martes, 10 de noviembre de 2009

Nunca más

Cuatro de la tarde, con un sol de viernes metido en agua. Abstraído daba vueltas en los recovecos de los recuerdos cuando, de pronto, me sentí atraído por una mirada fija. Sobre una roca estaba un cangrejo color cremoso con visos verdiazulvioletarojos. Con los ojos alargados y desorbitados, me miraba. Tenía las enormes tenazas alzadas, abiertas y amenazantes. Su caparazón, si acaso, alcanzaba los diez centímetros. Se mantuvo un rato quieto, fijo, pero algo lo espantó y corrió de lado hacia la izquierda para perderse entre las piedras.

Miré a la derecha para sintonizarme otra vez con los recuerdos que habían removido los comentarios de Julio César sobre Jorge Díazgranados, propietario de los desvestideros que por los años 50 estaban en el extremo norte de la playa. Conocí a Jorge cuando de pequeño, de cinco o seis años, me llevaron a conocer el mar. Todo era azul, el Sol apenas comenzaba su recorrido, y ahí estaban los bañitos.

Cuando volví a la playa, a los pocos días, me enteré de que Jorge había fallecido. Ahí estaban los bañitos con sus puertas numeradas y cerradas, y a pesar de la noticia yo buscaba la figura de Jorge caminando sobre la plataforma de madera, elevada sobre la arena, que hacia de piso a los cuartitos donde se cambiaban los bañistas que dejaban la ropa guardada en los casilleros.

A esa edad apenas empezaba a escuchar que hablaban sobre muertos, velorios y entierros. Recuerdo haber sentido, esa mañana, una extraña sensación cuando buscaba con la vista a Jorge y no lo veía, pero parecía como si él en verdad estuviera caminando como otras veces sobre ese piso de madera. Desde ese entonces había relacionado esa sensación con la expresión “nunca más”, que asociaba con el recuerdo de algún amigo o familiar que murió y, por alguna circunstancia, no vi su ataúd o no asistí a su funeral.

Pero no. Ver el cadáver dentro del cofre o acompañar las exequias hasta la última palada de tierra o el último rasado del palustre sobre la lápida, sirve como terapia o aquietamiento, mas no cambia esa impresión similar al vértigo que se percibe en una caída, que se siente cuando afloran a la memoria recuerdos del finado.

A esa señora de vestido largo, negro tornasolado, de mangas anchas, toda pizpireta ella, con ojos profundos y pestañas largas, de labios carnosos color uva oscuro y sonrisa de embrujo, con uñas largas, que provista de guadaña recorre las horas callada y sigilosa con lista en mano, a ella, la he visto de cerca los últimos años.

No juego ajedrez ni dominó, de manera que no puedo decir que hemos jugado y le he ganado la partida. Sus razones tendrá y sólo ella sabrá en qué momento me sorprende con su visita de afán. Pero en cambio ha estado golpeando, cerrándome el círculo cargándose compañeros y amigos.

En cada golpe, en cada partida se siente ese vacío de ausencia, esa expectación que llenaba el ambiente cuando algún compañero de clases no contestaba el llamado a lista, y alguno, desde el fondo del salón, decía: “No viene más”. Ahora decimos: “Nunca más”.

4 comentarios:

  1. Deja de llamara a esa bruja, es como anhelar amores viejos. Siempre los recordaremos pero no es bueno añorarlos...

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  2. La verdad es que el tema en cuestión es escabroso para la gran mayoría de los seres humanos, pero es una realidad para la cual debemos estar preparados y tener las cuentas claras con Dios.
    Es sorprendente la descripción que hace de la señora “nunca más”, pero de algo estoy seguro, que sólo cuando Dios dispone ella actúa, y por ahora no es la hora de mi apreciado y amado padre, porque falta por vivir y disfrutar los años que de infancia no compartimos.
    Un abrazo y un beso papá

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  3. DEJA A ESA SEÑORA PIZPIRETA QUIETA

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  4. No vale la pena disputar un juego que se sabe de antemano perdido. Lo único que nos queda es disfrutarlo y ver cómo la dama se enfada cada vez que pisoteamos sus estrictas reglas.
    Al final, la infeliz ganará por goleada... mientras, murámonos de la risa.
    Saludos!

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