viernes, 4 de septiembre de 2009

La iglesia de San Francisco

La que recuerdo

Afrontábamos el reto, los veinticuatro de diciembre, de mantenernos despiertos hasta media noche para asistir a misa de gallo en la iglesia San Francisco.
Desde el coro, según el ingenio de Alfredo Ovalle, por dos cables extendidos hasta el pesebre en el altar mayor se deslizaba la imagen del Niño Dios al momento de nacer. Bajaba en una canastilla sostenida por dos ángeles. Al siguiente año descendía en paracaídas o en una esfera cerrada que se abría en dos al llegar al pequeño lecho de paja.
Día a día, ha sido la tradición, durante el novenario cambian la representación del pesebre, ambientado por decorados con paisajes y vegetación de Belén y sus alrededores. María y José en imágenes de madera y yeso, con extremidades articuladas y un burro en lámina de cartón, con pelo color pardo, que después fue cambiado, cuando éstos desaparecieron, por otro de color gris, aparecen representando diversas actividades: María cocinando y José llevando leña; María sobre el burro llevado de cabestro por José; y otras.
En aquella iglesia de San Francisco de la infancia al fondo del altar mayor se erigía un retablo de tres cuerpos en madera fina labrada. Empotrada en el cuerpo del medio, la imagen de las Tres Ave Marías o de la Santísima Trinidad: Jesús, María y el Padre bajo el resplandor del Espíritu Santo en forma de paloma que revolotea sobre ellos. En el lado izquierdo la de San Antonio de Padua sosteniendo al Niño Dios sobre un libro y con un ramo de azucenas y en el derecho la de San Francisco de Asís. Eran imágenes elaboradas en madera cubierta con yeso.
El sacerdote oficiaba en latín de espaldas a los feligreses y un monaguillo lo auxiliaba y respondía la liturgia. El libro del catecismo del Padre Astete traía en un apéndice al final la celebración de la misa; nunca pude aprenderme esa jeringonza.
El presbiterio estaba limitado por el comulgatorio, formado por una balaustrada en madera de carreto donde los participantes recibían la comunión de rodillas.
Las homilías y los sermones se decían desde el púlpito. El cual estaba hecho en madera labrada, de forma octagonal, y el tornavoz, también en madera, tenia incrustada en el centro la imagen de una paloma con las alas abiertas: el Espíritu Santo que iluminaba al orador. Algunas familias de la época tenían sus propios reclinatorios, identificados con los apellidos correspondientes, lo que les daba un sitio de privilegio en la parte delantera.
Para llegar a la iglesia se subían varias gradas. Pasada la puerta una mampara impedía la vista plena la interior (parte de un antiguo ritual). Por el lado derecho, la imagen de Jesús de la buena esperanza y a su derecha, de rodillas y encadenado el reo de la historia de la sandalia de oro. A lo largo de la pared, en sus altares, la imagen de la virgen del Carmen, San Pedro y San Pablo, la virgen del Perpetuo Socorro, con su aura radiante; el Niño Jesús de Praga, un bulto pequeño con capa y corona real sosteniendo el mundo en una mano. San Pancracio, joven de contextura atlética y generoso en favores, en un pedestal a un lado de la nave central cerca del comulgatorio.
Por la izquierda, al fondo, sobresalía la imagen de Jesús Nazareno con túnica de terciopelo morado, cabellos naturales (donados por distinguidas damas) tres potencias de plata incrustadas en la cabeza. El rostro y las manos de un color caramelo que valió el llamado de “Divino Negro” por el padre Federico López. Esta imagen es una autentica reliquia artística; asombroso logro el de ese rostro adolorido y apesarado.

El incendio

El 29 de junio de 1962, pasado el medio día, se incendió la iglesia de San Francisco.
Fijada en andas la imagen del Sagrado Corazón de Jesús estaba preparada para la procesión de las cuatro de la tarde. La iglesia, con las puertas cerradas aún, lucía esplendorosa. El altar mayor estaba engalanado con cirios y veladoras encendidos que reflejaban un calido ambiente entre el colorido de los gladiolos, los pompones y los claveles. La conflagración inició en el altar mayor. La llama de una veladora había alcanzado el mantel. El fuego se propago. Las imágenes de San Francisco y San Antonio se convirtieron en ardientes teas de santidad. La compleja estructura de la Santísima Trinidad crepitaba estragada por la llamas. La paloma blanca, icono del Espíritu Santo, ardió con fuego propio que se extendió a las vigas del techo. Un intrépido fraile de apellido Bautista rescató el sagrario y puso a salvo al Santísimo.
La armazón del retablo se vino abajo. En medio del estropicio y la nube de humo y cenizas se oyó el eco liberado de una voz. Era la voz del padre José Darío Uribe cuando celebrando misa, con los ojos cerrados, los brazos extendidos, de frente a los fieles y levitando, exclamaba: ¡O-RA-TES FRA-TES! Esa voz que retumbaba en el recinto y penetraba a fondo la conciencia de los asistentes estuvo atrapada durante años detrás del altar mayor.
Por la puerta lateral, sobre la carrera cuarta, apareció de pronto el hermano Echeverri llevando sobre sus hombros la imagen de Jesús Nazareno, intacto, sin el roce siquiera de una chispa en la túnica de terciopelo morado. ¡Se salvó el Divino Negro, bendito sea mi Dios!, gritaba saltando emocionado el padre Federico López.
El Nazareno siempre estuvo cerca del presbiterio, próximo a la puerta que comunicaba con la sacristía. De puro milagro no fue alcanzado por el fuego y oportuno el hermano Echeverri, pues no bien salía con la imagen acuestas cuando una viga en llamas descendió y dio al traste con el tornavoz y la base del púlpito. Cayeron más vigas. El fuego abrasó la balaustrada en madera del comulgatorio, los bancos y los reclinatorios, aun los reclinatorios individuales de propiedad y uso exclusivo de algunas familias.
En el fondo de la nave derecha, las imágenes de la virgen del Perpetuo Socorro, el Niño Jesús de Praga y san Pancracio, todas, por el recalentamiento, se desperdigaron en fragmentos irrecuperables.
Afuera, en el atrio, la loca Rosarito, embutida en un batón mugriento que alguna vez fue blanco, dejó sobre el piso la caja de cartón que llena de cosas llevaba siempre consigo, echó hacia atrás la cabeza coronada por una abundante mata de pelo tieso, levanto los brazos y gritó:¡Socorredle, socorredle, que es obra del maléfico!.
La plaza se había llenado de gente curiosa atraída por el incendio y de fieles preparados para acompañar la procesión. Se distinguían la terciarias vestidas de carmelito; las legionarias de todas las ordenes, de blanco; los estudiantes del San Luís Beltrán con su banda de guerra, uniformados de saco azul turquí y pantalón crema. Un extraño personaje con la cara tiznada y surcada de lagrimas se desplazaba entre la multitud exhibiendo la cabeza calcinada de San francisco. Los acólitos permanentes y los muchachos que se disputaban entre sí por tocar las campanas a la hora del Ángelus y los repiques para misa, lloraban a lágrima suelta abrazados a Jóbita, la señora encargada de los quehaceres del templo, quien lloraba también sin consuelo.
La gente aglomerada en la plaza, asombrada y afligida lloró, lloró con sentimiento y derramó ríos de lágrimas, pero éstas no fueron suficientes. Una máquina del cuerpo de bomberos de Barranquilla se abrió paso hasta llegar al atrio. Los bomberos saltaron pertrechados para entrar en acción, pero ya era nada lo que quedaba por extinguir.

Se quemó gran parte de la memoria católica de Santa Marta. La iglesia aquella de la infancia ya nunca más, pues sobre las ruinas no fue una reconstrucción lo que hicieron sino otra iglesia lo que construyeron, por cierto que inadecuada para el clima de la ciudad. Conservaron la fachada colonial que por donde quiera que se aprecie no es posible que encuadre con el resto de la construcción.

3 comentarios:

  1. Hola Joaquin Antonio:
    Encantada con tus escritos. He estos dias estabamos comentando la remodelación de la plaza de San Francisco. LE QUITARON EL ATRIO!!!!!!!! En la religión cátolica el atrio es algo importantisimo, pues es el lugar en donde en tiempos inmemoriales, se esperaba a los fieles; allí mismo se hacía ceremonias, se armaba el pesebre. ADemás para las personas verdaderamente religiosas el Atrio es el lugar en donde se dejan todas las preocupaciones mundanas y se ingresa a la Iglesia para asistir a las ceremonias religiosas, libre de todo pensamiento, solamente con la intención de dialogar con Dios.
    Un abrazo
    Nelly

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  2. La manera en cómo lo describes nos coloca ahí, de tan vívida.
    El final es un retrato perfecto de nuestras construcciones: parche sobre parche y plasta de concreto sobre lo que haga falta. Yo no sé si con el paso del tiempo esta arquitectura de collage sea elevada al status de "estilo". Por lo pronto es un remiendo para que funcione la propia iglesia y para que evoque tu recuerdo.
    ¡Saludos!

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