martes, 20 de septiembre de 2011

Son recuerdos

Afloran a la memoria momentos ya olvidados, se vienen casi siempre cuando alguno de los participantes muere, para al poco tiempo volver a olvidar.
 
En estos días murió Mercedes Sosa. Se me vinieron encima cosas del final de los sesenta. José Luís Díaz Granados estrenaba El Laberinto y Luis Fayad publicaba Los sonidos del fuego, la fotografía de Luís en la contratapa fue tomada por mí. Me había visto tres veces Bella de día.

Escuchábamos a Piero, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa. Bebíamos aguardiente Néctar y fumábamos cigarrillos Pielroja. El tufo que generaba era demoníaco -decían. Nosotros nos sentíamos en la gloria.

Ella vestía con una sola pieza de tela blanca que traslucía los pezones erectos de sus senos sueltos y la pequeñez del biquini rojo. Sus ojos, verdes, grises, pardos, variaban de color con la variación de sus emociones mientras danzaba dando giros y azotando su larga cabellera contra la mejilla. El se limitaba a asirla por la cintura en impulsarla para que los giros fueran más rápidos. Reían a carcajadas para terminar después abrazados y tirados sobre la cama, con el tendido rebujado.

Era toda una maraña humana desbordante de amor y sexo. Comenzaba sobre el lecho y los alcanzaba el sol de mediodía acostados desnudos en el piso sobre el tapete.

Alejandra, sólo Alejandra, apareció. Dejaba su alegría y placer por la vida y se iba para regresar. Era como un ángel o un espanto que aparecía no sé de dónde y se iba igual para algún sitio. Nadie sabía nada, tampoco se preguntaba. Era ella, Alejandra, y eso bastaba.

Su recuerdo, igual que otros, se había perdido en los vericuetos de la mente y extrañamente aparece ahora que ha muerto Mercedes Sosa. Tal vez removido por tantas canciones de ella que se han escuchado en estos días.

Una mañana lluviosa, después de saborear un café bien cargado y sin azúcar, y compartir un Pielroja hasta consumir el indio, Alejandra dijo: chao, nos vemos.
 

sábado, 3 de septiembre de 2011

Ah, esa vieja foto.

La foto de postal. Esa en que está con sus trenzas amarillas,  sus ojitos color miel y su boca de finos labios. Su boca de fruta fresca, con sabor a níspero maduro, a mango biche con sal, a jobo salado. Ah, ¿te acuerdas del jobo? Boca con sabor a besos de matinée, a crispetas, a caramelo. Esa foto de niña joven con su uniforme escolar de rayas y cuadros azules y blancos. Esa foto de aquel presente que está ahí, pero ya no es. Ahora huele a papel químico viejo, a goma reseca. Ha pasado mucho tiempo y éste arrasó con sus aromas y encantos juveniles.

Los colores de la foto, a pesar de los años que sobre ella han pasado, aún se conservan.  Se notan las grietas del cuarteado como surcos de una historia indescifrable. Y el desgaste que el tiempo ha hecho sobre ella a pesar del vidrio del portarretrato que la ha protegido.

Con madera amarilla de pino, de retazos recogidos en la carpintería del barrio, hizo ella el portarretrato en clase de manualidades. Con extremada delicadeza y cuidado labró con un cuchillo las aletas laterales que soportarían el vidrio. Dañó madera y derramó lágrimas hasta que pudo, por fin, acodillar los extremos de los laterales para el adecuado acople a cuarenta y cinco grados de las esquinas. Terminada la labor y obtenida la nota de aprobación, el portarretratos fue a dar a la caja de cartón con juguetes en desuso y muñecas viejas y descabezadas que mantenía en un rincón del clóset.

Esa tarde en matinée cuando Antonio interrumpió un largo beso para pedirle una foto lo primero que llegó a su mente fue el portarretrato. Algo en lo que ella había puesto todo su empeño era lo apropiado para simbolizar su amor por él. Al llegar a casa, Ursula busco en el álbum de fotografías que con esmero le llevaba su madre con fotos desde el primer día de nacida y escogió la más reciente: esa, en la que aparece con trenzas y con uniforme del colegio. Hubo de recortar los lados para ajustar el tamaño y hacer que cupiera en el portarretrato. No escribió ninguna dedicatoria. Por el respaldo sólo aparecía la fecha en que fue tomada la fotografía y la edad: febrero 1974 14 años. Rescató el portarretrato refundido entre juguetes en la caja de cartón, colocó la foto y lo metió en una bolsa de papel que  guardó en el bolso escolar para entregárselo a Antonio la próxima vez que se encontraran.

Durante años aquel portarretrato ha permanecido ocupando un puesto visible en la biblioteca de Antonio. “Ese es mi talismán”, decía a quienes le preguntaban por esa niña y el curioso portarretrato. A su esposa le respondió un día, como para clausurar el tema: “Esa foto y ese portarretrato son parte de mi vida cuando adolescente, de mi historia personal en el antiguo testamento, mucho antes de que tú aparecieras en ella, por lo tanto no te corresponde; por favor, no hurgues en ello”. Nunca más se mencionó el asunto. No obstante, la esposa de Antonio cuando sacudía el polvo la biblioteca  se detenía largo rato viendo aquella foto, algo descolorida, de la niña de trenzas amarillas y uniforme de cuadros y rayas azules y blancos.

Pasado el último encuentro, una tarde Antonio se detuvo largo rato, con el portarretrato en las manos, contemplando la foto de Ursula de aquel presente a los catorce años. Paladeaba el sabor de aquellos besos de escolares y cerró los ojos para dar paso a las vívidas imágenes de los encuentros y salidas juntos. Abrió los ojos y contempló nuevamente la fotografía. “No eran la  misma persona, por supuesto, la mujer de sus amores, ensueños e ilusiones se había quedado encerrada en ese portarretrato de madera de pino”.

Antonio, haciendo eco a las palabras de Ursula y aceptando que sus realidades ahora eran otras y que entre ellos sólo podría mantenerse una amistad, se dijo: “Sí, Ursula, como tú dices, dejaré quieta esa foto en su portarretrato, pero lo que no lograras nunca es que me separe de éste, el de madera amarilla de pino con tu foto de colegiala”.

FIN