miércoles, 19 de agosto de 2009

La cuadra de los Bermúdez

En esa época creí que los alcaldes salían de los cuadros al óleo colgados en las paredes de museos antiguos. Años después hube de convencerme de cosa muy distinta.
En la calle de la Cruz (12) entre carreras 4ª y 5ª, en la puerta de una casa grande, de zaguán y altos ventanales permanecía un policía sentado en una silla de madera. Era la casa de la familia Ceballos Angarita, de donde veía salir todos los días, con paso firme y solemne, al señor Alcalde municipal de Santa Marta. El doctor Juan B. Ceballos Pinto caminaba: “Buenos días, señor Alcalde”, “adiós, señor Alcalde”. Se dirigía hacia su despacho en el Palacio Municipal, al costado norte de la plaza de la catedral.
Al lado derecho de aquella casa, en un amplio lote descubierto y con fachada de estilo funcionaba el cine Paraíso. Después fue convertido en parqueadero de vehículos, atendido por un señor de nombre David.
Subiendo hacia la avenida Campo Serrano (carrera 5ª) seguían dos casas con techos de tejas y fachadas parecidas aunque de diferente color. En la primera, de color gris, vivía el magistrado, doctor Juan Benavides Macea. Admirado y respetado.
La otra, de color amarillo, era más amplia y limitaba con la esquina. Su propietario, gerente del Acueducto de Santa Marta, salía los sábados cerca de las tres de la tarde ataviado con botas pantaneras, sombrero vueltíao y mochila en la que cargaba además de cosas un viejo revolver de quiebre calibre 32 con las balas adheridas al cilindro por el óxido; era don Andrés Gregorio Ceballos que salía para su finca El Líbano.
En la esquina habían abierto un local donde funcionó el almacén de ropas del señor Orlando, “el loco”, Bermúdez, Varias veces candidato al concejo.
La cuadra de enfrente comienza con el local (carrera 4ª) donde estuvo el almacén El Roble. El aviso de éste era un pelao, feliz y contento, colgado de un gancho por la cintura.
Seguido vienen: la casa donde vivió don Rodrigo Vives, padre de los Vives Echevarria; la de los Bermúdez Cañizares; el local del almacén Vidrios Planos de Diógenes Villalba; el de las oficinas del almacén Universo y de la empresa de artículos en espuma “Collo”.
Frente al portón del Paraíso, la casa que fuera de don Manuel Ariza y doña Josefa Guardiola. La casa de Lucy en la eternidad de sueños, recuerdos y fantasías de juventud, de Lulo y de Leo.
Al lado, la de los Bermúdez Bermúdez. Recuerdo que en el patio interior, al lado de un sesquicentenario y enigmático árbol de tamarindo estaba sembrada una pértiga de hierro por la que, atado con una cuerda a un aro metálico, se deslizaba de arriba abajo y de abajo arriba un agresivo mico, escandaloso, chillón y onanista. Cuando había visitas aumentaba el fragor de sus monerías.
Viene luego la casa donde vivieron Teresita y Marina Bermúdez, parientes de Orlando.
Termina esa cuadra que he llamado de los Bermúdez con la esquina de la fatalidad.
Tiempo después que doña Alicia Bermúdez terminara la remodelación y abriera las puertas del almacén Alicia, siguiendo la costumbre, una noche de tantas, en sillas y mecedoras, se reunió el grupo de amigas y vecinas en la acera, frente a la puerta del almacén. El tráfico vehicular por la avenida Campo Serrano era escaso. Sin que pudieran percatarse y reaccionar un vehículo fuera de control subió el andén y arremetió contra el grupo. Los heridos no pudieron asistir al sepelio de doña Alicia.

lunes, 10 de agosto de 2009

Es ella la ratera

Sólo después que Miguel viajó para no volver, fue cuando se supo toda la verdad sobre los angustiosos hechos que inquietaban a Magola.

Ella le aseguraba haberlo visto entrar y salir en varias ocasiones de la alcoba, del comedor, del salón de visitas, y le hacía notar con insistencia que la condición de él como pensionado en esa casa apenas le permitía ocupar la habitación que compartía con dos costeños más y utilizar el cuarto de baño que previamente se había dispuesto para ellos.

No había sitio seguro en la casa. Las gavetas de la cómoda, los floreros de las flores artificiales de la repisa del Sagrado Corazón de Jesús, las gavetas del aparador, el botiquín del baño privado dentro de la alcoba eran los sitios donde Magola guardaba su dinero, y de todos ellos se le habían estado desapareciendo uno, dos y hasta tres billetes.

Todo señalaba que Miguel era el responsable de esas pérdidas. Sin embargo Magola no había querido encararlo por consideración con sus padres, a quienes conocía y eran gente de bien. Reflexionaba, además, en la situación de ese muchacho lejos de su casa en una ciudad lúgubre donde el frío provoca comer dulces y tomar bebidas calientes a cada momento, y que seguramente el dinero que le enviaban de su casa no le alcanzaría. Y que de pronto, tal vez, hasta fumaba.

Aunque no eran grandes sumas de dinero las que supuestamente sustraía ese muchacho, hacían mella en la economía doméstica. Eran ella y sus tres hijos y sólo contaban con lo que ella ganaba como secretaria y las pensiones de los muchachos.

Ni los hijos de Magola ni los compañeros de Miguel tenían conocimiento de lo que estaba pasando. Magola sólo había comentado lo que sucedía con esa niña, y era ella quien la había inducido a pensar en Miguel como culpable.

Miguel estudiaba en una universidad privada y por los comentarios de sus compañeros se sabía que era buen estudiante. Sin embargo una tarde regresó de clases, empacó sus pertenencias y se marchó. A los compañeros les dejó el catre, la colchoneta y la almohada con sólo cinco meses de uso, para lo que ellos quisieran.

Pasaron tres meses sin que Magola volviera a tener faltantes en el dinero que guardaba, pero con la primera quincena de septiembre detectó que de uno de los floreros de la repisa del Sagrado Corazón de Jesús habían sustraído algunos billetes.

Reaparecieron los faltantes y ahora además de dinero estaban desapareciendo algunas joyas de juventud que guardaba en un cofre de madera labrada, en el fondo de la cómoda.

En los sitios de las desapariciones Magola empezó a encontrar algunos indicios que cuidadosamente fue guardaba en un frasco de vidrio.

Meses después y llena de razones, una mañana convocó a sus tres hijos y a los dos costeños, con quienes tenía parentesco. Sentados en torno a la mesa de comedor, Magola comenzó el relato minucioso de los hechos y de las sospechas que había guardado sobre Miguel, y a manera de expiación de conciencia exculpó al muchacho.

Luego tomo en sus manos el frasco donde había guardado los hallazgos y le dio varias vueltas entre los dedos; estaba lleno de hebras largas de pelo amarillo. El menor de los hijos, como si supiera de qué se trataba todo ese drama, se tapaba la boca con el pañuelo para contener la risa.

Magola miró a su hijo mayor, destapo el frasco y se lo acerco diciéndole: Son de María Angélica, mijo, tu novia… ¡Es ella la ratera!

lunes, 3 de agosto de 2009

Los peluqueros

Las cosas en el tiempo desaparecen o se transforman para proseguir.

En los años 50 y comienzo de los 60 las peluquerías eran sitios sobresalientes, identificados por el pirulí en la pared de la entrada, una barra con franjas rojas, azules y blancas pintadas en espiral. Algunos eran luminosos y giratorios, otros, fijos.

Se diría en esa época que los peluqueros, igual que el son, venían de Cuba. Que yo recuerde estaban las peluquerías o barberías del señor Restrepo en la avenida Campo Serrana, al lado de lo que hoy es el edificio del Café; del señor Francisco Rojas, más conocido como Paco en la carrera segunda o Calle del Río entre calles 15 y 16 y la Cubana del señor Luís Socarrás en la calle 12 entre carreras cuarta y quinta, después se pasó para la avenida Campo Serrano con calle once cuando compró la que con lujo de detalles había abierto el argentino y jugador del Unión Magdalena Alberto Pascale.

No se trata esto de un estudio o investigación que me exija mencionarlos a todos, pero sí he de decir que también hubo peluqueros criollos, algunos viven todavía en pleno uso de sus facultades.

La peluqueada con el señor Socarras era la orden cuando las mechas sobresalían por encima de las orejas. Él siempre de camisa blanca de mangas largas y con las tiras del corbatín sin anudar. Era característico el olor del tabaco, fumaba Ducales, que venían empacados en una cajita de madera. Siempre pensé que esa era una peluquería para gente mayor. Para leer mientras se esperaba el turno sólo había, sobre una mesita, periódicos viejos.

En cambio donde Paco era diferente, para leer se encontraban, además de periódicos, ejemplares atrasados de la revista Bohemia y todos los paquitos de todos los personajes de la época. Cuando tocaba el turno de subir a la silla, era también el turno de Paco: tomaba la palabra para reiniciar el recuento de anécdotas contadas y recontadas, al extremo que el cliente debía permanecer sentado después de terminado el corte, para que Paco terminara también de contar la historia.

Paco se trasladó al barrio “los manguitos” donde siguió atendiendo a sus fieles clientes, y en el local quedó el señor Amadis, reconocido como el “Pelón”.

Entró en vigencia la era de los estilistas y los salones unisexis. Así, en esos salones, mientras tinturaban a una señora, en el lavadero se encontraba un señor con la cabeza espumeante de shampoo, en tanto que otro recibía tijeretazos al vuelo moldeándole un corte tipo ejecutivo.

Las peluquerías y barberías se vinieron a menos, pero no desaparecieron. Algunas se mantienen activas con dos o tres sillas, aunque por el aspecto general se concluye que las cosas no andan muy bien, pero se mantienen.

Las viejas peluquerías o barberías estaban provistas de sillas reclinables especializadas, con un solo pedestal, giratorias y levadizas. Los salones modernos sustituyeron éstas por las giratorias de oficinas, y los que menos por sillas plásticas.

Pero como las cosas después de alcanzar cierta dimensión empiezan a retroceder, o a renacer, encontramos hoy, en varios sitios de la ciudad, peluquerías al aire libre.

En la avenida Libertador, al bajar el puente de Mamatoco, encontramos debajo de un amplio toldo tres sillas plásticas en plena ocupación por sendos clientes cubiertos con la típica capa y cada uno atendido por un artista de las tijeras. En la avenida del Ferrocarril, por las proximidades del mercado hallamos dispersos dos o tres y así en otros sitios y barrios de la ciudad.

El pleno parque de Bolívar, estrenando sitio después de la remodelación, al caer la tarde encontramos al aire libre un peluquero en pleno uso de sus facultades artísticas, peluqueando a un cliente sentado en una silla de plástico y protegido por la tradicional capa.