sábado, 31 de diciembre de 2011

La piedra



Quién pudiera pensarlo. Ahí está: inerte, sin mácula, inofensiva. Producto seguro de otra violencia. Una explosión, tal vez, o quizá un golpe o, de pronto, la desintegración erosiva de la roca madre. La lluvia y los demás elementos se encargaron de borrar todo rastro.

Ahí estuvo, también, tirado todo el peso de esa inmensa humanidad convertida en carroña. Sólo bastó un David que la agitara en su honda y la pusiera con fuerza en la frente del gigante.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Cómo se hacía el pesebre en mi casa


Había hecho ya el recorrido por los almacenes Universo y J. V. Mogollón en busca de la paja, fina viruta de madera, que servía para proteger los artículos de loza o de cristal en las cajas de empaque.

Por la tarde fui hasta el almacén la Estrella Matutina para comprar dos sobres de anilina verde y amarillo. Debía añadir amarillo al verde para rebajar la tendencia azul que traía éste y semejarlo más al verde vegetal. Allí me regalaron algo más de paja.

Temprano, al día siguiente, sumergí la paja en una olla con agua en la que había disuelto la anilina. Luego de unos minutos, cuando se había impregnado el color, la sacaba y escurría para extenderla en el piso sobre periódicos, para que se secara al sol.

Teníamos listo los pliegos de papel de bolsas de azúcar y harina, y de otro que llamaban encerado, eran dos hojas unidas por una sustancia cerosa negra, lo que le daba consistencia y grosor. El papel era de color caqui o café claro. En un carro de mula habíamos traído, desde el viejo depósito, las cajas de madera, que eran de pino, donde venían empacadas las botellas de whiskey, los huacales en los que embalaban las baldosas para pisos, y dos viejas mesas: una mediana y otra pequeña. Con un frasco lleno de chinches, estábamos listos armar el pesebre de ese año.

Era diciembre de 1960. El señor Manuel Alejandro Cabas, quien venía armando el nacimiento desde hacía varios años, había resuelto no volver más. De modo que nos correspondía esa labor y, sin mucho reparo, resolví asumirla.

La regla uno era: nada de pesebre esquinado. De modo que me encontraba sólo frente a la pared desnuda. Sentado en el piso frente a ella, la observe por un buen rato pensando en qué hacer, cómo empezar. Había visto varias veces al señor Cabas, pero no retenía lo que consideraba la parte más difícil: el comienzo.

Igual que sucede cuando estamos frente al un lienzo o a una hoja de papel o a la pantalla del PC en blanco, así estaba yo frete a la pared, hasta cuando sucedió lo que debía suceder, apareció una luz, y manos a la obra. La mesa mediana sería el centro de la estructura, pero no pegada a la pared porque así sólo serviría para sostener los demás elementos, de modo que quedó a cierta distancia de ésa. Sobre la mesa, apoyados sólo en una parta y la otra contra la pared, fui colocando huacales y cajas dando forma a lo que sería una gruta y a los cerros, que alcanzaban una altura de casi tres metros. Delante de esta mesa quedó colocada la pequeña e intercalando cajas y huacales llegue a la altura mínima sobre el piso. Una caja aquí y otra allá y listo, estaban formados los lados y terminada la estructura.

Reglo dos: pies calzados, para evitar un chinche clavado en la planta del pie. Cubierta esta advertencia, y pisando con cautela para evitar un traspié y terminar enhuacalado en el suelo, continué con la siguiente etapa.

Regla tres: nada de chinches en la boca. Con varios pliegos en la mano y el franco de chinches en un lugar seguro, empezaba la magia de crear montañas. El papel, luego de arrugarlo para hacerle quiebres, se tomaba con las dos manos y con movimientos hacia adentro o hacia el pecho, se la iba dando cierto englobamiento y se iba fijando con las chinchetas a la madera de las cajas, procurando dejar espacios planos. A medida que se iba cubriendo la estructura con el papel se colocaban las casquillas o portalámparas para bombillos grandes, de 110v, para que quedaran camuflados; el de lo alto  amarillo-naranja para dar efecto de sol naciente, dos amarillos para iluminar el interior de la gruta, y otros verdes, azules y naranjas para producir efectos variados en el armazón.

Cubierto todo con el papel se apreciaba ya una mole formada por cerros, valles y planos. Los espacios entre pegas y vértices se rellenaban con la paja, lo cual terminaba por darle el acabado definitivo de una porción de terreno en miniatura al que con papel de celofán y círculos de espejo se dotaba de ríos y lagos. En alguna ocasión una amiga de casa nos trajo musgo de Bogotá, después esta práctica fue desterrada por preservación de la naturaleza.

La siguiente etapa era distribuir las instalaciones de foquitos los cuales se fijaban en pliegues del papel sostenidos con alfileres. No hubo regla explicita, pero los dedos maduraron de tantas pinchadas de alfiler, y quedó aprendido para siempre que cuando hay corriente no se debe meter el dedo en una casquilla ni juntar dos cables de diferente polaridad porque, además del chispotazo del corto circuito, se puede propiciar un incendio. Igual, no dejar cables descubiertos y sobre todo mantenerse aislado del piso y de cualquier contacto con la pared para evitar el remezón de un corrientaza. Debí padecerlos más de una vez para aprender la lección.

Iluminado completamente el pesebre, con los dedos hincados y la sensación de estar electrizado, se colocaban las imágenes de María, José, el burro y el buey. En casa resolvíamos el problema del viaje de los tres reyes magos ubicándolos de una vez. Sólo el niño quedaba guardado en su cajita de cartón a la espera de que llegara  nochebuena para hacerlo nacer, colocarlo sobre su canastilla.

El resto se llenaba de fieras en los cerros, extensos rebaños de ovejas y cabras con uno o dos pastores, en los planos próximos a la gruta. Patos y peces nadando en ríos y lagos. Uno o dos caseríos con sus respectivas iglesias. En casa éstos eran de cartón en un principio y después de plástico. Me fascinó, hace unos años, ver en la capilla del asilo de ancianos las casas y edificaciones hechas por el sacerdote en icopor, con todas las características arquitectónicas, supongo, de aquella vieja época en Jerusalén.

Así como encontramos iglesias no es de extrañar que hubiese también algún tren eléctrico o una monja regando maíz a los pollitos, y al lado de una estampida de animales salvajes, una o dos busetas de servicio intermunicipal o algún helicóptero si no un jet a punto de decolar. Las plantas pequeñas en materas se colocaban alrededor de la base, lo que les daba un toque especial.

Con los años aparecieron en el comercio papeles cubiertos de verdor y la paja desapareció. Los almacenes agáchate popularizaron las instalaciones de cientos de foquitos multicolores e intermitentes que reemplazaron los “ajicitos” de instalaciones en serie de sólo ocho bombillitos.

Para mí fue siempre una interesante aventura armar el nacimiento en casa. Lo hice en casa de mis padres hasta cuando mi esposa me sacó a vivir aparte, entonces lo continué haciendo en la nueva vivienda. Ahora es mi hija menor la que se entusiasma con ello, pero igual que con los gatos y la perra, es a mí a quien corresponde la lidia, por decirlo de alguna manera.

Se ha ido perdiendo la devoción o practica de hacer el pesebre. He visto casas donde antes se entusiasmaban por hacer aquel promontorio artificial, reducirlo a una canastilla con un papel verdoso en el fondo sobre el que colocan las imágenes y una que otra ovejita descarriada, con algunas lucecitas intermitentes. Son curiosas y llamativas artesanías que exigen los cada día más reducidos espacios en las viviendas.



lunes, 28 de noviembre de 2011

Los sonidos del silencio

Cuando cruzaba la etapa de los 16 a los 20 vi una película: "Los sonidos del silencio". Un joven termina la secundaria y se enfrenta con los lios de la vida. Me ubique en ese trance, y me impactó, me marcó, la música de la película con letra en ingles. Hoy encontré una versión en español y la letra se corresponde con mi sentir de aquella época y que aún hace eco en mi vida.

Déjemne compartirlo con ustedes.

http://www.youtube.com/watch?v=L3vCaKoTY6c


Un gran abrazo

martes, 20 de septiembre de 2011

Son recuerdos

Afloran a la memoria momentos ya olvidados, se vienen casi siempre cuando alguno de los participantes muere, para al poco tiempo volver a olvidar.
 
En estos días murió Mercedes Sosa. Se me vinieron encima cosas del final de los sesenta. José Luís Díaz Granados estrenaba El Laberinto y Luis Fayad publicaba Los sonidos del fuego, la fotografía de Luís en la contratapa fue tomada por mí. Me había visto tres veces Bella de día.

Escuchábamos a Piero, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa. Bebíamos aguardiente Néctar y fumábamos cigarrillos Pielroja. El tufo que generaba era demoníaco -decían. Nosotros nos sentíamos en la gloria.

Ella vestía con una sola pieza de tela blanca que traslucía los pezones erectos de sus senos sueltos y la pequeñez del biquini rojo. Sus ojos, verdes, grises, pardos, variaban de color con la variación de sus emociones mientras danzaba dando giros y azotando su larga cabellera contra la mejilla. El se limitaba a asirla por la cintura en impulsarla para que los giros fueran más rápidos. Reían a carcajadas para terminar después abrazados y tirados sobre la cama, con el tendido rebujado.

Era toda una maraña humana desbordante de amor y sexo. Comenzaba sobre el lecho y los alcanzaba el sol de mediodía acostados desnudos en el piso sobre el tapete.

Alejandra, sólo Alejandra, apareció. Dejaba su alegría y placer por la vida y se iba para regresar. Era como un ángel o un espanto que aparecía no sé de dónde y se iba igual para algún sitio. Nadie sabía nada, tampoco se preguntaba. Era ella, Alejandra, y eso bastaba.

Su recuerdo, igual que otros, se había perdido en los vericuetos de la mente y extrañamente aparece ahora que ha muerto Mercedes Sosa. Tal vez removido por tantas canciones de ella que se han escuchado en estos días.

Una mañana lluviosa, después de saborear un café bien cargado y sin azúcar, y compartir un Pielroja hasta consumir el indio, Alejandra dijo: chao, nos vemos.
 

sábado, 3 de septiembre de 2011

Ah, esa vieja foto.

La foto de postal. Esa en que está con sus trenzas amarillas,  sus ojitos color miel y su boca de finos labios. Su boca de fruta fresca, con sabor a níspero maduro, a mango biche con sal, a jobo salado. Ah, ¿te acuerdas del jobo? Boca con sabor a besos de matinée, a crispetas, a caramelo. Esa foto de niña joven con su uniforme escolar de rayas y cuadros azules y blancos. Esa foto de aquel presente que está ahí, pero ya no es. Ahora huele a papel químico viejo, a goma reseca. Ha pasado mucho tiempo y éste arrasó con sus aromas y encantos juveniles.

Los colores de la foto, a pesar de los años que sobre ella han pasado, aún se conservan.  Se notan las grietas del cuarteado como surcos de una historia indescifrable. Y el desgaste que el tiempo ha hecho sobre ella a pesar del vidrio del portarretrato que la ha protegido.

Con madera amarilla de pino, de retazos recogidos en la carpintería del barrio, hizo ella el portarretrato en clase de manualidades. Con extremada delicadeza y cuidado labró con un cuchillo las aletas laterales que soportarían el vidrio. Dañó madera y derramó lágrimas hasta que pudo, por fin, acodillar los extremos de los laterales para el adecuado acople a cuarenta y cinco grados de las esquinas. Terminada la labor y obtenida la nota de aprobación, el portarretratos fue a dar a la caja de cartón con juguetes en desuso y muñecas viejas y descabezadas que mantenía en un rincón del clóset.

Esa tarde en matinée cuando Antonio interrumpió un largo beso para pedirle una foto lo primero que llegó a su mente fue el portarretrato. Algo en lo que ella había puesto todo su empeño era lo apropiado para simbolizar su amor por él. Al llegar a casa, Ursula busco en el álbum de fotografías que con esmero le llevaba su madre con fotos desde el primer día de nacida y escogió la más reciente: esa, en la que aparece con trenzas y con uniforme del colegio. Hubo de recortar los lados para ajustar el tamaño y hacer que cupiera en el portarretrato. No escribió ninguna dedicatoria. Por el respaldo sólo aparecía la fecha en que fue tomada la fotografía y la edad: febrero 1974 14 años. Rescató el portarretrato refundido entre juguetes en la caja de cartón, colocó la foto y lo metió en una bolsa de papel que  guardó en el bolso escolar para entregárselo a Antonio la próxima vez que se encontraran.

Durante años aquel portarretrato ha permanecido ocupando un puesto visible en la biblioteca de Antonio. “Ese es mi talismán”, decía a quienes le preguntaban por esa niña y el curioso portarretrato. A su esposa le respondió un día, como para clausurar el tema: “Esa foto y ese portarretrato son parte de mi vida cuando adolescente, de mi historia personal en el antiguo testamento, mucho antes de que tú aparecieras en ella, por lo tanto no te corresponde; por favor, no hurgues en ello”. Nunca más se mencionó el asunto. No obstante, la esposa de Antonio cuando sacudía el polvo la biblioteca  se detenía largo rato viendo aquella foto, algo descolorida, de la niña de trenzas amarillas y uniforme de cuadros y rayas azules y blancos.

Pasado el último encuentro, una tarde Antonio se detuvo largo rato, con el portarretrato en las manos, contemplando la foto de Ursula de aquel presente a los catorce años. Paladeaba el sabor de aquellos besos de escolares y cerró los ojos para dar paso a las vívidas imágenes de los encuentros y salidas juntos. Abrió los ojos y contempló nuevamente la fotografía. “No eran la  misma persona, por supuesto, la mujer de sus amores, ensueños e ilusiones se había quedado encerrada en ese portarretrato de madera de pino”.

Antonio, haciendo eco a las palabras de Ursula y aceptando que sus realidades ahora eran otras y que entre ellos sólo podría mantenerse una amistad, se dijo: “Sí, Ursula, como tú dices, dejaré quieta esa foto en su portarretrato, pero lo que no lograras nunca es que me separe de éste, el de madera amarilla de pino con tu foto de colegiala”.

FIN

viernes, 5 de agosto de 2011

Deja esa foto quieta en su portarretrato

Ursula y Antonio mantuvieron una relación estrepitosamente ardiente. Se amaron. Se amaban tanto que a no dudarlo estaban sintonizados en la misma frecuencia. Como los personajes de una novela famosa, Ursula y Antonio no acordaban los encuentros, simplemente se encontraban. Se veían en la cafetería del almacén Ley, en la esquina de la 18 con 5ª, en el Café Bucaramanga. Tan extraña era la sintonía entre ellos que en una ocasión Antonio iba a bordo de un bote bordeando los acantilados de Taganga, y de pronto le entró un afán por llegar a la orilla y cuando el bote tocó tierra, ahí estaba Ursula con una amigas. Por supuesto, Antonio saltó a tierra y se fundió en tan apretado abrazo con ella que los huesos sonaron y el sonido de éstos se escucho en el bote que se alejaba continuando su curso.

Ninguno de los dos tenía forma de comunicarse con el otro. En casa de Ursula no había teléfono y ella desconocía el número del de la casa de Antonio. No obstante, esa sintonía entre ellos les permitía encuentros que quizás no se hubieran dado tan bien si se los hubieran propuesto. Se encontraban caminando por el camellón con ganas de darse un baño de mar por los lados de Tahití y listo, ambos estaban preparados para ir a playa, provistos de vestidos de baño y toallas. Se encontraban, a veces, después del mediodía caminando por la avenida Campo Serrano y sin mediar palabra Antonio asía a Ursula de la mano y se iban directo al apartamento de un amigo de él donde pasaban la tarde tejiendo entre ambos una enmarañada red para que el amor no se les escapara.

Una tarde de cualquier día Ursula le dijo: “Viajo mañana”. No dijo adónde iba ni por qué ni para qué, sólo lo abrazo, le beso los labios, dio media vuelta y avanzó a lo largo de la calle. Antonio, con las manos entre los bolsillos del pantalón, con los ojos bien abiertos y una extraña mueca en los labios, la siguió con la mirada hasta cuando Ursula desapareció entre la gente y la distancia.

Pasaron varios años. Cualquier tarde Antonio recibió una llamada telefónica: Hola, como estás… Sólo llamaba para saber de ti, te mando un beso, chao. Era Ursula y no dijo nada más. Pasado un tiempo se repitió la llamada pero igual, no dejaba saber nada de ella, ni dónde estaba.

Antonio debió viajar a Bogotá. En una esquina de la calle 26 con carrera 7ª se topó con ella. Ursula se conmocionó y quiso escapar, mas Antonio la detuvo asiéndola por los brazos. No puedo verte… Olvídate de mí…  Por favor déjame ir. Ursula siguió a paso rápido y se esfumó entre los transeúntes. Días más tarde Antonio, presintiendo que ella vivía o trabajaba por el sector, empezó a merodear por ahí. No tardó mucho cuando un día se toparon de nuevo. Igual que hacía cuando se encontraban en la avenida Campo Serrano en Santa Marta, la tomó de la mano y sin mediar palabra la condujo a un apartamento cercano. Ella no ofreció resistencia. No hubo preguntas ni reclamos. No hubo diálogo alguno, solamente se amaron hasta ya entrada la noche. Estando ya en la calle se besaron una vez más, y ella se alejó de prisa.

Pasaron ventidos años. Cada uno hizo su vida, hubo otros amores y llegaron los hijos. Una tarde, con el sol ya anaranjado y cercano al horizonte, se encontraron en Santa Marta. Ursula esperaba un taxi frente a la alcaldía y Antonio salía del café del parque. Sin sorpresa ni mucha emoción se saludaron de beso, como si apenas hiciera algunas horas que hubieran dejado de verse.

Antonio la miraba y recorría todo el cuerpo de Ursula con la vista. Estaba tan alta como siempre había sido, pero con las caderas más anchas y las nalgas más notorias y macizas, sus tetas medianas sobresalían ante la ausencia de protuberancia abdominal. “Aja, y ahora qué. Nunca me has visto”. Antonio la tomó del brazo y cruzaron la calle para entrar en el café. Se hicieron en la mesa más apartada y estuvieron largo rato conversando, no sé de qué, y cruzando miradas que terminaban con sonrisitas picarescas como de novios de aquella vieja época en matinée. Intercambiaron números de teléfonos y direcciones electrónicas, y se despidieron.

Desde el principio Antonio hizo intentos por soplar sobre las cenizas del viejo fogón tratando de revivir el fuego, pero Ursula en forma categórica le dijo que eso ya era una etapa superada, que dejara ese presente por allá lejos. No se refería al pasado como tal sino como aquel o ese presente.

Hablaban por teléfono con mucha frecuencia o se escribían por correo electrónico. Se encontraban esporádicamente, ahora sí, con previa cita. Se estaban, entonces, toda la tarde o todo el día como dos viejos amigos hablando  de sus vidas y proyectos, y de pronto, muy fugazmente, juntaban los labios en un beso espontáneo que terminaba en risotadas. Ursula tenía mucho aprecio por Antonio y le gustaba su amistad, en verdad se querían, pero se mantenía firme en que todo había quedado en aquel presente de hace más de veintidos años. Antonio no perdía oportunidad para intentar remover cenizas. En una de esas Ursula le dijo: “Mira Antonio, ya hemos conversado bastante sobre eso; de una vez por todas te lo pido, deja  esa foto quieta en su portarretrato”.

El otro: Torre de papel 1947

lunes, 18 de julio de 2011

Fue una dolorosa huida

Si claro, nos perdimos ese día de pasar un agradable rato en la arena, y también entre olas, pero solos y viendo que esos cuatro bogas se nos venían encima o de pronto era sólo paranoia nuestra o mía. De todos modos en un sitio tan extenso y solo, completamente solo, corríamos el riesgo de ser atacados y hasta quién sabe que otras barbaridades más. Y las intenciones de ellos eran claras, muy claras; al menos eso parecía.

Corrimos sobre esa arena caliente y los pies terminaron por ampollarse. Algunas ampollas se reventaron y la piel de las plantas  lacerada por el roce con la arena y las piedras sangraba. El ardor era insoportable. Ella lloraba y durante un largo trecho la llevé en brazos, parecía una nenita. Habíamos salido de la arena pero el asfalto estaba caliente y blando. No teníamos calzado, lo habíamos dejado en la playa al salir corriendo.

A la sombra de un trupillo nos tiramos al suelo y allí, recostados al árbol, logramos descansar. Ursula alcanzó a dormir, hasta roncó. Yo velé su sueño por largo rato hasta cuando un taxista se detuvo y se ofreció a llevarnos. 

Había dicho Antonio, días después, cuando nos encontramos en el Café Bucaramanga

domingo, 10 de julio de 2011

Solos en la inmensa playa

Antonio y Ursula tomados de la mano cruzaron la extensa playa de arena blanca, centelleante por el sol de las diez. La espuma permanecía instantes sobre la tierra después de retirada el agua de las olas. Eran ellos los únicos en la inmensa playa.

Antonio se deshizo de la ropa y quedó en pantaloneta, de cuadros escoceses rojos y verdes.  Ella desabrochó el jean y mirando a Antonio  con una sonrisa maliciosa,  lo fue deslizando hacia abajo ayudándose con movimientos sinuosos de su cuerpo. Al terminar cogió el pandero formado por la prenda con la punta del pie derecho y con una fuerte oscilación de la pierna hacia fuera lo puso sobre la cara de Antonio que sentado a un lado, con las piernas entrecruzadas, se había deleitado observando ese ritual de desvestida.

Quedó ella con una camiseta blanca, sin promoción alguna de marca comercial, que caía sobre el pequeño pantis negro del biquini. Ursula extendió la mano a Antonio invitándolo a que se levantara y la acompañara a meterse en el agua. Apenas entraban cuando una ola los cubrió envolviéndolos en un manto de espumas y arena. Cuando retornó la calma Antonio se quedó extasiado viendo a Ursula.

La tela mojada de la camiseta cubría los voluptuosos senos y transparentaba las rosetas de los pezones erectos de Ursula. Se acercaron, se abrazaron y besaron. Chapoteaban el agua echándosela encima el uno al otro. Gritaban y reían a carcajadas gozosas y se abrazaban de nuevo. Estaban radiantes; la vida, la arena, el sol y la playa eran sólo para ellos.

Detrás de la serranía, que entraba hasta el agua, apareció un bote grande con cuatro bogas que cruzaba en diagonal hacia mar adentro. La pareja vio pasar el bote y siguió en su jugueteo. Salieron del agua y se tiraron boca abajo sobre la arena, juntos los cuerpos. Antonio recorría con sus dedos las curvas de Ursula  mientras en susurros cantaba: “Yo quiero dibujarte, con mi boca…” y se acercaba y le daba repetidos besos en los hombros, la nuca y espalda de ella.

Estaba en esas, Antonio, cuando de pronto distinguió una sombra cerca de la orilla. Era el bote que se había devuelto y tres de los hombres de pies, con la mirada hacia donde ellos estaban, se disponían a saltar a tierra. Antonio tuvo un mal presentimiento y con inusitada destreza recogió la ropa y emprendió la carrera arrastrando consigo a Ursula que sin tener cabal idea de lo que ocurría daba zancadas para mantenerse al ritmo de él

El otro: Torre de papel 1947


martes, 5 de julio de 2011

Entre ella y la botella

Ursula cayó rendida a los pies de Antonio. Había dado vueltas y vueltas impulsada por el sonido de un saxo romántico: Bob Fleming, tal vez. Trigueña, de pelo largo y ceñido al cráneo que se extendía por la espalda en una larga cola. Cubierta por una amplia túnica blanca que traslucía el rojo encendido de sus diminutas bragas, danzaba en medio del salón. Giraba sobre sus pies y su vestido formaba ondas como volutas de humo que dejaban al descubierto las piernas hasta el origen.

Desde el piso se arrastró hasta alcanzar el cuarto escalón y quedar sentada al lado de Antonio. Acezante pidió un trago. La botella de ron estaba entre los dos. Frente a ellos Sebastián, acompañante de Ursula, con otros del grupo reían y fumaban sin hacer caso a la pareja sentada en la escalera.

Antonio sirvió dos tragos. Su brazo derecho rodeó a Ursula por la nuca y le acercó la copa a los labios. Ella, asiéndole la mano, la empinó echando la cabeza hacia atrás. Ahora sonaba música de flauta con fondo de tambores.

Antonio y Ursula continuaron sentados en el cuarto peldaño de la escalera entrecruzando miradas y apurando cargados tragos de ron. En esas se acercó Sebastián solicitando que por favor le sirvieran dos tragos. Antonio tomó la botella y dos copas; las sirvió a menos de la mitad. “Poquito, pa´ que rinda”, dijo Antonio.  Sebastián, con los ojos bien abiertos, se quedó mirándole la cara y respondió: “Nojoda, pero si la botella es mía”.

Antonio se puso de pies. Con la mano izquierda tomó la botella y, estirando el brazo, se la entregó a Sebastián sin pronunciar palabra. Dio media vuelta y con la misma mano asió el brazo derecho de Ursula y con pasos firmes y rápidos se fueron escaleras arriba.

Otro día de 2011

domingo, 3 de julio de 2011

De qué hacer

Ahí está, un lienzo libre de pintura
limpio que ni una mancha.
La hoja de papel en blanco
flamea con el viento
y refleja la luz solar.
Algarete bodegones, paisajes
pájaros y rostros.
El verso de algún poema
la frase de una prosa.
Todo ahí en ebullición
El ego inflamado tabicó la salida
Que no salgan, y qué
Ya se los han gozado
Ya los he vivido
Es momento de asentarse, al fin.
Después de 63 que va con el ayer.
Es el hoy, el ahora y ahí están
el lienzo libre y la hoja en blanco
para empezar o continuar.

11 de junio de 2011

Otro Blog: Torre de papel 1947

tres notas

Pa que respete

Giró un poco hacia la izquierda,
tomó impulso y con el dorso de la mano derecha
le puso una sonora gaznatada.
"A mi me respeta, so pendejo. Yo vine aquí
a comprar no a que un insolente como
usted me falte al respeto", dijo ella y se marchó.

11 de junio de 2011


Soledad

Hay personas que buscan estar solas y cuando ya están solas se sienten abandonadas

28 de mayo de 2011


El silencio

Me agrada mucho deleitarme en la capacidad de la palabra, pero me complace aún más saborear las posibilidades de mi silencio

Algún día de 1990

Yo sólo quería tocarte

¿Soy acaso un piano o algún otro instrumento
para que me estés tocando por todas partes?
Efectivamente, eres como un delicado violín
con sus cuatro cuerdas bien templadas y afinadas
con las que eres capaz de emitir los sonidos más bellos
que jamás escuchara el Universo.
Mi mejilla reposada sobre tu vientre
mientras mis dedos te pulsan una y otra vez
en un sonoro pizzicato.
Y de nuevo al rozarte con el arco suspiras y exclamas
en la más alta octava, todo el desfogue de tu pasión.

Joaquín Antonio