miércoles, 28 de julio de 2010

Fetichismo patriotero

Hay expresiones que por mucho que tratemos de analizar y comprender siempre quedan en suspenso. Entre esas está “amor”, que para medio asimilar acompañamos siempre con algún adjetivo: Amor fraternal, paternal, platónico, divino, etc. En su comprensión, lo más acertado es que amor está encadenado como sinónimo de apego, y tal vez por ahí sea más entendible, al menos entre personas. Pero lo que sí es todavía más difícil de entenderes ese amor por las cosas, eso de amor a los árboles, a las aves, al suelo o, más aún, amor a la patria.
.
Miguel Antonio Caro, dijo: “Patria te adoro en mi silencio mudo, y temo profanar tu nombre santo. Por ti he gozado y padecido tanto cuanto lengua mortal decir no pudo”. Amor a la patria. A ese pedazo de tierra donde nacimos o donde fuimos acogidos, extensible al todo que lo contiene, que suele simbolizarse por el escudo, el himno o la bandera. No sabemos muy bien cómo es eso, pero amamos la patria. Y como es algo que desde niños nos inculcan, llega a ser cosa común y corriente que se “ejercita” sin mucha conciencia de ello. O es que acaso no se ha dado cuenta cómo se nos erizan los pelos (pone piel de gallina) cuando oímos el himno nacional.
.
Se ama lo que se ve, lo que se conoce, lo que en cierta manera se tiene. A partir de allí dejo la conclusión al lector sobre eso de “amor a la patria”. Aunque de mayor precisión seria amor a la nación. Pero sigamos.
.
Hace muchos años, cuando adolescentes, bajábamos de Taganga por la carretera recién construida y sin pavimentar, al llegar al pie de monte desviamos por un atajo y pasamos frente a casuchas de invasión hechas con pedazos de latón, cartones, plásticos y tablas madera. En una de éstas, a un lado de la puerta yacía un perro famélico dormitando, y al otro lado una niña de cerca de año y medio jugaba con una muñeca descabezada.
.
La única prenda que vestía la niña descalza era un calzoncito o braga confeccionado por la parte anterior con tela color amarillo, como el oro de nuestras riquezas saqueadas, para cubrir su mayor tesoro y en la parte trasera, una nalga cubierta por el azul de los cielos y los océanos, con Panamá y todo, y la otra, por el rojo de la sangre derramada por los héroes de la patria de hace 200 años, así como la vertida por las victimas de la violencia endémica que nos ha acompañado desde siempre hasta hoy.
.
La madre tomó una de las banderas repartidas por la dictadura del momento, que debían ondear en las ventanas de las casas, para confeccionar las pantaletas de aquella niña.
.
Años más tarde la selección de fútbol del país, saldría a la cancha disfrazada de bandera: camiseta amarilla, pantaloneta azul y medias rojas, patrocinada por una marca de cerveza que utiliza los mismos colores en su publicidad y en las diminutas prendas que visten sus modelos. Las bailadoras de cumbia los llevan en los faldones y un humorista posaría desnudo tapándose apenas con el pabellón nacional. La encontramos en gorros, camisetas, mochilas; todo se ve amarillo, azul y rojo. Ese es el fetiche nacional.
.
“Todos somos Colombia” y por eso nos hemos de disfrazar con sus colores. Desafortunadamente esto ha sido un asunto de olas revividas, producto de una psicología de masas barata, que no guarda relación alguna con los sentimientos reales de un pueblo, valga la expresión, mamado de muchas cosas, para no entrar en detalle, entre ellas de tanto simulacro y engaño.
.
Pero desde el orden estético hay que resaltar que tanto camisetas, como ruanas, gorras, pantalonetas, hamacas y demás prendas en las que utilizan los colores de la bandera, con alguna escasa excepción, todos muestran un desastroso diseño de mal gusto en el manejo y yuxtaposición de los colores.

viernes, 23 de julio de 2010

Grisóstomo, que murió de amor

Iban llegando de todas partes. Algunos vestían de negro, otros, de blanco y los más, con los atuendos propios de las jornadas de trabajo. Todos tenían cara de asombro y de pesadumbre la mirada.

Dos hombres del grupo con pico y pala cavaban una zanja cuadrangular, daban forma a la sepultura donde bajarían los despojos mortales de Grisóstomo. A un lado, en el suelo seco y cálido, sobre andas, un ataúd hecho con madera rustica flotando sobre olas de rosas rosas, claveles rojos y blancos, y ramas de ciprés con sus flores amarillas. Habían corrido la tapa del cofre y alcanzaba a verse el rostro del cadáver: de una palidez casi transparente; los ojos cerrados, apretados y una mueca en la boca como expresión de desencanto y desosiego.

La luz solar caía vertical. No se proyectaban sombras y las hojas de los escasos árboles permanecían inmóviles. Los hombres que abrían un espacio en la tierra sudaban a cantaros, dejando a sus pies una mancha de humedad como si fuera la propia sombra.

Grisóstomo murió de desamor. Perdidamente enamorado, este hijodalgo de mente cultivada, padre rico y heredero de haciendas, ganado y dinero abandonó su mundo social para internarse en el campo vestido de pastor en compañía de su inseparable amigo Ambrosio, para seguir los pasos de la mujer más bella que se hubiera visto hasta entonces sobre la faz de la tierra. Dejaba de amarla para adorarla, se ha dicho, mas ella no hizo caso de sus insistentes propuestas de amor.

Este pobre hombre lloró a las estrellas y pidió a la noche, pero nadie escuchó sus suplicas de amor. Marcela lo ignoraba, y sin tapujos, mirándolo a los ojos le hizo saber su desamor. Él, desconsolado, despechado y desengañado, no murió desangrado por las heridas de un duelo entre caballeros, murió desasosegado y triste. Y dejó cantidades de hojas de papel escritas en versos dando testimonio de su amor y desconsuelo.

Bajo el ardiente sol uno de los presentes leyó en voz alta el último poema que escribiera el finado: Canción desesperada. De pronto la luz del día se opacó ante el resplandor de la belleza de una mujer que apareció sobre una peña. Era tan bella, dicen, que la luna se oscurecía en las noches en que ella vagaba por el campo. Al lado de esa peña, donde cavaban la sepultura, se vieron Marcela y Grisóstomo la primera vez.

Ambrosio, temblando de ira y de dolor, la increpó. De homicida, cruel y desalmada la trató. Que si había llegado hasta allí para ver su crimen y burlarse del difunto. Mas ella, estirada y arrogante, contestó que no estaba allí por tales cosas ni crimen alguno había cometido. No era culpa suya haber recibido de Dios esa belleza y menos que los hombres corrieran detrás de ella derramando babas. A ninguno había dado esperanzas o prometido amor. No había pensado, al menos aún, en compartir su lecho con nadie ni descubrir su desnudez ante ningún varón. Por ahora sólo amaba la naturaleza, las aves y los árboles del bosque, se extasiaba con el ruido del viento y el sonido burbujeante de las corrientes de los arroyos, que cuando quietos reflejaban su belleza. Además, era rica, de mucha hacienda, ganados y dineros, y no requería de ningún acompañante.

Marcela no esperó respuesta. Volteó cola y se fue desdibujando en la reverberación de la distancia. Algunos trataron de seguirla, pero Ambrosio lo impidió solicitándoles terminaran de cumplir con la obligación de sepultar al amigo muerto.

De entre todos sólo había uno que no guardaba compromiso con nadie más que con su obsesión demencial. Erguido sobre su cabalgadura, la espoleó, y al trote emprendió la marcha para cumplir su misión de caballero andante
: proteger cual bella dama de los infortunios del camino.

viernes, 16 de julio de 2010

Escribir, un acto de liberación

Nunca antes Miguel de Cervantes disfrutó tanto de la libertad como cuando estuvo prisionero en Sevilla. En una celda incómoda, apestosa y en penumbra, con ruidos extraños y risitas sarcásticas, jiii... jiii… jiii, producidas por las ratas que sentadas sobre los cuartos traseros daban la impresión de aplaudirlo mientras él, alumbrado por la luz de un cabo de vela, escribía sobre retazos de papel su obra cumbre, en la cual parodia las novelas de caballería y parte en dos la historia de la literatura universal. Se gozó Cervantes, sin lugar a dudas, cada frase que escribió, vestido apenas con calzoncillos largos de atar en los pies.

De la lectura de los textos, se me ocurre pensar, puede inferirse la indumentaria con la cual el autor abordó la escritura. Así, Jorge Luís Borges y Ernesto Sábato escribieron sus obras vestidos de saco, corbata y zapatos de charol. Cuenta algún crítico que Borges, después de publicada una obra, se burlaba de lo escrito y de la cara que posiblemente haría el lector. Algo igual, dicen, sucedía con Sábato.

Bestiario, Flor amarilla, La noche boca arriba, entre otros cuentos, los escribió Julio Cortazar con pantalón blanco remangado, sin camisa y en chancletas. Gabriel García Márquez, entre tanto, escribió El otoño del patriarca y El general en su laberinto, pienso yo, vestido con pantaloneta, camiseta y descalzo. En cambio lo imagino escribiendo El amor en los tiempos del cólera de guayabera, pantalón y zapatos de lona blancos.
El extranjero fue escrito por Albert Camus con camisa hawaiana de flores anaranjadas sobre fondo blanco, pantalón corto caqui y descalzo. En cambio Mario Vargas Llosa escribió La ciudad y los perros con camisa a cuadros verdirojos, de mangas cortas, pantalón de dril beige y babuchas chinas.

Con la compañía, además, de un buen mate, café tinto, vino, y hasta un buen ron, escribir es liberador, y hecho con gusto produce un goce especial.

Sin presumir mucho de mis lecturas, creo que uno de los escritores que más ha gozado con este oficio ha sido José Saramago. Aparte de La caverna y los ensayos sobre la ceguera y la lucidez que escribió majestuosamente cubierto por una bata de satín verde, El evangelio según Jesucristo y Caín los escribió de pantalón corto púrpura, con camiseta esqueleto violeta y cachucha Bilbao color crema, sin más escritorio que una mesa rustica y un taburete viejo, frente a un extenso campo sembrado de olivares.

Sin temor a equivocarme, pienso que al momento de morir José Saramgo esbozó una amplia sonrisa de satisfacción: recordaba con picardía la manera cómo Caín se vengó del señor al final de la novela.

jueves, 8 de julio de 2010

Otras canoas bajan el río

Desde hace más de cincuenta años, cuando de muchachos alquilábamos canoas en Taganguilla y cruzábamos la bahía con vocación de náufragos, luchando contra el querer de la corriente, armados de canaletes, por conducir el bote en línea recta hasta la playa o alguna vez aventurarnos hasta El Morro, no escuchaba el plac… plac que produce el choque del fondo del bote con el agua en el sube y baja de las ondulaciones del oleaje.

Volví a escucharlo hace algunos días cuando abordé “Y otras canoas bajan el río”, novela de Rafael Caneva Palomino, en edición publicada por el Instituto de Cultura del Magdalena en 1997, con la portada ilustrada por un acrílico del pintor, banqueño también, Ángel Almendrales V. en tonalidades de azul nostálgico. Confieso que es una de mis lecturas tardías, después de varios intentos fallidos en el curso de los últimos 13 años, pero por fin logré embarcarme y disfrutarla.

Con el “Plac-plac”…”plac-plac”… “plac-plac”…, “pasan cantando las olas del río debajo de la canoa.” inicia el trajín cotidiano de los pescadores del rancherío en la playa de El Cabezón, formada por la arena a orillas del río Magdalena, frente al sitio de Nuestra Señora la Virgen Negra de la Candelaria o El Banco en la época de verano, en los primeros meses del año.

Son estos pescadores, un grupo de unos veinte con sus familias, herederos de los fundadores de la población, también pescadores en su mayoría que hicieron relativa fortuna y edificaron la ciudad para luego ser desplazados por foráneos que llegaron vendiendo baratijas en cajas de cartón colgadas del cuello, supieron acumular dinero y terminaron, estos advenedizos, siendo los dueños del comercio con influyente posición social y política.

Entre tanto los herederos, sin más fortuna que su fuerza de trabajo, algunas canoas, redes y elementos de pesca se enfrentan como una comunidad para resolver el diario subsistir extrayendo peces del río en la época de subienda. Mantienen el sueño, siempre vivo, de regresar a la población de sus ancestros y afincarse allí de nuevo.

Pero las cosas no resultan así de fáciles. Los nuevos dueños del pueblo, los advenedizos propietarios del capital y comerciantes enriquecidos a medida que se arruinaban los pescadores nativos, se van adueñando de las pesquerías para acaparar todo el producto de la pesca, y no les resultan útiles los pescadores libres; esto es, los dueños de los chinchorros, bongos y elementos de pesca, y sin deudas con nadie. Para ello tejen una variedad de ardides con el fin de sofocarlos y presionarlos para que abandonen las playas.

Resistir y llevar las cosas por lo legal es la constante de Robertico Palomino, líder natural del grupo, hijo y nieto de otros Robertos Palomino. Pero la presión es fuerte. Los comerciantes acaparan la sal para crear escasez, lo cual hace que los pescadores pierdan miles de kilos de bagre que se pudre. Les roban el pescado salado y empacado, les arman patrañas y calumnias para enredarlos en problemas judiciales, y hasta dueño le sale a la playa, que hoy está y mañana desaparece arrastrada por el río.

Caneva Palomino con un manejo directo y ágil del idioma, y articulando los diálogos en el lenguaje vernáculo de los pescadores, lo que hace del relato una sorprendente grafía, nos enfrenta a la álgida época de descomposición social y económica del los pueblos rivereños, a la par del campesino, por acción de la penetración del capital que arrasa con lo nativo y local. Productores y artesanos, se cumple la ley de tendencia, no llegan a empresarios.

Los herederos de los fundadores de El Banco, en un proceso pausado, recogen sus pertenecías y abandonan las playas. A bordo de bongos y canoas bajan el río. Eso fue lo característico de una época ya pasada.

En los tiempos actuales, desde hace unos treinta años, estos procesos son más inmediatos y con menos delicadeza. Los pobladores desaparecen en estampidas. Es el desplazamiento forzado. Mutilados algunos, con un ave de carroña sobre el vientre inflado, otros, y enredados en la taruya, los cadáveres corren río abajo con el río.


martes, 6 de julio de 2010

Dorita se fugó

Dorita se fugó. Aprovechó que venía un lunes festivo y se marchó el domingo por la noche. Ya presentía que eso iba a suceder desde cuando vi esos zarpazos en forma de trazos de enamorado, como imitando corazones cruzados por una flecha, que aparecieron una mañana sobre la parte baja de la puerta que da al patio de la casa.

Es su destino y su decisión, pero al menos debió avisarnos y no aprovechar la oscuridad para sigilosamente, como caminando con guantes, tomar las de Villadiego sin decir adiós.

Llego igual, una noche con mucho sigilo. Venía escondida en una bolsa de manigueta de esas que entregan en los almacenes de centros comerciales, parecidas a las de Arroz Pinillar que solían usar los cienagueros como equipaje en la época del tren especial de hace más de cincuenta años.

Como todas las mascotas que llegan a casa la llevó mi hija menor. Los cuidados y la alimentación ya tenían nombre propio, y la verdad es que no sólo yo sino todos nos encariñamos con la gatita.

Su principal característica es que perecía hecha con retazos de piel de otros gatos. Tenía parches blancos, bayo claro con manchas oscuras, gris verdoso con puntos negros, cafés y negros, y rayas oblicuas en los ojos como princesa egipcia.

Como toda gata zalamera se me cruzaba entre los pies, y en más de una ocasión estuve a punto de irme al suelo con todo el peso de mi humanidad. Pero sería injusto de mi parte negar que el cariño que ella sentía hacia mí era franco y verdadero. Por las mañanas cuando despertaba la encontraba velando mi sueño sentada en la mesita de noche, y a la hora de la siesta me acompañaba recostada sobre mis pies. Nunca falto su desinteresada compañía a la hora de las comidas.

Eso sí, cuando me pasaba de sueño comenzaba a maullar y a darme golpes en las piernas, no tanto porque se me hiciera tarde sino para que le llenara el plato de granitos nutritivos de colores con los que se alimentaba como cualquier astronauta de la NASA.

Es increíble la cantidad de cosas que se aprenden observando el actuar de estos felinos. Limpios en el mejor sentido del término. Se asean lamiéndose el cuerpo y cuando la lengua no les alcanza humedecen los pelos de una de las patas y se frotan con ella. Los desechos orgánicos los entierran cubriéndolos totalmente.

Dorita, como la llamaban, era diestra cazadora, y tenia en jaque hasta las moscas que atrapaba en pleno vuelo, cazaba iguanitas, cucarachas y se extasiaba lamiéndose los labios con el deseo de atrapar alguno de los pajaritos que trinan en las mañanas posados en el árbol de níspero.