miércoles, 15 de julio de 2009

Entre comparsas y letanías

El mejor sitio que encontré para ver pasar el carnaval fue el almacén. Tenía yo nueve años y era lunes de carnaval. Detrás del vidrio, por encima de bolsas de confites y paquetes de galletas, los vi llegar. Eran unos muchachos de diversas edades, todos semidesnudos, apenas con una pantaloneta, con el cuerpo cubierto con aceite quemado y negro de huno, llevaban en las manos un palo embadurnado de negro con el que amenazaban a la gente con tiznarla si no les daban una moneda. Se referían a la moneda de cinco centavos, que era de cobre y con el cinco en romanos (V). “Chinco… chinco”, decían con voz gutural, en actitud intimidantes.

Las personas mayores los llamaban fantomas y nosotros les decíamos indios. En especial no hacían nada, sólo andaban por las calles cerrándoles el paso a los transeúntes, hostigándolos para que les dieran una moneda. Yo les tenía miedo y me limitaba a observarlos detrás del mostrador.
Como el almacén quedaba sobre la carrera cuarta, cerca de la plaza de San Francisco, allí llegaban o pasaban casi todos los disfraces y comparsas. Algunos venían en tren o en bus de Ciénaga o de los pueblos de la Zona Bananera; otros, de los barrios de la ciudad.

Desde allí gozaba viendo las danzas y actuaciones de los distintos grupos. Recuerdo la Danza de los diablos, extraída de las festividades de Corpus Cristi. Eran hombres disfrazados con camisas y pantalones rojos, terminados en puntas y en cada una había un cascabel, las mascaras o caretas de diablo estaban montadas sobre recuadros y se las ponían más como sombreros que para taparse el rostro, y en los talones, a manera de espuelas, llevaban filosas hojas de cuchillos. La danza consistía en el cruce rítmico de las piernas, con el riesgo de cortarse con los cuchillos, al son de acordeón y tambor. El sonido era similar al que se les oye a los conjuntos musicales de los indios de la Sierra Nevada.

Otro grupo llegaba, de pronto, con una caja de madera como una pequeña tarima y sobre ésta figuras articuladas de hombres y mujeres, accionadas desde abajo como marionetas, ejecutaban el baile del pilón o las pilanderas. También con música de acordeón y tambor. Con sonido igual al anterior.

La cacería del tigre, conformada por tres hombres como cazadores, vestidos de caqui, con sombrero de corcho y provistos de rifle, otro disfrazado de perro y otro de tigre. Mientras el perro dormía a pata suelta, los tres cazadores husmeaban en busca del tigre, en tanto que éste se les iba por detrás y les hurgaba el trasero. Así hasta cuando mataban al tigre y decían algunas letanías. Los observadores se reían, aplaudían y contribuían con algunas monedas.
Otro de los disfraces simpáticos era el del parto callejero. Un grupo de hombres disfrazados de mujer, una de ellas en avanzado estado de gravidez, uno de médico y otro de enfermera. Entraban haciéndose notar por la gritería, la mujer embarazada después de romper fuente se tiraba al suelo y comenzaba a gritar por los dolores de parto, los gritos eran expresiones grotescas alusivas al presunto padre y la irresponsabilidad de traer un niño con lo grave de la situación económica. Las comadronas obligan al médico para que intervenga, pero éste no sabía qué hacer y consultaba a la enfermera quien tampoco sabía. Al fin atienden el parto y nace la criatura, por lo general era una iguana atontada. Y de inmediato las otras mujeres o comadronas con el bebe en manos buscan entre los observadores al padre responsable, quien debía aportar para comprar el alimento de la criatura, sin que los demás quedaran exentos.

Las carnestolendas desbaratan y ridiculizan lo solemne, y entre risas y maizena se oyen algunas verdades. En aquellos años, personajes de la intelectualidad y la picaresca local salían en grupos y, como rezanderas de oficio, dejaban oír verdades envueltas en letanías y rogativas.
Enero 2009

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