martes, 24 de agosto de 2010

Del ser y sus máscaras

Los seres humanos somos tan imperfectos que para vivir en sociedad, a diferencia de los demás animales, requerimos usar máscaras. “No creo que haya un solo ser humano –dice Augusto Monterroso, escritor guatemalteco– que no las esté usando y cambiando constantemente, según las circunstancias”.

“Algunas máscaras son más permanentes que otras, pero siempre estarán ahí” afirma Monterroso, y nos cuenta la historia de la rana que quería ser una rana auténtica. La rana en cuestión se miraba al espejo y se acicalaba buscando cómo agradar a la gente, y descubrió que la gente admiraba su cuerpo. Se dedicó entonces a hacer sentadillas y aeróbicos, “… y dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo”.

La sociedad actual –y la de antes también– es un perfecto simulacro y sus gentes interactúan en un continuo movimiento de simulación. Desde los primeros años de la infancia comienza el proceso de normalización en el cual se castra la espontaneidad y con ello la posibilidad de ser. El niño, por ejemplo, es presionado a dejar el juego que lo entretiene para que salude de beso y abrazo a la vecina que llega de visita; que mucho gusto, que qué bueno que nos visite… ¡Mentira! Cuando lo que él siente por ella es temor y recelo porque es una vieja gritona y le pega a sus hijos. Igual ocurre con el primo odioso, pretencioso y egoísta, con quien le obligan a compartir el juego que él disfruta solo y que aquél vino a interrumpir: que sonríele a tu primito, sé amable y cariñoso con él, mira que por la tarde nos llevan comer helado y pizza… Y así empezamos el aprendizaje de colocarnos máscaras.

Como a los demás les gusta comprendernos, tenemos que hacernos comprensibles y actuar para que éstos se sientan agradados comprendiéndonos; por eso la necesidad de las máscaras. Con la máscara de la sonrisa agradable y tierna escondemos el disgusto, el odio, la envidia y la soberbia, y los demás se creen el cuento, como también nosotros en su momento, que es lo importante, Con la máscara de la congoja y la tristeza impresionamos y conmovemos a los otros para que actúen en consecuencia con nuestras pretensiones. Y así en el amor y en la amistad; una máscara para esconder las pasiones según el momento.

Lo importante no es tanto ser como parecer, y hay dos cosas que la sociedad aborrece: a los genios por sus genialidades y a los francos por sus franquezas, pues son los únicos que cometen la estupidez de ser diferentes a los demás, por eso son excluidos y vistos como locos.

Las máscaras son tan abundantes en algunos, que al querer encontrar su verdadero rostro pasan y repasan una y otra sin llegar a encontrarlo. Otros al despojarse de ellas, encuentran un hueco en lugar de cara. Pero todos en mayor o menor cantidad llevamos la nuestra: ese es el juego.

Gibrab khalil Gibran, cuenta del ser que se volvió loco –así lo señalaba la gente– cuando le robaron sus máscaras, y salió a la calle sin ellas. Pero cuando el sol besó su rostro desnudo ya no quiso usarlas más. Y aceptó su locura porque en ella encontró la libertad “…y la seguridad de no ser comprendido –dice–, pues quienes nos conocen y comprenden oprimen una parte de nuestra existencia”.

Cierto es, pues, que cuando nos va mal en algo es porque olvidamos usarla o porque no utilizamos la máscara adecuada


jueves, 12 de agosto de 2010

Los bastones blancos

“Para un ciego, un silencio total a su alrededor es como para nosotros un abismo tenebroso que nos separa del resto del universo”. (Ernesto Sábato)

Cuando llegué a la esquina, lo vi cruzar la calle con paso firme y decidido. De andar rápido, iba tanteando a cada paso con el bastón blanco. Golpeaba la calzada y el andén, la calzada y el andén hasta cuando éste se termino, entonces se detuvo, ladeó la cabeza, esperó un momento y continuó. En su marcha, sin detenerse esquivó un hueco y una piedra grande, y avanzó cuatro cuadras hasta llegar a la esquina de la avenida. Allí, como si lo hubiera visto, le habló al chequeador de busetas para que le detuviera la de alguna ruta determinada.
.
Había seguido a este hombre en ese trayecto que coincidía con el mío. Por un instante me sentí como Fernando Vidal Olmos, el personaje de Ernesto Sábato en “Informe sobre ciegos”. Vidal Olmos, obsesionado desde niño por el oscuro, misterioso y laberíntico mundo de los ciegos emprende una investigación del mismo, partiendo del supuesto que los ciegos integran una especie de secta o logia con cobertura internacional, dividida en estratos jerárquicos, con una extensa red de espionaje en la que incluyen personas normales, y que tienen el dominio del mundo.
.
.
Esta fantasía que Sábato expresa por su personaje refleja todos los interrogantes que pudiéramos hacernos a cerca de estos seres a quienes la naturaleza les negó la luz, pero que dotó de todo un aparato súper sensorial que les permite moverse por el mundo con más “claridad” que los que sí ven.
.
Los sordomudos tienen un mundo visible y por lo general se mueven en grupos. Los he visto en fiestas, procesiones, en la playa dialogando entre ellos con su lenguaje, o sería mejor decir idioma, manual; no se los oye pero con las manos y gestos arman verdaderas “griterías”. En cambio a los invidentes no se los ve con frecuencia, y no es que sean pocos. Casi siempre están solos o en compañía de un lazarillo.
.
En el imaginario colectivo al ciego se le ve, tal vez por su marcada limitación laboral y la misma visión que de ellos da la Biblia, como un individuo incapaz de valerse por sí mismo, como el menesteroso o mendigo en el atrio de una iglesia, en la entrada de un supermercado, en la puerta de un banco o sobre el andén, con gafas oscuras y la mano extendida esperando la caridad de la gente. De hecho, en la puerta de uno de los bancos en la Plaza de San Francisco todo el que entra o sale se topa con un ciego que no usa gafas, mostrando el daño de sus ojos y con el estribillo de: “Al que ayuda dios le ayuda…”. En la carrera cuarta, sentado sobre el andén, obstruyendo el paso de transeúntes, encontramos otro, todo el día con: “seño, señor…”. En ocasiones, ambos ocupan el mismo andén, se confunden las plagarías y forman entre ellos disputas verbales por el territorio. Los dos llegan puntualmente todos los días, transportados en motocicletas, antes de ocho de la mañana.
.
Los invidentes cuentan con escuelas y bibliotecas especializadas, y son muchas las enciclopedias y obras escritas en alfabeto braile. En ese aspecto el campo de la educación se ha abierto ofreciendo cada día más oportunidades y opciones, incluidos los últimos avances en computación.
.
Muchos invidentes han logrado culminar estudios profesionales y se desempeñan a cabalidad. Conozco de algunos muy destacados en la rama del derecho y de la música. Los hay también en el campo de la pintura y escultura. Esto los hace aún más inescrutables: cómo seres que jamás han visto la luz pueden representar cabalmente las formas y colores del mundo exterior, de una realidad ajena a ellos por la oscuridad. No obstante, sigue siendo asombroso encontrarse de frente, cara a cara, con una persona de esas condiciones y sentir el peso de unos ojos que nada dicen, que no expresan ninguna emoción.
.
Ese mundo de la oscuridad, esos laberintos enigmáticos en que transcurre la existencia de estos seres es algo tan complicado y misterioso, que no hay luz que nos permita verlo con claridad.

jueves, 5 de agosto de 2010

Una carta al Niño-dios

Revisando papeles halle esta carta que quiero compartir con ustedes, dice así:

Diciembre de 2008

Querido Niño Dios:

Se te hará raro que te escriba a estas alturas de la vida. Creo que la última vez que lo hice fue hace más de medio siglo, en las carticas impresas que nos daban en el almacén Lola. ¿Te acuerdas? Todo lo que hacíamos era escribir el nombre y marcar con una x en las casillas de los juguetes que queríamos de aguinaldo. Por la noche, en la novena, las colocábamos a los pies de tu imagen en la iglesia.

Recuerdo que nunca, durante los años que te escribí, recibí los regalos que te pedía en la carta, siempre eran otros diferentes. Un día, después de la novena en la iglesia, descubrimos el porqué. Un hermano franciscano, con la cabeza cubierta con la capucha, recogió las cartas, las llevó al patio y les prendió fuego. La candelada fue grande y el hermano nos vio. Al verse sorprendido nos dijo que quemaba las cartas porque así el humo llevaba más rápido al Niño Dios los mensajes con las listas de juguetes.

Eso era mentira. Pura mentira. Sabrá Dios por qué diablos este hermano no quería que el Niño Dios se enterara de los juguetes que queríamos; pues primero que todo el niño no nace sino hasta el 25, así que qué mensajes iba a recibir en las columnas de humo antes de nacer y segundo, en el humo se confunden las listas y se formaba todo un despelote con los pedidos.

Ese hermano lo que debía hacer era guardar las cartas y entregárselas a la virgen para que se las leyera al niño cuando naciera.

Por eso, querido Niño Dios, no volví a escribirte. Hoy, aunque las cosas no han cambiado mucho y más bien casi todo el mundo miente, te escribo porque, independiente de lo que uno piense o quiera, esta es una época en que se revuelven sentimientos y afloran algunos que creíamos desterrados. Además, resulta más fácil y rápido por internet, pues como te darás cuenta los niños desde el vientre materno ya manejan el computador y tienen su propio correo para comunicarse con las mamás y los médicos: las ecogranet. Así que cuando nazcas sólo tienes que abrir en www.ninodios@cielonet.com y allí está mi carta.

Esta vez escribo no para pedir juguetes, pues aunque no siempre tuve los que quise, por las interferencias que anoté, sí tuve la fortuna de ser complacido, al menos en parte, en los caprichos y demandas de aquella vieja época.

Te escribo hoy en primer término para agradecerte por traer a mi madre hasta esta jornada, como bien sabes, en abril cumplió los 90 y en estos días está que no cabe de felicidad por la llegada de Samuel, su segundo bisnieto (ella cumplió 92 y Samuel 2). En segundo, y a pesar de no haber sido un angelito, por las cosas que me has dado; como el mantenerme vigente hasta ahora. Eso, como dice el “Cheque” Linero, ya de por sí es mucha riqueza.

No me diste dinero, pero en cambio sí la fortuna de poseer aptitudes y cualidades que no se pueden adquirir con ninguna suma de dinero por grande que sea. Eso es muy bacano y te lo agradezco mucho, ¿sabes?

Te agradezco igualmente por la calidad de hermanos, esposa e hijos que tengo, todos ahí, luchando con y por la vida, pero bien; parte sin novedad. Gracias por eso, viejo man.

Por último, ñía, para terminar, sería bueno que convencieras a la gente, en especial a esa que lleva máscaras sobre máscaras, que la verdadera paz y el amor a la vida está dentro de nosotros y que la consigna diaria es: “No hagas a otro lo que no quieras que hagan contigo”.

Chao, pelaito, cuidade.