alcanzado la plataforma cuando la buseta arranca con fuerza, y si no está bien agarrado termina estrellado de cabeza contra en vidrio trasero o la de alguno de los que van sentados en la última banca.

Por regla general quien aborda una buseta le toca entrar en la cadena de “pase el pasaje”. Lo normal aquí es que el pasajero después de acomodarse, si es que puede, empiece a hurgar en los bolsillos buscando el dinero, y si es mujer termina volteando el contenido del bolso sobre las piernas del vecino: salen los cepillos llenos de pelos, los paquetes de protectores, el desodorante, el celular y el cargador, ganchos y pinzas, etc. Cuando por fin encuentra el valor del pasaje, comienza el toque toque de hombros: “por favor pasa ahí… gracias”, y así la cadena hasta llegar al chofer. Cuando hay vueltos, vuelve y juega de regreso: “Vueltos del billete de diez…”.

Como de todo hay en el paraíso, conozco una señora que sólo sube a la buseta si le toca puesto detrás del chofer, le encanta ese lugar; dice que le fascina el papel de recaudadora de pasajes, pues así presta un servicio al prójimo.

Muchos de estos vehículos requieren que el pito suene permanentemente, además de una serie de modalidades de chiflidos y sonidos estridentes, para poder andar, pero eso es apenas parte del concierto obligatorio, veamos: casi todas llevan equipo de sonido, los parlantes están instalados en la parte trasera y como no es justo que el chofer se pierda el vallenato del momento, debe subir el volumen para que por encima del ruido y la distancia pueda escuchar adecuadamente. Eso significa que los pasajeros, y más los de los puestos de atrás, deban soportar estoicamente la estridencia.

A esto se agrega que el ayudante para indicar al conductor que debe detener el vehículo palmotea tres y cuatro veces la lata del techo: plat plat plat… Por supuesto nadie se queja, porque eso es ya parte integral de la cultura ciudadana.

A esto se agrega la sorpresiva entra en acción de un vendedor de caramelos en fantásticas promociones, todos tienen el mismo estilo y entonación, como formados en la misma escuela. En ocasiones son seguidos de raperos o cantantes, Son muy educados, después de saludar llamando la atención se excusan por la interrupción y la molestia que puedan causar.

Los conductores detienen las busetas en cualquier sitio para recoger pasajeros, no así cuando éstos tratan de quedarse. Si el pasajero desea bajarse en la próxima esquina, antes de pasar la calle, entonces debe encomendarse y rezar a todos los santos para que el semáforo esté en rojo, porque como esté en verde es inevitable que lo lleve hasta el otro lado de la calle, así le toque al pasajero devolverse y correr el riesgo innecesario de cruzar la calle.

Bueno, ya han dicho que tenemos la magia de tenerlo todo y si esto no fuera así, sería, definitivamente, muy aburrido viajar en buseta.

jueves, 16 de julio de 2009

Dónde está Delly

Cuando cayó la malla verde que bordeó el parque de Bolívar por más de un año, vi ese desierto de adoquines. Caminé entonces, bajo el sol de las primeras horas de la tarde, hasta llegar al lado izquierdo de la estatua ecuestre de Bolívar. Estaba intacta, no había cambiado nada salvo que héroe y caballo parecían recién salidos de una lluvia de ceniza volcánica.

Contra ese lado de la base, debajo de la leyenda, me estrelló ella. Hermosa, peliraro, parecía venir de algún elenco ruso, griego o romano. Me agarró por las orejas, yo estaba desprevenido, me atrajo hacia ella y me beso. Ese beso lo sentí en todos los recovecos del cuerpo y del alma, y se me tensionaron todas las cuerdas reales y del imaginario dormido de la inocencia.

Cuando se apartó de mí me miró con cara de entusiasmo celestial, yo tendría, tal vez, cara de idiota terrenal. Hizo una mueca y me empujó con todas sus fuerzas contra el pedestal de la estatua. Ahí quedé sentado, pensando en Delly, su hermana y mi novia. Delly fue mi primera novia y éramos aún muy niños.

Ella era una morena de ébano como la reina de Saba, me gustaba hasta estremecerme los huesos. Mis hermanas y las amigas se dieron cuenta de eso y empezó la ponedera de pereque. Cecilia y Sarita, dos hermanas que frecuentaban el parque porque vivían cerca, nos miraban de reojo.

Después de un matiné nos fuimos para donde “Coli” y allí se inventaron que jugáramos a la botella. Siempre se las ingeniaban para que el pico de la botella quedara señalándo hacia ella o hacia mí, y la penitencia que nos imponían era un beso. Eran besos fugaces de niños timidongos. Pero una noche, al lado izquierdo del pedestal de la estatua ecuestre del Libertador, nos tomamos de las manos, nos acercamos uno al otro y juntamos los labios, estaban fríos por los nervios, y hasta chocamos los dientes. Lo que sea, pero fue un beso y así empezamos. Cecilia nos miraba. A mí sólo me interesaba Delly.

Los domingos íbamos todos a matiné o nos reuníamos donde “Coli” o en mi casa. Por las noches todo el grupo iba al parque de bolívar. Estando allí, con disimulo nos apartábamos para sentarnos en una banca donde no nos vieran. Pero la hermana, esa que parecía rusa, griega o romana se quería interponer entre ambos, aunque en ocasiones daba la impresión de apoyarnos. Estaba siempre atenta a lo que hacíamos y en una de esas nos encontró besándonos. Esa noche, después de haber sido cómplice en más de una ocasión, nos habló amenazante y con cara de brava. Cuando llegaron a la casa, sin remordimiento alguno, la acusó: “Mami, no sabes… que Delly…”

Tocó entonces vernos a escondidas. El último encuentro fue en la tienda del Señor Lomanto, propiciado por una de sus hijas. De la tienda nos fuimos para el camellón y agarrados de las manos corrimos por la orilla chapoteando agua. Después nunca más volví a verla. Por eso, si alguien la ha visto…




Julio 2009

miércoles, 15 de julio de 2009

Sigo de a pie

Más allá de la mitad de la cuadra, atrás quedó la mujer de los ojos tristes que vende tinto, encontramos un típico puesto de venta de libros viejos. No sólo vende libros sino que también los permuta y cobra algunos pesos por el cambio. Alquila revistas Play Boy y similares, que los lectores devoran de pie o sentados en una rustica banca. Para proveerse, como es de esperar, también compra libros leídos.

En algunas ciudades las tiendas de libros viejos manejan el inventario en la memoria del computador; aquí, el anciano dueño del puesto guarda su inventario en dos baúles grandes de madera y en su memoria el listado de los títulos que posee.

Más adelante, frente a un supermercado, está el paradero de busetas. Para que los usuarios llegaran hasta allí fue necesario cercar el bordillo del andén con una malla metálica, desde la esquina hasta la casucha. Aun así, esa esquina es un despelote, porque allí aparcan también los mototaxistas en espera de viajeros.

Es el cruce de la calle 10 con carrera 9ª, que viene del mercado; o mejor dicho, de lo que fue el mercado y donde aún quedan ventas de toda clase de cosas, ocupando la vía pública. Son como mercados taiwaneses o filipinos. La gente viene de hacer sus compras cargando con bolsas, canastos, paquetes y sacos. Se aglomeran en esa esquina esperando o buscando transporte. Los conductores de motos y busetas accionan los pitos como locos desesperados. Las busetas se cruzan unas con otras y los mototaxistas hacen acrobacias entre los otros vehículos en su afán por conseguir un pasajero.

Superado el laberinto de esa esquina se sigue por un ambiente más calmado, aunque con notable influencia por la cercanía a la zona de mercado. Pasan los carros de mula de cuatro llantas en los que se mercadean frutas y verduras anunciadas por megáfonos. A lado y lado de la calle siguen locales comerciales pintados de colores fuertes que dan la impresión de pastillas de una acuarela infantil. Son almacenes de artículos para zapatería, de ropa y calzado, pinturas; talleres y depósitos.

En el andén, en la puerta de un taller se encuentra una escultura en chatarra; no es de Simón Bolívar ni de Santander, de Bastidas o de Colón y mucho menos del cacique Posihueica, es de un soldado de la 2ª guerra mundial y la cara, indudablemente, es la mismísima de cara’e choque.

Avanzando, el sector sigue siendo comercial pero entre local y local se encuentran casas de habitación de estilos tempraneros (años 50) sin muchas pretensiones arquitectónicas.

Por las tardes es común ver grupos de hombres y mujeres sentados alrededor de una mesita, sobre el andén o la calzada, jugando cartas o dominó. Uno de esos es frecuentado por una mujer de cabello negro, liso y largo, de porte andaluz, siempre sosteniendo a un lado de la boca un cigarrillo a medio consumir y con la ceniza entera.

Yendo de a pie

Prefiero caminar a un tormentoso recorrido en buseta, aunque dadas las circunstancias a veces es inevitable someterse a ello en determinadas horas del día.

Desafiando la reverberación solar de las tres de la tarde, inicio el recorrido. Aparece, como una bendición, el sombrío debajo de los aleros del techo de las bodegas de café, pero después no queda más que la sombra que proyectan los cables de energía eléctrica y uno que otro árbol de trébol o roble.

Es la calle 10. Aunque camino no logro escapar al ruido de los pitos de las busetas y motos. Parece que estos vehículos para andar necesitan, además de gasolina o gas, que les suenen el pito sin misericordia alguna. Los conductores argumentan que si no lo hacen la gente no ve la buseta, y de pronto hasta razón tienen, porque aquí se da el extraño caso que los pasajeros esperan tranquilamente a que las busetas se detengan frente a ellos y el conductor o su ayudante les informen la ruta invitándolos a subir.

Por esta calle transitan los vehículos que cubren las rutas de Almendro-Bastidas y de Taganga. La calzada parece un campo bombardeado y los laterales permanecen ocupados por camiones aparcados mañana y tarde. A esta hora, afortunadamente, ya ha pasado el barullo que se arma al medio día con la salida de las alumnas del Laura Vicuña y la congestión de carros de servicio público y particulares que esperan para recoger a las niñas.

Llegando a la esquina no hay andén. Sobre la tierra descubierta se encuentra una camioneta con la parte delantera sin llantas, levantada y soportada por tacos de madera y pedazos de ladrillo a manera de gato. Debajo, acostado sobre cartones en el piso, un hombre de overol sucio de grasa quemada, y sin camisa observa el motor por la parte de abajo. Un grupo de señores y una mujer joven, a menos de un metro de distancia, juegan macana agitando las fichas dentro de un botellón de plástico.

En el cruce de la carrera 11, sobre la acera de los almacenes de artículos eléctricos está ella. Hace menos de un año la vi por primera vez. Era entonces una mujer hermosa, paisa a no dudarlo, con un cuerpo escultural, cabellos largos, elegante vestir y de ojos grises, brillantes y saltones. Pedía cuerda, como suelen decir. Hoy es una mujer flaca, con el cabello corto disparejo y maltratado, pobremente vestida, vende café en un termo, y ella misma se ofrece en alquiler para el goce ocasional. De aquella hermosa mujer sólo quedan los ojos grises, pero tristes.

Aligero el paso para llegar a la siguiente esquina y cruzo a la izquierda. La calle permanece inundada de aguas negras y el hedor es insoportable.

Julio2009

Entre comparsas y letanías

El mejor sitio que encontré para ver pasar el carnaval fue el almacén. Tenía yo nueve años y era lunes de carnaval. Detrás del vidrio, por encima de bolsas de confites y paquetes de galletas, los vi llegar. Eran unos muchachos de diversas edades, todos semidesnudos, apenas con una pantaloneta, con el cuerpo cubierto con aceite quemado y negro de huno, llevaban en las manos un palo embadurnado de negro con el que amenazaban a la gente con tiznarla si no les daban una moneda. Se referían a la moneda de cinco centavos, que era de cobre y con el cinco en romanos (V). “Chinco… chinco”, decían con voz gutural, en actitud intimidantes.

Las personas mayores los llamaban fantomas y nosotros les decíamos indios. En especial no hacían nada, sólo andaban por las calles cerrándoles el paso a los transeúntes, hostigándolos para que les dieran una moneda. Yo les tenía miedo y me limitaba a observarlos detrás del mostrador.
Como el almacén quedaba sobre la carrera cuarta, cerca de la plaza de San Francisco, allí llegaban o pasaban casi todos los disfraces y comparsas. Algunos venían en tren o en bus de Ciénaga o de los pueblos de la Zona Bananera; otros, de los barrios de la ciudad.

Desde allí gozaba viendo las danzas y actuaciones de los distintos grupos. Recuerdo la Danza de los diablos, extraída de las festividades de Corpus Cristi. Eran hombres disfrazados con camisas y pantalones rojos, terminados en puntas y en cada una había un cascabel, las mascaras o caretas de diablo estaban montadas sobre recuadros y se las ponían más como sombreros que para taparse el rostro, y en los talones, a manera de espuelas, llevaban filosas hojas de cuchillos. La danza consistía en el cruce rítmico de las piernas, con el riesgo de cortarse con los cuchillos, al son de acordeón y tambor. El sonido era similar al que se les oye a los conjuntos musicales de los indios de la Sierra Nevada.

Otro grupo llegaba, de pronto, con una caja de madera como una pequeña tarima y sobre ésta figuras articuladas de hombres y mujeres, accionadas desde abajo como marionetas, ejecutaban el baile del pilón o las pilanderas. También con música de acordeón y tambor. Con sonido igual al anterior.

La cacería del tigre, conformada por tres hombres como cazadores, vestidos de caqui, con sombrero de corcho y provistos de rifle, otro disfrazado de perro y otro de tigre. Mientras el perro dormía a pata suelta, los tres cazadores husmeaban en busca del tigre, en tanto que éste se les iba por detrás y les hurgaba el trasero. Así hasta cuando mataban al tigre y decían algunas letanías. Los observadores se reían, aplaudían y contribuían con algunas monedas.
Otro de los disfraces simpáticos era el del parto callejero. Un grupo de hombres disfrazados de mujer, una de ellas en avanzado estado de gravidez, uno de médico y otro de enfermera. Entraban haciéndose notar por la gritería, la mujer embarazada después de romper fuente se tiraba al suelo y comenzaba a gritar por los dolores de parto, los gritos eran expresiones grotescas alusivas al presunto padre y la irresponsabilidad de traer un niño con lo grave de la situación económica. Las comadronas obligan al médico para que intervenga, pero éste no sabía qué hacer y consultaba a la enfermera quien tampoco sabía. Al fin atienden el parto y nace la criatura, por lo general era una iguana atontada. Y de inmediato las otras mujeres o comadronas con el bebe en manos buscan entre los observadores al padre responsable, quien debía aportar para comprar el alimento de la criatura, sin que los demás quedaran exentos.

Las carnestolendas desbaratan y ridiculizan lo solemne, y entre risas y maizena se oyen algunas verdades. En aquellos años, personajes de la intelectualidad y la picaresca local salían en grupos y, como rezanderas de oficio, dejaban oír verdades envueltas en letanías y rogativas.
Enero 2009

De tracción animal

Cabrilla larga, traga peos, gasolina verde, gritaban los pelaos cuando pasaba un carro de mula.

El primer carro de éstos que recuerdo era una expresión de cosa bien hecha. Pintado de color amarillo crema, del que llamaban marfil. La estructura en madera con las piezas bien diseñadas y cortadas. De poca altura. Tenía en la parte delantera una caja para guardar cosas que servía de pescante. El resto eran divisiones en las que iban ordenados cantaros de leche.

Las ruedas de los carros de mula, en aquel tiempo en que había pocas calles pavimentadas, eran grandes, de madera, radiadas y con un aro de hierro alrededor. Años más tarde, cuando la mayoría de las calles y carreras estuvieron cubiertas por el concreto y el hierro de las ruedas amenazaba con dañarlas, fueron remplazadas por llantas de caucho, desechadas de los automotores. Se perdió así el encanto clásico de esos carros.

Por lo general la carrocería estaba formada por un mesón, algunos con posibilidad de ser volcados para vaciar el material transportado, y provisto de soportes laterales. Los carros de mula se quedaron en un periodo de transición y rodando sobre llantas prestadas de automóvil continúan prestando el servicio de transporte de carga en una ciudad que igual se disuelve en una extraña transición histórica. En otras ciudades también ruedan por algunos sitios.

En carnavales, en la batalla de flores, los carros de mula hacían presencia importante. Engalanados con palmas y festones multicolores, y las mulas o burros ataviados con sombreros y guirnaldas, desfilaban en caravana con la alegría del palmoteo de manos y el sonido de tamboras.

Muchos disfraces de grupos preferían moverse en este medio que en camiones o andar el circuito de a pié. El carro de mula fue y aún es un elemento importante en los carnavales de Santa Marta. Pero además era utilizado, aun fuera de temporada de carnaval, como expresión de algo simbólico por algunos grupos de jóvenes y mayores, para después de una noche de fiesta dar en la madrugada el paseo circunvalar por la ciudad.

Con tambora a bordo y tomando licor, hasta de pronto ron con tinto, en medio de nubes de maizena recorrían la avenida Campo Serrano, la calle Cangrejalito, el Paseo Bastidas y la calle Santa Rita, hasta cuando el Sol rompía el encanto del amanecer y el entusiasmo se convertía en guayabo. Ese paseo era como la vuelta olímpica en un estadio de fútbol para los parranderos amanecidos.

Un cuadro de felicidad pude apreciar en diciembre pasado. Vi pasar un carro de mula en el que se transportaban el señor, la señora, dos niños y un perro flaco. Uno de los niños llevaba las riendas, el perro ladraba y movía la cola y todos risueños y contentos, mientras el carro avanzaba a la velocidad del trote de la mula, festejaban algo.

Febrero 2009

Hielo y petróleo

El Campanilleo anunciaba la aproximación del pequeño carro tanque de dos ruedas de caucho, movido por la tracción de un burro, que traía el gas o petróleo y que después llamaron querosén. La parte delantera de la carrocería estaba provista de techo para proteger al conductor del sol y de la lluvia, y la trasera de un tanque cilíndrico grande con una llave en la parte baja de la tapa posterior. En estos carros vendían a domicilio el combustible para las lámparas y en especial para las estufas de la época. (50 – 60)
La más afamada estufa de ese entonces era la Perfectión, distribuida por el almacén Solano Hnos. A un lado de estas estufas salía un tubo con un dispensador sobre el cual se colocaba un botellón de vidrio que contenía el gas-oil.
En muchas casas de aquella Santa Marta se cocinaba con carbón o leña. Los burros cargados con bultos de estos combustibles circulaban por calles y carreras, llevados de cabestro por el vendedor quien pregonaba sus ofertas.
Al lado de la estación de energía eléctrica El Pueblito funcionaba la fábrica de hielo, ésta tenía un depósito en la calle de la Acequia entre carrera quinta y sexta, allí se agolpaba a diario la flota de carritos amarillos que distribuían el hielo por toda la ciudad.
Eran carros jalonados por burros o mulas, que tenían sobre la carrocería un cajón pintado de amarillo con la palabra hielo a cada lado. En la parte trasera tenía una compuerta deslizable hacia arriba por donde con la ayuda de unos garfios en forma de tijeras, el conductor y vendedor jalaba el bloque de hielo, que cortaba con precisión piqueteándolo con un punzón.
No habían llegado los refrigeradores aún. Las tiendas tenían unos cajones grandes de madera, como baúles, donde echaban hielo picado para enfriar las bebidas embotelladas. En las casas donde no había nevera compraban pedazos de hielo para mantener agua fría durante el día.
Los carros de tracción animal que se ven en el interior del país tienen cuatro llantas, lo cual hace más ligera la carga y menos fatigoso el esfuerzo para el animal. En los últimos tiempos esta clase de carros se ven circular en la ciudad. Muchos de ellos utilizados para vender frutas y verduras, voceando las ofertas con la ayuda del sonido estridente de un megáfono.
En varias ocasiones he visto en plana calle una mula o un burro derribado de agotamiento por el exceso de carga. Sin exagerar, en esos momentos el animal tiene la mirada de una persona desesperanzada, pidiendo clemencia al casi siempre molesto conductor que a patadas y madrazos pretende que el agobiado cuadrúpedo se levante. Con los carros de cuatro ruedas ese problema ha disminuido, y muchas veces se ve pasar una carro de esos con el burro o la mula al trote, con expresión de sonrisa y mascando chicle

Febrero 2009

Que siga la fiesta, carajo

Cuando niños teníamos la impresión de que durante los días de carnaval la gente escondía los muertos, y sólo hasta el miércoles de ceniza los sacaban para llevarlos al cementerio.
Eso pensábamos porque en los tres días de las carnestolendas no veíamos pasar ningún entierro por la avenida Campo Serrano ni por la carrera sexta, que eran las rutas acostumbradas de los sepelios por ese sector de la ciudad. Los únicos entierros visibles eran los de joselito carnaval el día martes.
En cambio el miércoles de ceniza salían cortejos fúnebres de todos los puntos cardinales, por la mañana y por la tarde, tantos que los sepultureros tenían que buscar emergentes.
Eso era al menos lo que imaginábamos y dio bases para nuestra especulación infantil.
Conocí la historia de un viejo veterano que vivió casi toda su vida en una de las fincas ubicadas en la periferia urbana, donde trabajaba.
Se dice de este viejo curtido por el sol, el viento y, en especial, por el agua que gozaba del amor fiel de cinco mujeres. Con la extraña particularidad que eran amigas y comadres entre sí, además de vivir en el mismo barrio.
Pese a que este apasionado don Juan vivía solo y, que se sepa, nunca pasó una noche entera con ninguna de ellas, todas lo amaban y respetaban. Se sabe que tuvo hijos, pero nada se conoce de ellos.
Cuentan que el viejo era todo un maestro en los oficios amatorios, razón por la cual las cinco mujeres deliraban por él. No tomaba trago ni parrandeaba, y el tabaco sólo lo acompañaba en las vigilias en noches de luna llena, mientras controlaba el curso de las aguas.
Las cinco amigas y comadres, en cambio, todas fumaban calilla con la candela para dentro de la boca. Tomaban ron caña, eran parranderas y bailadoras de cumbia de pollera larga hasta los tobillos y flor de cayena sobre la oreja. En todos los carnavales organizaban reinado de veteranas, desfile en comparsas en la batalla de flores y durante los tres días bailaban desde el medio día hasta la media noche, en el palacio real en uno de los barrios más antiguos de Santa Marta.
Un lunes de carnaval, a eso de las tres de la tarde, en plena rumba, les llegó la noticia de que el viejo estaba enfermo de gravedad o de pronto muerto en el Hospital San Juan de Dios.
La fiesta no se terminó, sólo se suspendió, que no se mueva nadie, dijeron. Todos los movimientos quedaron como congelados en el tiempo. Las cinco mujeres, angustiadas, bajaron de afán hasta el hospital en un carro de cortesía, y como una tromba entraron en el pabellón de hombres. Allí encontraron al viejo sentado en la cama recibiendo atenciones de una joven enfermera. Las cinco amantes saludaron, rodearon la cama y lo escrutaron visualmente, luego se miraron unas a otras y, como siguiendo un libreto ensayado, dieron media vuelta y salieron…
De regreso entraron en la casa que hacia de palacio real, tocaron las palmas para llamar la atención y gritaron: Que siga la fiesta, carajo, que ese viejo e´mierda aún está vivo.

Febrero 2009

Lo llamaban Caneco

Frisaba yo, entonces, los doce años. Lo vi venir. Caminaba en medio de la acequia seca, con pasos cadenciosos. Marcaba el paso posando en la arena los extremos de una larga vara que hacía girar con su mano derecha, midiendo así la extensión del trabajo de limpieza que hiciera del canal.
Era un hombre alto, entrado en años, de piel negra salpicada por manchas de vitíligo en manos y pies. Usaba un viejo sombrero de fieltro color café que concentraba todos los olores del mundo, pero él, se le notaba, se mantenía bien aseado.
Estuvo ahí, cuando de temerario monté y traté de cabalgar en una yegua. Al andar mi cuerpo pendulaba hacia un lado y hacia otro, buscando tal vez el mejor momento para caer a tierra. Cuando el animal ya apretaba el paso y era inminente la caída, apareció él con los brazos en cruz: “Shoo, jegua”, gritó. La yegua se detuvo y él se acercó con esa sonrisa pícara que sólo hacen los sabios ancianos, tomó las riendas y me dio las indicaciones primarias de cómo montar a caballo.
Algunas tardes lo veía venir cruzado de piernas sobre el lomo de un burro de andar lento. Regresaba de ver cómo evolucionaban sus hornos de carbón, que más adelante tenía encendidos. También lo vi llevar de cabestro el asno cargado con bultos de carbón: iba para Mamatoco y de regreso estaría un rato refrescándose en la tienda de Bartola.
Vivía en un ranchito de zinc. Era, si mi memoria no me falla, de una sola pieza que servía de recibo, alcoba y cocina. El fogón estaba formado por tres ladrillos negros de aristas redondeadas por el hollín. De un alambre de púas pendían dos pedazos resecos de carne salada y en una cacerola deforme y ahumada, mantenía reblandeciendo en remojo otro pedazo para el almuerzo de ese día.
La choza tenía puerta y una amplia ventana, en un rincón la hamaca que recogía todas las mañanas. El piso era de barro repisado y brillante. La casucha estaba próxima al corral de las vacas paridas y separada de la casa grande por la acequia bordeada de capachos que florecían en varios colores.
Los domingos, cuando no salía para Mamatoco en el burro, lo visitaban dos mujeres, una joven y otra mayor. Se sentaban afuera en asientos de madera con fondo y espaldar en cuero de res. Después de conversar algo, él se entraba con la mujer de más edad y cerraban la puerta y la ventana de la cabaña, en tanto que la mujer joven se paseaba por la orilla de la acequia oliendo las flores o arrojando piedrecitas al agua.
Tenía el oficio de regador, eso decían. Por las tardes hablábamos: unas veces me refería historias de mujeres en carnaval y otras, sobre el trapiche que funcionó allí no más, al otro lado.
Nunca supe su nombre de pila, de eso estoy seguro, pero sí, que lo llamaban Caneco.
Enero 2009

Los sonidos del cosmos

!Bravo. Bravísimo¡ Exclama una voz infantil en medio de prolongada descarga de aplausos. El público de pies aplaude. Aplaude frenéticamente mientras Monique Facuseh emocionada, con las lágrimas detenidas en los ojos, abraza a su hijo Ricardo, quien como invitado especial termina de interpretar al piano “Estudio sobre las teclas negras” y “Fantasía”, de Chopin.
A las cinco y cincuenta de la tarde, de este 20 de diciembre, ya era de noche en la quinta de San Pedro Alejandrino. Una estrella en occidente se destaca sobre el oscuro cielo. La brisa flamea las banderas de la plaza y los árboles se mecen dando la bienvenida.
La sala de conciertos del Museo Bolivariano comenzaba a recibir a los invitados y participantes al concierto especial de clausura del Centro Musical Mikrocosmo. Que bajo la dirección de Carlos Avendaño Miranda, cumple 35 años manteniendo con vida el piano en Santa Marta.
En una primera parte los niños, como si interpretaran el papel de veteranos maestros, ejecutaron fragmentos de obras que conmovieron al auditorio. Todos, no obstante la poquedad de años, hicieron sonar el piano con maestría. Sin demeritar a los demás, cabe destacar a Cristian Restrepo y a Fanny Dávila.
Luego correspondió el turno a los mayores. Se vio, se sintió y se oyó un piano ejecutado con resolución y soltura. Un golpe claro y firme de las teclas blancas y negras. Algunos ejecutaron obras de memoria, sin partitura al frente.
Tres parejas interpretaron arreglos para cuatro manos en los que se observó el grado de desarrollo alcanzado por estos jóvenes en el aprendizaje y conocimiento de este clásico instrumento.
Se escucharon fragmentos y apartes de obras de Beethoven, Mozart, Strauss y en especial de F. Chopin, como homenaje a este autor.
Se habla mucho de que en Santa Marta hubo una época en que en cada casa sonaba un piano al medio día. Si bien esto lleva su cuota de exageración, sí es cierto que en muchas familias de aquella época uno de sus miembros estudiaba piano o violín. Y Hoy día, a pesar de todo lo que ocurre, es grato encontrar que niños y jóvenes cultivan el bello arte de la música.
Al terminar, después de dos horas, inmersos en la imponencia de los jardines y de los centenarios arboles de la Quinta, bajo la bóveda oscura, se alcanzaba a escuchar el eco de los acordes del concierto que se fundían con las ondas sonoras del Universo, poniéndonos en contacto con el lenguaje sonoro del cosmos.

Diciembre 2008

Querido Niño Dios


Se te hará raro que te escriba a estas alturas de la vida. Creo que la última vez que lo hice fue hace más de medio siglo, en las carticas impresas que nos daban en el almacén Lola. ¿Te acuerdas? Todo lo que hacíamos era escribir el nombre y marcar con una x en las casillas de los juguetes que queríamos de aguinaldo; por la noche, en la novena, las colocábamos a los pies de tu imagen en la iglesia.
Recuerdo que nunca, durante los años que te escribí, recibí los regalos que te pedía en la carta, siempre otros diferentes. Un día, después de la novena en la iglesia, descubrí el porqué. Un hermano franciscano, con la cabeza cubierta por la capucha, recogió las cartas, las llevó al patio y les prendió fuego. La candelada fue grande y el hermano nos vio. Al verse sorprendido nos dijo que quemaba las cartas porque así el humo llevaba más rápido al Niño Dios los mensajes con las listas de juguetes.
Eso era mentira. Pura mentira: Sabrá Dios por qué diablos este hermano no quería que el Niño Dios se enterara de los juguetes que queríamos; pues primero que todo el niño no nace sino hasta el 25, así que qué mensajes iba a recibir en las columnas de humo antes de nacer y segundo, en el humo se confunden las listas y se formaba todo un despelote de pedidos.
Ese hermano lo que debía hacer era guardar las cartas y entregárselas a la virgen para que se las leyera al niño cuando naciera.
Por eso, querido Niño Dios, no volví a escribirte. Hoy, aunque las cosas no han cambiado mucho y más bien casi todo el mundo miente, te escribo porque, independiente de lo que uno piense o quiera, esta es una época en que se revuelven sentimientos y afloran algunos que creíamos desterrados. Además, resulta más fácil y rápido por internet, pues como te darás cuenta los niños desde el vientre materno ya manejan el computador y tienen su propio correo para comunicarse con las mamás y los médicos: las ecogranet. Así que cuando nazcas sólo tienes que abrir en www.ninodios@cielonet.com y allí está mi carta.
Esta vez escribo no para pedir juguetes, pues aunque no siempre tuve los que quise, por las interferencia que anoté, sí tuve la fortuna de ser complacido, al menos en parte, en los caprichos y demandas de aquella vieja época.
Te escribo hoy en primer término para agradecerte por traer a mi madre hasta esta jornada, como bien sabes, en abril cumplió los 90 y en estos días está que no cabe de felicidad por la llegada de Samuel, su segundo bisnieto. En segundo, y a pesar de no haber sido un angelito, por las cosas que me has dado; como el mantenerme vigente hasta ahora. Eso, como dice el “Cheque” Linero, ya de por sí es mucha riqueza.
No me diste dinero, pero en cambio sí la fortuna de poseer aptitudes y cualidades que no se pueden adquirir con ninguna suma de dinero por grande que sea. Eso es muy bacano y te lo agradezco mucho, ¿sabes?
Te agradezco igualmente por la calidad de hermanos que tengo, todos ahí, luchando con y por la vida, pero bien; parte sin novedad. Gracias por eso, viejo man.
Por último, ñía, para terminar, sería bueno que convencieras a la gente, en especial a esa que lleva máscaras sobre máscaras, que la verdadera paz y el amor a la vida está dentro de nosotros y que la consigna diaria es: “No hagas a otro lo que no quieras que hagan contigo”.
Chao, pelaito, cuidade.
Diciembre 2008

Navidades y ahijados

La Navidad, en ese entonces, comenzaba el 16 de diciembre con la novena del Niño-Dios. El 15 por la mañana llegaba el señor Manuel Alejandro Cabas. Debíamos tener listos los huacales y cajas, el papel encerado y los chinches. Con agilidad de experto, a partir de una mesa como eje central y huacales y cajas sobre y en torno a ésta, comenzaba desde arriba a moldear el papel. Aparecían montañas, grutas y valles. En minutos quedaba armado el pesebre. La tía le entregaba un billetico verde, discretamente doblado.
Así lo hizo durante varios años, hasta uno en que no llegó el 15 sino el 16. Dijo que ese era el día en que debía armarse porque ese era el día en que empezaba la novena, y que buscáramos quién lo hiciera el año siguiente. El año siguiente y los demás fui yo quien estuvo a cargo de armar el pesebre.
Era ésta una de las cosas en que más gozaba la tía, y donde quiera que viajaba siempre estuvo pendiente de traer cositas y checheritos para la decoración: la monjita dando maíz a los pollitos, de Panamá; la iglesia en cerámica, de Tunja; las bailarinas, de España; los toros y caballos, de la Feria de Manizales; las casitas de cartón, de Cali; la imágenes en yeso de María, José, el niño y demás, de Roma, que no era recuerdo de ningún viaje sino un regalo de las hermanas Amalia y Rosa Ferrara.
El primer día de la novena, por la mañana, lavamos los pitos, que se guardaban de un año para otro, éstos tenían forma de pajaritos y se llenaban con agua para que sonaran como gorjeo de pájaros. Martillo en mano, sobre un yunque aplanábamos checas de gaseosa para clavarlas sobre un pedazo de madera y armar sonajeros. Así quedaban listos los instrumentos para acompañar los villancicos.
Por la noche iban llegando los ahijados de mamá y de la tía, como convocados a una convención. Todos puntuales, bien vestidos y recién bañados. No quedaba mucho espacio para los demás. Entre gozo y gozo cantaban en coro. La parte que más recuerdo es la rogativa para el niño que se regodeaba en llegar: “Ven, ven no tardes tanto”.
Después de los pastores de Belén, del burrito, de nana nanita y de tú taina, venía el reparto de dulces, galletas y refresco. Así durante todo el novenario. El venticuatro los niños, y también niñas, llegaban bien temprano, traían los ojos ansiosos. Después de la novena todos regresaban con su paquetico en la mano felices y contentos a sus casas.
Diciembre 2008

Aquellas Navidades

Con diciembre llegaban la brisa loca levanta arena, techos y faldas; los buses con excursiones de cachaquitas, los discos de la Billo´s y los Melódicos y los almacenes “agachate”.

Estos últimos tenían patente de corso para invadir los andenes de la Avenida Campo Serrano, por la temporada navideña. Después desaparecían. En tenderetes exhibían muñecos y juguetes de plástico, jueguitos de sala y comedor en madera, bolas, escobas, traperos y recogedores en miniatura y los vistosos camiones multicolores en madera.

Entre finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta todos tuvimos o añoramos un camión de esos. No habían salido aún los de control remoto, pero de todas formas aquellos eran preferidos a los de cuerda, por muy vistosos que éstos fueran.

Almacenes como el Lola, el Universo, Mogollón, Puente & González mostraban lo mejor para los caprichos del Niño Dios. Aunque a decir verdad muchas veces las decisiones de los padres no coincidían con los caprichos de los niños, quienes ingenuamente (no todos) manifestaban sus deseos por escrito en la cartica que ilusos colocaban en el pesebre de la iglesia, sin ser lo suficiente explícitos con los papás.

El día veinticinco con la sonrisa alegre de muchos, se veían también algunos ojos llorosos e inconformes de niños que resignados arrastraban sus carritos o pateaban una pelota de plástico imitación balón de cuero.

Se hizo costumbre que el veinticuatro de diciembre, independiente de la situación económica, había que estrenar. No era extraño ver a niños caminar incómodos por los zapatos apretados que por desesperados insistieron en llevar, como si en el almacén no hubiera otras tallas. Así ocurría con las camisas y los pantalones.Muchas de esas camisas nuevas resultaron quemadas en la primera postura, por los trique traques y las lluvias de estrellas en la Noche Buena. Todos los años aspirábamos a soportar despiertos hasta media noche para asistir a la “misa de gallo”, en especial a la de San Francisco para ver el nacimiento del Niño Dios, que todos los años variaba según el ingenio y creatividad de Alfredo Ovalle, que se encargaba de armar y desarmar el pesebre durante el novenario, pero el sueño nos vencía, además del afán de dormir para que amaneciera más rápido y gozar de los regalos de Niño Dios.Cuando crecimos tampoco fuimos a “misa de gallo”.

Los primeros años nos alcanzaba la media noche bailando en casa de vecinos o en la propia. Años después la “feliz Navidad” nos llegaba en el bar “La Antillana” donde tocaba la orquesta de los Hermanos Martello. Estaba de moda la pieza “Tabaquera”. Las parejas de baile eran niñas excursionistas, y cuando la situación se tornaba romántica, subíamos al Venecia, en la terraza del Edificio Posihueica.

Diciembre2008