miércoles, 30 de septiembre de 2009

Clemencia Tariffa

Los gatos, encaramados sobre las viejas tejas enmohecidas, aullaron durante toda la noche. La luna, con los cuernos hacia arriba, apenas entraba en creciente. El amor de tantas fantasías no llegó, tampoco volvería a llegar la madrugada, nunca jamás.

Esa mujer que escribía poesía erótica detrás de la puerta donde el mundo se movía exacto, que cantaba bajo el agua sin que los peces lo supieran, que podía estar bajo la luna “en un mecedor azul triste y desnuda cantando frente al espejo”, murió.

Ha muerto Clemencia Tariffa.
El mejor homenaje que puedo brindar a su memoria es guardar silencio mientras leemos algunos de sus poemas:

SEPIA
Una hebra de cabellos
un crespo bello púbico
¡oh cuánta melancolía!

***

Amémonos
bajo los ojitos de Santa Lucía
convirtiéndonos
en ángeles, en bestias
en dioses y demonios
a la vez.

***

Yo no puedo pedir
un aro de Saturno
para mi delgado puño
ni una cinta de agua
para amarrar tristezas.

En cambio
si puedo ofrecer
la excitante abertura
que centra mis labios.

SENOS
Suaves, pequeños y tiernos
siempre erguidos, siempre firmes.

Senos de carne blanda
grácil figura y vaivén excitante,
que invitan a probar
las delicias de la tez canela.
Tallados sin aguja, ni cincel
sobre musgo secreto
son montes cubiertos de azúcar
para una boca insaciable.

***

Ahora
que hacemos el amor
sin mirar qué día es
o sentirnos culpables.
Ahora
que acariciamos las piedras,
inclusive,
gritamos palabrotas.
Ahora
que el aire es liviano
como el aliento de los niños
escribiremos un poema.

***
Somos dos figuras extrañas
que se diluyen
sin conversación
ni protocolos fatuos,
solamente,
con el deseo
hundido en la carne.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Dos visiones ante la muerte

Sólo se oye el sonido pedregoso al resbalar el ataúd dentro del cañón del mausoleo. Después el rastrillar de la llana esparciendo la mezcla húmeda de cemento y arena para sellar la placa de concreto al cierre de la sepultura.
Los familiares y amigos se retiran apesadumbrados, sollozantes algunos, pero todos saben que ahí queda. El amigo o familiar ha muerto; eso de por sí trastorna el orden sentimental de los allegados. Ha habido un rompimiento de relaciones directas entre los que sobreviven y el fallecido, mas el hecho de que el cuerpo de éste permanezca próximo da un alivio o consuelo en la pena. Ésta se hace menos dramática.
Es posible para los deudos visitar la tumba, donde una lápida de mármol identifica el nombre de quien allí reposa. Las visitas pueden ser a diario, en los primeros días, semanal, mensual y luego por fechas especiales: cumpleaños, aniversarios, día de los difuntos.
La pena por los difuntos cuyos cuerpos son inhumados en sepulturas se va diluyendo lentamente, con el tiempo. La primera etapa dura entre dos y medio y tres años. Los deudos saben y cuentan con que el cuerpo del ser querido que falleció está ahí, haciendo caso omiso del proceso natural de descomposición. Es tanto así como una esperanza, aunque incierta, pero está en un lugar donde visitarlo, hablarle y llevarle flores. Eso es, en cierta manera, un consuelo.
Pasado el tiempo los restos son trasladados a un osario. Es una especie de segundo funeral, aunque sencillo. Ya el pesar, el dolor y la pena han tomado condiciones llevaderas, los familiares se han acostumbrado a la ausencia permanente.
En días pasados murió un amigo. Estuve en la funeraria y también acompañe a familiares y amigos en los rituales fúnebres, y hasta ayude a cargar el cofre hasta la carroza, cuando ya salía el cortejo.
Detrás de la carroza fúnebre partieron un bus y varios vehículos particulares con amigos y familiares. Salieron en caravana para Barranquilla donde el cuerpo de mi amigo sería cremado.
Yo no fui, permanecí de pie viendo salir los vehículos, y los seguí con la vista hasta cuando se perdieron en la distancia, confundidos con otros, y mi mirada se perdió también entre cosas y nada.
De pronto reaccioné y caí en la cuenta que el cadáver de mi amigo sería incinerado. Que en cuestión de algunas horas toda su dimensión física quedaría convertida en algo menos de una libra de ceniza. Sentí un vacio en el estomago y permanecí un buen rato enredado en un cruce de ideas vagas y difusas, como inmerso en una extraña nebulosa.
La cremación del cadáver de un allegado propicia una ruptura brusca, violenta de la relación que hubo en vida. Nos enfrenta de un solo golpe con la realidad de la muerte: no está, definitivamente ya no está más, nunca más. Esa es la cruda verdad con que la cremación nos enfrenta de una vez, súbitamente y no en forma dosificada como en la inhumación.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Las ventanas de la ausencia

La nostalgia empieza a formar parte de nuestro cotidiano tan pronto cruzamos el umbral de la segunda juventud (de los 50 en adelante). Se abren otros horizontes de pensamiento, y los fantasmas y demonios que tanto nos inquietaron en el pasado se convierten en aliados y cómplices para reinterpretar lo vivido. La realidad es mirada con otra lógica: con la lógica emocional de los recuerdos. Es, entonces, cuando ya no hay deseos sino recuerdos, no hay fe sino resignación y la esperanza se nos convierte en nostalgia.
Calles y casas son evocadoras de primer orden. Esas casas en su quietud avanzaron con nosotros en la formación de una historia personal, y hoy frente a ellas experimentamos la extraña sensación –como dice E. Sábato– de que al querer entrar, al intentar abrir la puerta, nos encontramos con una pared. Aquella casa de la infancia, así como las que por esa época nos llamaron la atención, son algo más que paredes y pisos, son “esos seres que la viven, con sus conversaciones, sus risas, con sus amores y odios; seres que impregnan la casa de algo inmaterial pero profundo, de algo tan poco material como es la sonrisa en un rostro…”.
Hoy, al pasar por el frente de alguna de esas, caigo en la cuenta que no era el ventanal lo que la hacia notable, sino lo que percibía en ellas: el cuadro del paisaje de un país lejano y el retrato con marco dorado colgados en la pared, los arabescos de un gran jarrón azul, la música que escuchaban, los ladridos del perro que me atemorizaba al pasar; voces, risas y llantos de unos y otros de sus habitantes.
Esa casa, tal vez, ya era vieja pero tenía “vida” y el tiempo estaba detenido y sus habitantes no envejecían sino yo, y prueba de ello es cómo al paso del tiempo el alfeizar de la ventana-balcón ya no me golpea en la frente.
Aquella otra donde vivía el niño que fue atacado por poliomielitis, quedo fijada en mi memoria no tanto por el hecho en sí, sino por la severa advertencia que con cara de circunstancia trágica me hiciera una vecina de no pasar por allí descalzo, como solía hacerlo cuando iba a la playa, porque el virus causante de ese mal –decía ella– penetra por los pies.
El misterioso encanto que parecía esconder la casa de piedras. Una especie de palacete cubierto con piedras de río, frente al mar, con jardín exterior y en el centro de éste una fuente que tenía un niño desnudo en posición de bailarín, orinándose el mundo a su antojo, y la presencia de su dueño, don Pablo García Franco, como elemento integral del conjunto. Cuando murió don Pablo, la casa empezó a envejecer y hoy, sin la fuente del niño, la casa parece esas damas con cierto grado de demencia senil que se sobremaquillan de coloretes para asistir a la fiesta de ninguna parte.
Las casas con zaguán, cada una con su historia: la de sus habitantes y la particular manera de hacer la reunión vespertina en la puerta de la calle en compañía de los mismos vecinos de siempre, a la misma hora todos los días. Y ese “adiós, adiós” cuando pasaban los transeúntes (casi todos conocidos), que iban para el camellón o regresaban ya entrada la noche.
El penetrante y característico olor de los materiales curativos y el temible zumbido de la fresadora de odontología al pasar por la casa y consultorio del doctor Edmundo Abello. Quien fuera el único odontólogo del mundo que en verdad tenía cara de odontólogo.
La familia del médico Antonio Henríquez fue muy apreciada y querida por los samarios. Pero de esa familia el referente de mayor peso no eran tanto las cualidades personales de sus miembros, tampoco el estilo de la casa que rompía la monotonía de la cuadra (calle 12, carrera2ª), lo era nada menos que la presencia de un par de perros bóxer. No es posible pensar en alguno de los Henríquez sin poner a su lado uno o ambos de esos perros con cara de perros bravos.
Aún después de tantos años, al pasar todavía percibo el sabor a limón. Es el viejo caserón republicano de columnas embebidas y balaustrada en la cornisa, en esquina de la calle de la Cruz (12) con carrera 3ª. Por los años sesenta funcionaba allí la fábrica de paletas El Nevado, del señor Lizarazo. A diario salían en caravana, para abrirse luego por las distintas rutas, los carritos blancos cargados de sabores, empujados por los vendedores que agitaban las campanillas para anunciar su presencia y despertar el deseo en niños y adultos.
Son varias las casas que permanecen detenidas en el tiempo, con sus fachadas intactas y los mismos colores, generadoras de nostalgias en sus habitantes del pasado, quienes rehúsan en lo posible pasar frente a ellas. Otras fueron reformadas y otras más, se han ido destruyendo poco a poco por cuenta del abandono. En cambio, las hay también que cambiaron su destinación: dejaron de ser núcleos de abrigo, formación y desarrollo familiar para convertirse en hospederías y refugio de amores fugaces, hasta en centros de negocios penumbrosos.
Entre los aspectos memorables de una casa están las ventanas, como ojo que ve en doble sentido y elemento abierto a los recuerdos; bien sea porque en alguna época lejana, en los retozos de la niñez, al pasar nos golpeábamos la frente o por hechos vistos o vividos en ellas. Hoy permanecen inmóviles y ciegas en su lugar como testigos del ayer.
Recuerdo aquella ventana en la que protegida de las miradas por una celosía permanecía por las tardes, en época de vacaciones, una niña muy hermosa, de belleza celestial, decían. Estudiaba interna en un colegio de la ciudad y sólo en ocasiones especiales la habían visto, con el cabello y la frente cubiertos por una pañoleta y gafas oscuras, salir a la calle en compañía de sus padres.
Todos en el sector mencionaban su belleza, y algo de ella pudimos apreciar los muchachos que venciendo la timidez y el temor al papá, logramos acercarnos y conversar de cualquier cosa con ella. A través del entramado de la celosía se apreciaban sus rasgos graciosos y unos ojos de mirada ardiente y profunda que clamaban libertad. Mas nunca la notamos triste o amargada, siempre sonriente festejaba las ocurrencias de que hablábamos y las fabulas que del internado nos contaba.
Era un hecho, sin embargo, que no despertaba la curiosidad del vecindario ni de la gente que transitaba indiferente frente a la ventana. Tres de sus hermanas menores, muy niñas aún, jugaban con muñecas y chocoritos en la terraza de la casa.
El padre, decían, era una buena persona, amable y servicial, pero celoso en extremo con la hija mayor. Y no era un cautiverio en que la mantenía oculta; sólo era una previsión, pues tal era la belleza de esta joven que no se atrevían a sacarla libremente a la calle por temor al mal de ojo y que se robaran su belleza.
El tiempo pasó y todos crecimos. Un día jueves de Semana Santa vimos salir la familia engalanada para las ceremonias religiosas. Iban el padre, la madre y siete hijos, entre ellos cuatro mujeres vestidas de blanco con volantes de encajes en las faldas y vistosos lazos en la parte trasera de la cintura. La hermana mayor, la que permanecía oculta tras la celosía de la ventana viendo pasar la vida, no relucía ya tan bella como decían, aquella belleza extraordinaria de años anteriores había desaparecido, pues sus hermanas menores se la habían robado
Cuando en la calle corríamos detrás de una bola de trapo o jugábamos al cuclí o las veces que armábamos peleas callejeras o hacíamos alguna travesura o irrespetábamos a los mayores y gritábamos cosas a los locos, siempre lo sabían en casa y al regreso nos recibían con un buen regaño. Siempre había alguien que veía desde la ventana.
No creo que exista ventana que no guarde en secreto confesiones de amor o sea testigo de nerviosos besos de primera vez, de recados y esquelas, o que no haya sido iluminada por el trasnocho de una serenata de afirmación o reconciliación. Algunas, tal vez, cuando no había rejas de hierro, registren la fuga apresurada de algún amante sorprendido por la llegada inesperada del titular. Cada ventana, grande o pequeña, de rico o de pobre, guarda la historia de gente que ya no está, de épocas idas y de muchos que quizá pronto no estaremos. Son esas las ventanas de la ausencia.

viernes, 4 de septiembre de 2009

La iglesia de San Francisco

La que recuerdo

Afrontábamos el reto, los veinticuatro de diciembre, de mantenernos despiertos hasta media noche para asistir a misa de gallo en la iglesia San Francisco.
Desde el coro, según el ingenio de Alfredo Ovalle, por dos cables extendidos hasta el pesebre en el altar mayor se deslizaba la imagen del Niño Dios al momento de nacer. Bajaba en una canastilla sostenida por dos ángeles. Al siguiente año descendía en paracaídas o en una esfera cerrada que se abría en dos al llegar al pequeño lecho de paja.
Día a día, ha sido la tradición, durante el novenario cambian la representación del pesebre, ambientado por decorados con paisajes y vegetación de Belén y sus alrededores. María y José en imágenes de madera y yeso, con extremidades articuladas y un burro en lámina de cartón, con pelo color pardo, que después fue cambiado, cuando éstos desaparecieron, por otro de color gris, aparecen representando diversas actividades: María cocinando y José llevando leña; María sobre el burro llevado de cabestro por José; y otras.
En aquella iglesia de San Francisco de la infancia al fondo del altar mayor se erigía un retablo de tres cuerpos en madera fina labrada. Empotrada en el cuerpo del medio, la imagen de las Tres Ave Marías o de la Santísima Trinidad: Jesús, María y el Padre bajo el resplandor del Espíritu Santo en forma de paloma que revolotea sobre ellos. En el lado izquierdo la de San Antonio de Padua sosteniendo al Niño Dios sobre un libro y con un ramo de azucenas y en el derecho la de San Francisco de Asís. Eran imágenes elaboradas en madera cubierta con yeso.
El sacerdote oficiaba en latín de espaldas a los feligreses y un monaguillo lo auxiliaba y respondía la liturgia. El libro del catecismo del Padre Astete traía en un apéndice al final la celebración de la misa; nunca pude aprenderme esa jeringonza.
El presbiterio estaba limitado por el comulgatorio, formado por una balaustrada en madera de carreto donde los participantes recibían la comunión de rodillas.
Las homilías y los sermones se decían desde el púlpito. El cual estaba hecho en madera labrada, de forma octagonal, y el tornavoz, también en madera, tenia incrustada en el centro la imagen de una paloma con las alas abiertas: el Espíritu Santo que iluminaba al orador. Algunas familias de la época tenían sus propios reclinatorios, identificados con los apellidos correspondientes, lo que les daba un sitio de privilegio en la parte delantera.
Para llegar a la iglesia se subían varias gradas. Pasada la puerta una mampara impedía la vista plena la interior (parte de un antiguo ritual). Por el lado derecho, la imagen de Jesús de la buena esperanza y a su derecha, de rodillas y encadenado el reo de la historia de la sandalia de oro. A lo largo de la pared, en sus altares, la imagen de la virgen del Carmen, San Pedro y San Pablo, la virgen del Perpetuo Socorro, con su aura radiante; el Niño Jesús de Praga, un bulto pequeño con capa y corona real sosteniendo el mundo en una mano. San Pancracio, joven de contextura atlética y generoso en favores, en un pedestal a un lado de la nave central cerca del comulgatorio.
Por la izquierda, al fondo, sobresalía la imagen de Jesús Nazareno con túnica de terciopelo morado, cabellos naturales (donados por distinguidas damas) tres potencias de plata incrustadas en la cabeza. El rostro y las manos de un color caramelo que valió el llamado de “Divino Negro” por el padre Federico López. Esta imagen es una autentica reliquia artística; asombroso logro el de ese rostro adolorido y apesarado.

El incendio

El 29 de junio de 1962, pasado el medio día, se incendió la iglesia de San Francisco.
Fijada en andas la imagen del Sagrado Corazón de Jesús estaba preparada para la procesión de las cuatro de la tarde. La iglesia, con las puertas cerradas aún, lucía esplendorosa. El altar mayor estaba engalanado con cirios y veladoras encendidos que reflejaban un calido ambiente entre el colorido de los gladiolos, los pompones y los claveles. La conflagración inició en el altar mayor. La llama de una veladora había alcanzado el mantel. El fuego se propago. Las imágenes de San Francisco y San Antonio se convirtieron en ardientes teas de santidad. La compleja estructura de la Santísima Trinidad crepitaba estragada por la llamas. La paloma blanca, icono del Espíritu Santo, ardió con fuego propio que se extendió a las vigas del techo. Un intrépido fraile de apellido Bautista rescató el sagrario y puso a salvo al Santísimo.
La armazón del retablo se vino abajo. En medio del estropicio y la nube de humo y cenizas se oyó el eco liberado de una voz. Era la voz del padre José Darío Uribe cuando celebrando misa, con los ojos cerrados, los brazos extendidos, de frente a los fieles y levitando, exclamaba: ¡O-RA-TES FRA-TES! Esa voz que retumbaba en el recinto y penetraba a fondo la conciencia de los asistentes estuvo atrapada durante años detrás del altar mayor.
Por la puerta lateral, sobre la carrera cuarta, apareció de pronto el hermano Echeverri llevando sobre sus hombros la imagen de Jesús Nazareno, intacto, sin el roce siquiera de una chispa en la túnica de terciopelo morado. ¡Se salvó el Divino Negro, bendito sea mi Dios!, gritaba saltando emocionado el padre Federico López.
El Nazareno siempre estuvo cerca del presbiterio, próximo a la puerta que comunicaba con la sacristía. De puro milagro no fue alcanzado por el fuego y oportuno el hermano Echeverri, pues no bien salía con la imagen acuestas cuando una viga en llamas descendió y dio al traste con el tornavoz y la base del púlpito. Cayeron más vigas. El fuego abrasó la balaustrada en madera del comulgatorio, los bancos y los reclinatorios, aun los reclinatorios individuales de propiedad y uso exclusivo de algunas familias.
En el fondo de la nave derecha, las imágenes de la virgen del Perpetuo Socorro, el Niño Jesús de Praga y san Pancracio, todas, por el recalentamiento, se desperdigaron en fragmentos irrecuperables.
Afuera, en el atrio, la loca Rosarito, embutida en un batón mugriento que alguna vez fue blanco, dejó sobre el piso la caja de cartón que llena de cosas llevaba siempre consigo, echó hacia atrás la cabeza coronada por una abundante mata de pelo tieso, levanto los brazos y gritó:¡Socorredle, socorredle, que es obra del maléfico!.
La plaza se había llenado de gente curiosa atraída por el incendio y de fieles preparados para acompañar la procesión. Se distinguían la terciarias vestidas de carmelito; las legionarias de todas las ordenes, de blanco; los estudiantes del San Luís Beltrán con su banda de guerra, uniformados de saco azul turquí y pantalón crema. Un extraño personaje con la cara tiznada y surcada de lagrimas se desplazaba entre la multitud exhibiendo la cabeza calcinada de San francisco. Los acólitos permanentes y los muchachos que se disputaban entre sí por tocar las campanas a la hora del Ángelus y los repiques para misa, lloraban a lágrima suelta abrazados a Jóbita, la señora encargada de los quehaceres del templo, quien lloraba también sin consuelo.
La gente aglomerada en la plaza, asombrada y afligida lloró, lloró con sentimiento y derramó ríos de lágrimas, pero éstas no fueron suficientes. Una máquina del cuerpo de bomberos de Barranquilla se abrió paso hasta llegar al atrio. Los bomberos saltaron pertrechados para entrar en acción, pero ya era nada lo que quedaba por extinguir.

Se quemó gran parte de la memoria católica de Santa Marta. La iglesia aquella de la infancia ya nunca más, pues sobre las ruinas no fue una reconstrucción lo que hicieron sino otra iglesia lo que construyeron, por cierto que inadecuada para el clima de la ciudad. Conservaron la fachada colonial que por donde quiera que se aprecie no es posible que encuadre con el resto de la construcción.