lunes, 21 de junio de 2010

Las Primeras letras

Llegamos al colegio San José. Acompañaba a mi madre que iba a conversar con la rectora sobre asuntos relacionados con actividades lúdicas en que participaría mi hermana mayor.

Mi madre conversaba con la señora Victoria Varona, rectora, sobre los preparativos mientras yo recorría con la mirada todos los puntos de la oficina de la dirección. Entre cuadros y adornos me llamó la atención un tazón de vidrio lleno de boliches de colores.

La seño Victoria al ver que mantenía la mirada fija en los boliches, pregunto: Te gustan. Sí, sí me gustan, respondí. Si vienes mañana a clases te daremos muchos boliches de esos, afirmó la seño.

Queda claro, pues, que mi arribo a la escuela no fue por interés a las letras ni al conocimiento sino movido por la promesa de unos boliches que nunca se cumplió. Llegué en el segundo semestre y esos tres o cuatro meses, olvidada la promesa, fueron el comienzo de mi etapa de estudiante que, aparte de alguna que otra dificultad, es la que más me he gozado de la vida.

Asistí a clases, al siguiente día, de pantalón corto (así nos vestían), camisa de cuadros y zapatos de cuero medias botas, y colgada al hombro una bolsita de tela azul claro, como una mochila, en la que llevaba un frasco con fresco de leche con chocolate, como merienda.

No recuerdo el nombre de la maestra encargada del grupo. Era una mujer joven, muy bonita y nos trataba bien. En cambio, la del otro grupo, más avanzado, sí que era diferente: regañona, fea, alta, flaca y pálida; tenía una rara conformación de boca que parecía que mantuviera los labios apretados, como si estuviera brava todo el tiempo. Era la temible seño Matilde.

Por alguna circunstancia, un día la seño Matilde se quedó a cuidar el grupo y a enseñarnos los números: “El dos parece un patito” y aprendimos el dos, cuando habló del tres y lo dibujó en el tablero, le dije: “seño, el tres es como un gallinazo de los que dibujamos en los paisajes, pero de lado, ¿verdad?”. Se me acercó sin dejar de mirarme y me dio un fuerte tirón de oreja, para que no hiciera “comparaciones insulsas”.

El primer libro, si así puede llamarse, fue la “cartilla de cartón”, con el abecedario en minúsculas de un lado y en mayúsculas del otro. La forma más fácil de portar era doblada en cuatro y acomodada en el bolsillo trasero del pantalón. Al poco tiempo quedaba convertida en cuatro pedazos. Después pasarnos al libro de verdad, la cartilla “Alegría de leer”.

Hice ligas con dos compañeras: Isabel y Celina, desordenadas a cuál más. Con ellas conocí los primeros castigos: de pié frente a un rincón del salón y sin recreo. Isabel era blanca, pálida y llena de pecas, le decían la rana, y Celina era morena. Nunca más las volví a ver.

A la salida del colegio, siguiendo la recomendación, me iba derechito a casa por toda la carrera sexta. Derechito por decir. Con Celina nos acompañábamos hasta la calle de la Cárcel, allí ella doblaba. Hacíamos el recorrido en zigzag, pasando de un andén a otro, recogiendo y tirando cosas o chapoteando aguan en los charcos.

En la esquina de la calle Grande con carrera sexta, permanecía un señor metido de cabeza en un extraño mueble de madera. Era el dueño de la Foto Ospina en la puerta del local aprovechando la luz del día para retocar los negativos. Allí nos deteníamos un rato observando las fotos de la galería.

Más adelante en la esquina de la calle de la Acequia, en la tienda del chino Rafael Tang, nos deteníamos para ver cargar el hielo en los carritos de mula amarillos y luego de meternos por el “túnel” formado por las puertas de la droguería del señor Arturo Redondo Pana, cada uno cogía para su casa.

Nunca recibí un boliche y las veces que me crucé con la seño Victoria, por puro temor reverencial, no fui capaz de recordarle la promesa. Tampoco vi nunca a los demás niños jugar con boliches, lo que me hace pensar que estaba prohibido y los que vi en el tazón en la rectoría no eran sino el cuerpo del delito, decomisado a los infractores.

El día de la sesión solemne, a fin del año escolar, asistí vestido de pantalón corto, camisa blanca y corbata de abrochar detrás del cuello. La seño Matilde como maestra de ceremonia empezó a llamar a los niños para hacer entrega de los premios por: asistencia, buena conducta, aplicación, orden y disciplina, aseo personal, etc. Cuando ya parecía que todo había terminado, resonó en el recinto la voz de la seño Victoria cuando pronunció mi nombre y exclamó: “Premio de esperanza”