martes, 13 de octubre de 2009

Incendio en la calle San Francisco

¡Incendio! ¡Incendio en la calle San Francisco! Gritan los pasantes apresurados, alertados por el continuo tañer de campanas. La noche había entrado y la luna no se ha visto. A distancia se ve una enorme columna de humo negro salpicada por ascendentes puntitos rojos en incandescencia. De cerca, llamas altas flameadas por la brisa arrasan La Estrella Matutina.

Variado era el surtido de este almacén, atendido por el señor Farah Fresh y La Tifi, su esposa: bacinillas, platos, jarras, vasos, tazas, lebrillos, en peltre con adornos en colores, y en aluminio; tubos para lámparas, estufas “Llama Azul”. También gama completa de pitas, hilos y agujas para tejer, papel crespón, polvo de anilina, anzuelos, y cosas que el tiempo dejó atrás sin uso y sin nombre.

El fuego implacable, avivado por el viento, consumió el almacén. El techo de tejas enmohecidas se desplomó. Fue sofocado en parte por acción de los agentes de policía y de los transeúntes voluntariosos que en calderetas y baldes prestados jarrearon agua mendigada a los hidrante y, también, porque no quedó nada más que se quemara.

Al día siguiente los muchachos madrugaron. Encaramados en la pila, humeante aún, de escombro y chatarra, desafiando la alta temperatura y el filo de pedazos de vidrio, hurgaban afanados en busca de algo que rescatar. Al mediodía, tiznados de pies a cabeza, sudorosos y sonrientes, salieron con los bolsillos repletos de anzuelos y monedas de I, II y V centavos calcinadas y torcidas.

Meses después, una maquina del cuerpo de bomberos de Barranquilla cruzaba el rio Magdalena transbordada por el ferri-boat.

Operarios del Acueducto Municipal con sus directivos al mando, calzados con botas de caucho y provistos de artefactos rudimentarios de extinción, trataban de sofocar el fuego. La lucha era infructuosa. Las llamas consumían el almacén M. D. Abello & Cía. Con riesgo de propagarse a las edificaciones vecinas: unos vetustos caserones con techos de tejas. Afuera se oían detonaciones sucesivas, como metrallazos, de las botellas de licor y de vino, de latas de aceite y potes de conservas, sobrecalentados que explotaban.

Una turba, aprovechando la confusión y desafiando el peligro, sacaba a toda prisa latas de aceite, bultos de arroz y todo lo que encontraban rescatable a su paso por entre las brasas y las llamas.
Las campanas tardías de la iglesia San Francisco no cesaban de sonar. Al repiqueteo se unió el ulular de la sirena del carro de bomberos verdi-amarillo que llegaba de Barranquilla y se abría paso por la avenida Campo Serrano entre la torpeza de los conductores locales y la imprudencia de los peatones. La ciudad emergía del sopor del mediodía.

La agilidad de los bomberos, vestidos con su uniforme de orden, al saltar a tierra y entrar en actividad asombró a los curiosos que, fascinados por lo novedoso, se fueron apiñando en la acera de enfrente. ¡Eche, que vaina rara… ese carro de bomberos no es rojo! Dijo alguien de la multitud. Rápido rápido unieron segmentos y rápido rápido los bomberos estaban en posición sujetando una larga manguera mientras el chorro de agua buscaba el centro del fuego.

La reserva del tanque se agotó. Los hidrantes de las esquinas no surtieron más agua. Se vieron caras de desconcierto y una ensordecedora rechifla brotó de la aglomeración. El conductor puso en marcha el motor del vehículo, la sirena emitió un sonido triste y avanzó en busca de donde proveerse de agua.

Más tarde, los bomberos cuadrados al lado del carro daban el parte de misión cumplida. La multitud agradecida saludó con una salva de aplausos y gritos de vivas. Los bomberos de Barranquilla, agotados pero satisfechos y sonrientes, y saludando como reinas de belleza, se retiraron a bordo de la maquina verdi-amarillo sin sonar la sirena y al silencio de las campanas de la iglesia. La tarde empezaba a caer.

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