miércoles, 15 de julio de 2009

Que siga la fiesta, carajo

Cuando niños teníamos la impresión de que durante los días de carnaval la gente escondía los muertos, y sólo hasta el miércoles de ceniza los sacaban para llevarlos al cementerio.
Eso pensábamos porque en los tres días de las carnestolendas no veíamos pasar ningún entierro por la avenida Campo Serrano ni por la carrera sexta, que eran las rutas acostumbradas de los sepelios por ese sector de la ciudad. Los únicos entierros visibles eran los de joselito carnaval el día martes.
En cambio el miércoles de ceniza salían cortejos fúnebres de todos los puntos cardinales, por la mañana y por la tarde, tantos que los sepultureros tenían que buscar emergentes.
Eso era al menos lo que imaginábamos y dio bases para nuestra especulación infantil.
Conocí la historia de un viejo veterano que vivió casi toda su vida en una de las fincas ubicadas en la periferia urbana, donde trabajaba.
Se dice de este viejo curtido por el sol, el viento y, en especial, por el agua que gozaba del amor fiel de cinco mujeres. Con la extraña particularidad que eran amigas y comadres entre sí, además de vivir en el mismo barrio.
Pese a que este apasionado don Juan vivía solo y, que se sepa, nunca pasó una noche entera con ninguna de ellas, todas lo amaban y respetaban. Se sabe que tuvo hijos, pero nada se conoce de ellos.
Cuentan que el viejo era todo un maestro en los oficios amatorios, razón por la cual las cinco mujeres deliraban por él. No tomaba trago ni parrandeaba, y el tabaco sólo lo acompañaba en las vigilias en noches de luna llena, mientras controlaba el curso de las aguas.
Las cinco amigas y comadres, en cambio, todas fumaban calilla con la candela para dentro de la boca. Tomaban ron caña, eran parranderas y bailadoras de cumbia de pollera larga hasta los tobillos y flor de cayena sobre la oreja. En todos los carnavales organizaban reinado de veteranas, desfile en comparsas en la batalla de flores y durante los tres días bailaban desde el medio día hasta la media noche, en el palacio real en uno de los barrios más antiguos de Santa Marta.
Un lunes de carnaval, a eso de las tres de la tarde, en plena rumba, les llegó la noticia de que el viejo estaba enfermo de gravedad o de pronto muerto en el Hospital San Juan de Dios.
La fiesta no se terminó, sólo se suspendió, que no se mueva nadie, dijeron. Todos los movimientos quedaron como congelados en el tiempo. Las cinco mujeres, angustiadas, bajaron de afán hasta el hospital en un carro de cortesía, y como una tromba entraron en el pabellón de hombres. Allí encontraron al viejo sentado en la cama recibiendo atenciones de una joven enfermera. Las cinco amantes saludaron, rodearon la cama y lo escrutaron visualmente, luego se miraron unas a otras y, como siguiendo un libreto ensayado, dieron media vuelta y salieron…
De regreso entraron en la casa que hacia de palacio real, tocaron las palmas para llamar la atención y gritaron: Que siga la fiesta, carajo, que ese viejo e´mierda aún está vivo.

Febrero 2009

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