domingo, 12 de septiembre de 2010

A propósito de trasteos...

Hablando de trasteos y despedidas, nos ha tocado por problemas de orden técnico, hacer maletas e irnos para otra parte. A partir de ahora nos encuentra en wordpress en el nuevo blog TORRE DE PAPEL 1947. Damos gracias a Bloguer por los servicios prestados, sin que esta mudanza signifique que hemos perdido la ruta.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Empaque y despedida

Me encontré con doña Lina Moreno de Uribe, hace unos días, en las páginas de la revista Diners de agosto. Había escrito gozándose a todo sentir sobre lo mismo que a mí me angustiaba hace ya varios años: preparar el trasteo.

En lo corrido de mi existencia debí trastearme por lo menos una decena de veces, la mayoría entre ciudades. La noticia llegaba con muy poca anticipación, por lo que las cosas había que hacerlas rápido-rápido. Lo primero que debíamos hacer era conseguir cajas, tantas que, además de empacar lo propio de uso doméstico, alcanzaran para los libros.

El tiempo no daba margen para seleccionar entre lo útil y lo inservible, de modo que todo se iba, incrementando así el inventario de chécheres que algún día habrá que botar.

Doña Lina empieza por hacer el inventario. Asocia cada cosa con el recuerdo cubierto por la nostalgia y la alegría de lo que fue, que agrada y perdura. Son muchas las que arrastran la identidad del lugar donde las hubo, que al momento de empacarlas obligan a una pausa y tras un suspiro hacer el recorrido mental de aquel lugar y de sus gentes.

Es tal el encanto que transfieren esas cosas y el agradecimiento que guarda de ellas, que resuelve no abrir el cuarto de atrás, donde guarda los chécheres que hay que mandar a arreglar o botar, y que se guardan mientras siempre en el llamado cuarto de san Alejo. Que chévere me parece esta despedida de quien fue primera dama del país durante ocho años. Qué sencillez y qué profundidad de pensamientos esos de doña Lina. Es su cariño que se despide.

Pero todas esas cosas quedan como aquella mujer parada debajo del alero de un rancho, vista, al pasar el tren, por un viajero asomado por la ventanilla. Sólo en ese momento existió esa mujer para él; lo cual con un leve retraso o adelanto del tren no hubiera ocurrido. Igual si a la mujer la hubiera llamado alguien de adentro del rancho, momentos previos al paso del tren.

Esa mujer de un instante no tendrá jamás conciencia de la existencia de ese pasajero en la ventanilla, pues a diario sale del rancho y espera que pase el tren, sólo por verlo pasar o por el goce que ello le produce. Todos los pasajeros son indiferentes para ella, desconocidos.

Ella sólo ve la locomotora que corre veloz arrastrando esos vagones cargados de gentes, las que hoy van no vuelven a pasar, y si lo hacen, ella no guarda registro de esas caras en sus recuerdos. Se asoma a ver pasar el tren como por la madrugada sale a escuchar el trino de los pájaros y por la tarde para apreciar los colores del crepúsculo.

Todo esto existió para quienes leyeron la novela. Quienes no lo hicieron no tienen por qué recordarlo, además, porque tampoco existió. Así como la preparación del trasteo de doña Lina, que de eso supimos quienes lo leímos en la revista. Sólo son espacios recreados por las letras.

martes, 24 de agosto de 2010

Del ser y sus máscaras

Los seres humanos somos tan imperfectos que para vivir en sociedad, a diferencia de los demás animales, requerimos usar máscaras. “No creo que haya un solo ser humano –dice Augusto Monterroso, escritor guatemalteco– que no las esté usando y cambiando constantemente, según las circunstancias”.

“Algunas máscaras son más permanentes que otras, pero siempre estarán ahí” afirma Monterroso, y nos cuenta la historia de la rana que quería ser una rana auténtica. La rana en cuestión se miraba al espejo y se acicalaba buscando cómo agradar a la gente, y descubrió que la gente admiraba su cuerpo. Se dedicó entonces a hacer sentadillas y aeróbicos, “… y dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo”.

La sociedad actual –y la de antes también– es un perfecto simulacro y sus gentes interactúan en un continuo movimiento de simulación. Desde los primeros años de la infancia comienza el proceso de normalización en el cual se castra la espontaneidad y con ello la posibilidad de ser. El niño, por ejemplo, es presionado a dejar el juego que lo entretiene para que salude de beso y abrazo a la vecina que llega de visita; que mucho gusto, que qué bueno que nos visite… ¡Mentira! Cuando lo que él siente por ella es temor y recelo porque es una vieja gritona y le pega a sus hijos. Igual ocurre con el primo odioso, pretencioso y egoísta, con quien le obligan a compartir el juego que él disfruta solo y que aquél vino a interrumpir: que sonríele a tu primito, sé amable y cariñoso con él, mira que por la tarde nos llevan comer helado y pizza… Y así empezamos el aprendizaje de colocarnos máscaras.

Como a los demás les gusta comprendernos, tenemos que hacernos comprensibles y actuar para que éstos se sientan agradados comprendiéndonos; por eso la necesidad de las máscaras. Con la máscara de la sonrisa agradable y tierna escondemos el disgusto, el odio, la envidia y la soberbia, y los demás se creen el cuento, como también nosotros en su momento, que es lo importante, Con la máscara de la congoja y la tristeza impresionamos y conmovemos a los otros para que actúen en consecuencia con nuestras pretensiones. Y así en el amor y en la amistad; una máscara para esconder las pasiones según el momento.

Lo importante no es tanto ser como parecer, y hay dos cosas que la sociedad aborrece: a los genios por sus genialidades y a los francos por sus franquezas, pues son los únicos que cometen la estupidez de ser diferentes a los demás, por eso son excluidos y vistos como locos.

Las máscaras son tan abundantes en algunos, que al querer encontrar su verdadero rostro pasan y repasan una y otra sin llegar a encontrarlo. Otros al despojarse de ellas, encuentran un hueco en lugar de cara. Pero todos en mayor o menor cantidad llevamos la nuestra: ese es el juego.

Gibrab khalil Gibran, cuenta del ser que se volvió loco –así lo señalaba la gente– cuando le robaron sus máscaras, y salió a la calle sin ellas. Pero cuando el sol besó su rostro desnudo ya no quiso usarlas más. Y aceptó su locura porque en ella encontró la libertad “…y la seguridad de no ser comprendido –dice–, pues quienes nos conocen y comprenden oprimen una parte de nuestra existencia”.

Cierto es, pues, que cuando nos va mal en algo es porque olvidamos usarla o porque no utilizamos la máscara adecuada


jueves, 12 de agosto de 2010

Los bastones blancos

“Para un ciego, un silencio total a su alrededor es como para nosotros un abismo tenebroso que nos separa del resto del universo”. (Ernesto Sábato)

Cuando llegué a la esquina, lo vi cruzar la calle con paso firme y decidido. De andar rápido, iba tanteando a cada paso con el bastón blanco. Golpeaba la calzada y el andén, la calzada y el andén hasta cuando éste se termino, entonces se detuvo, ladeó la cabeza, esperó un momento y continuó. En su marcha, sin detenerse esquivó un hueco y una piedra grande, y avanzó cuatro cuadras hasta llegar a la esquina de la avenida. Allí, como si lo hubiera visto, le habló al chequeador de busetas para que le detuviera la de alguna ruta determinada.
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Había seguido a este hombre en ese trayecto que coincidía con el mío. Por un instante me sentí como Fernando Vidal Olmos, el personaje de Ernesto Sábato en “Informe sobre ciegos”. Vidal Olmos, obsesionado desde niño por el oscuro, misterioso y laberíntico mundo de los ciegos emprende una investigación del mismo, partiendo del supuesto que los ciegos integran una especie de secta o logia con cobertura internacional, dividida en estratos jerárquicos, con una extensa red de espionaje en la que incluyen personas normales, y que tienen el dominio del mundo.
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Esta fantasía que Sábato expresa por su personaje refleja todos los interrogantes que pudiéramos hacernos a cerca de estos seres a quienes la naturaleza les negó la luz, pero que dotó de todo un aparato súper sensorial que les permite moverse por el mundo con más “claridad” que los que sí ven.
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Los sordomudos tienen un mundo visible y por lo general se mueven en grupos. Los he visto en fiestas, procesiones, en la playa dialogando entre ellos con su lenguaje, o sería mejor decir idioma, manual; no se los oye pero con las manos y gestos arman verdaderas “griterías”. En cambio a los invidentes no se los ve con frecuencia, y no es que sean pocos. Casi siempre están solos o en compañía de un lazarillo.
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En el imaginario colectivo al ciego se le ve, tal vez por su marcada limitación laboral y la misma visión que de ellos da la Biblia, como un individuo incapaz de valerse por sí mismo, como el menesteroso o mendigo en el atrio de una iglesia, en la entrada de un supermercado, en la puerta de un banco o sobre el andén, con gafas oscuras y la mano extendida esperando la caridad de la gente. De hecho, en la puerta de uno de los bancos en la Plaza de San Francisco todo el que entra o sale se topa con un ciego que no usa gafas, mostrando el daño de sus ojos y con el estribillo de: “Al que ayuda dios le ayuda…”. En la carrera cuarta, sentado sobre el andén, obstruyendo el paso de transeúntes, encontramos otro, todo el día con: “seño, señor…”. En ocasiones, ambos ocupan el mismo andén, se confunden las plagarías y forman entre ellos disputas verbales por el territorio. Los dos llegan puntualmente todos los días, transportados en motocicletas, antes de ocho de la mañana.
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Los invidentes cuentan con escuelas y bibliotecas especializadas, y son muchas las enciclopedias y obras escritas en alfabeto braile. En ese aspecto el campo de la educación se ha abierto ofreciendo cada día más oportunidades y opciones, incluidos los últimos avances en computación.
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Muchos invidentes han logrado culminar estudios profesionales y se desempeñan a cabalidad. Conozco de algunos muy destacados en la rama del derecho y de la música. Los hay también en el campo de la pintura y escultura. Esto los hace aún más inescrutables: cómo seres que jamás han visto la luz pueden representar cabalmente las formas y colores del mundo exterior, de una realidad ajena a ellos por la oscuridad. No obstante, sigue siendo asombroso encontrarse de frente, cara a cara, con una persona de esas condiciones y sentir el peso de unos ojos que nada dicen, que no expresan ninguna emoción.
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Ese mundo de la oscuridad, esos laberintos enigmáticos en que transcurre la existencia de estos seres es algo tan complicado y misterioso, que no hay luz que nos permita verlo con claridad.

jueves, 5 de agosto de 2010

Una carta al Niño-dios

Revisando papeles halle esta carta que quiero compartir con ustedes, dice así:

Diciembre de 2008

Querido Niño Dios:

Se te hará raro que te escriba a estas alturas de la vida. Creo que la última vez que lo hice fue hace más de medio siglo, en las carticas impresas que nos daban en el almacén Lola. ¿Te acuerdas? Todo lo que hacíamos era escribir el nombre y marcar con una x en las casillas de los juguetes que queríamos de aguinaldo. Por la noche, en la novena, las colocábamos a los pies de tu imagen en la iglesia.

Recuerdo que nunca, durante los años que te escribí, recibí los regalos que te pedía en la carta, siempre eran otros diferentes. Un día, después de la novena en la iglesia, descubrimos el porqué. Un hermano franciscano, con la cabeza cubierta con la capucha, recogió las cartas, las llevó al patio y les prendió fuego. La candelada fue grande y el hermano nos vio. Al verse sorprendido nos dijo que quemaba las cartas porque así el humo llevaba más rápido al Niño Dios los mensajes con las listas de juguetes.

Eso era mentira. Pura mentira. Sabrá Dios por qué diablos este hermano no quería que el Niño Dios se enterara de los juguetes que queríamos; pues primero que todo el niño no nace sino hasta el 25, así que qué mensajes iba a recibir en las columnas de humo antes de nacer y segundo, en el humo se confunden las listas y se formaba todo un despelote con los pedidos.

Ese hermano lo que debía hacer era guardar las cartas y entregárselas a la virgen para que se las leyera al niño cuando naciera.

Por eso, querido Niño Dios, no volví a escribirte. Hoy, aunque las cosas no han cambiado mucho y más bien casi todo el mundo miente, te escribo porque, independiente de lo que uno piense o quiera, esta es una época en que se revuelven sentimientos y afloran algunos que creíamos desterrados. Además, resulta más fácil y rápido por internet, pues como te darás cuenta los niños desde el vientre materno ya manejan el computador y tienen su propio correo para comunicarse con las mamás y los médicos: las ecogranet. Así que cuando nazcas sólo tienes que abrir en www.ninodios@cielonet.com y allí está mi carta.

Esta vez escribo no para pedir juguetes, pues aunque no siempre tuve los que quise, por las interferencias que anoté, sí tuve la fortuna de ser complacido, al menos en parte, en los caprichos y demandas de aquella vieja época.

Te escribo hoy en primer término para agradecerte por traer a mi madre hasta esta jornada, como bien sabes, en abril cumplió los 90 y en estos días está que no cabe de felicidad por la llegada de Samuel, su segundo bisnieto (ella cumplió 92 y Samuel 2). En segundo, y a pesar de no haber sido un angelito, por las cosas que me has dado; como el mantenerme vigente hasta ahora. Eso, como dice el “Cheque” Linero, ya de por sí es mucha riqueza.

No me diste dinero, pero en cambio sí la fortuna de poseer aptitudes y cualidades que no se pueden adquirir con ninguna suma de dinero por grande que sea. Eso es muy bacano y te lo agradezco mucho, ¿sabes?

Te agradezco igualmente por la calidad de hermanos, esposa e hijos que tengo, todos ahí, luchando con y por la vida, pero bien; parte sin novedad. Gracias por eso, viejo man.

Por último, ñía, para terminar, sería bueno que convencieras a la gente, en especial a esa que lleva máscaras sobre máscaras, que la verdadera paz y el amor a la vida está dentro de nosotros y que la consigna diaria es: “No hagas a otro lo que no quieras que hagan contigo”.

Chao, pelaito, cuidade.

miércoles, 28 de julio de 2010

Fetichismo patriotero

Hay expresiones que por mucho que tratemos de analizar y comprender siempre quedan en suspenso. Entre esas está “amor”, que para medio asimilar acompañamos siempre con algún adjetivo: Amor fraternal, paternal, platónico, divino, etc. En su comprensión, lo más acertado es que amor está encadenado como sinónimo de apego, y tal vez por ahí sea más entendible, al menos entre personas. Pero lo que sí es todavía más difícil de entenderes ese amor por las cosas, eso de amor a los árboles, a las aves, al suelo o, más aún, amor a la patria.
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Miguel Antonio Caro, dijo: “Patria te adoro en mi silencio mudo, y temo profanar tu nombre santo. Por ti he gozado y padecido tanto cuanto lengua mortal decir no pudo”. Amor a la patria. A ese pedazo de tierra donde nacimos o donde fuimos acogidos, extensible al todo que lo contiene, que suele simbolizarse por el escudo, el himno o la bandera. No sabemos muy bien cómo es eso, pero amamos la patria. Y como es algo que desde niños nos inculcan, llega a ser cosa común y corriente que se “ejercita” sin mucha conciencia de ello. O es que acaso no se ha dado cuenta cómo se nos erizan los pelos (pone piel de gallina) cuando oímos el himno nacional.
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Se ama lo que se ve, lo que se conoce, lo que en cierta manera se tiene. A partir de allí dejo la conclusión al lector sobre eso de “amor a la patria”. Aunque de mayor precisión seria amor a la nación. Pero sigamos.
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Hace muchos años, cuando adolescentes, bajábamos de Taganga por la carretera recién construida y sin pavimentar, al llegar al pie de monte desviamos por un atajo y pasamos frente a casuchas de invasión hechas con pedazos de latón, cartones, plásticos y tablas madera. En una de éstas, a un lado de la puerta yacía un perro famélico dormitando, y al otro lado una niña de cerca de año y medio jugaba con una muñeca descabezada.
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La única prenda que vestía la niña descalza era un calzoncito o braga confeccionado por la parte anterior con tela color amarillo, como el oro de nuestras riquezas saqueadas, para cubrir su mayor tesoro y en la parte trasera, una nalga cubierta por el azul de los cielos y los océanos, con Panamá y todo, y la otra, por el rojo de la sangre derramada por los héroes de la patria de hace 200 años, así como la vertida por las victimas de la violencia endémica que nos ha acompañado desde siempre hasta hoy.
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La madre tomó una de las banderas repartidas por la dictadura del momento, que debían ondear en las ventanas de las casas, para confeccionar las pantaletas de aquella niña.
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Años más tarde la selección de fútbol del país, saldría a la cancha disfrazada de bandera: camiseta amarilla, pantaloneta azul y medias rojas, patrocinada por una marca de cerveza que utiliza los mismos colores en su publicidad y en las diminutas prendas que visten sus modelos. Las bailadoras de cumbia los llevan en los faldones y un humorista posaría desnudo tapándose apenas con el pabellón nacional. La encontramos en gorros, camisetas, mochilas; todo se ve amarillo, azul y rojo. Ese es el fetiche nacional.
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“Todos somos Colombia” y por eso nos hemos de disfrazar con sus colores. Desafortunadamente esto ha sido un asunto de olas revividas, producto de una psicología de masas barata, que no guarda relación alguna con los sentimientos reales de un pueblo, valga la expresión, mamado de muchas cosas, para no entrar en detalle, entre ellas de tanto simulacro y engaño.
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Pero desde el orden estético hay que resaltar que tanto camisetas, como ruanas, gorras, pantalonetas, hamacas y demás prendas en las que utilizan los colores de la bandera, con alguna escasa excepción, todos muestran un desastroso diseño de mal gusto en el manejo y yuxtaposición de los colores.

viernes, 23 de julio de 2010

Grisóstomo, que murió de amor

Iban llegando de todas partes. Algunos vestían de negro, otros, de blanco y los más, con los atuendos propios de las jornadas de trabajo. Todos tenían cara de asombro y de pesadumbre la mirada.

Dos hombres del grupo con pico y pala cavaban una zanja cuadrangular, daban forma a la sepultura donde bajarían los despojos mortales de Grisóstomo. A un lado, en el suelo seco y cálido, sobre andas, un ataúd hecho con madera rustica flotando sobre olas de rosas rosas, claveles rojos y blancos, y ramas de ciprés con sus flores amarillas. Habían corrido la tapa del cofre y alcanzaba a verse el rostro del cadáver: de una palidez casi transparente; los ojos cerrados, apretados y una mueca en la boca como expresión de desencanto y desosiego.

La luz solar caía vertical. No se proyectaban sombras y las hojas de los escasos árboles permanecían inmóviles. Los hombres que abrían un espacio en la tierra sudaban a cantaros, dejando a sus pies una mancha de humedad como si fuera la propia sombra.

Grisóstomo murió de desamor. Perdidamente enamorado, este hijodalgo de mente cultivada, padre rico y heredero de haciendas, ganado y dinero abandonó su mundo social para internarse en el campo vestido de pastor en compañía de su inseparable amigo Ambrosio, para seguir los pasos de la mujer más bella que se hubiera visto hasta entonces sobre la faz de la tierra. Dejaba de amarla para adorarla, se ha dicho, mas ella no hizo caso de sus insistentes propuestas de amor.

Este pobre hombre lloró a las estrellas y pidió a la noche, pero nadie escuchó sus suplicas de amor. Marcela lo ignoraba, y sin tapujos, mirándolo a los ojos le hizo saber su desamor. Él, desconsolado, despechado y desengañado, no murió desangrado por las heridas de un duelo entre caballeros, murió desasosegado y triste. Y dejó cantidades de hojas de papel escritas en versos dando testimonio de su amor y desconsuelo.

Bajo el ardiente sol uno de los presentes leyó en voz alta el último poema que escribiera el finado: Canción desesperada. De pronto la luz del día se opacó ante el resplandor de la belleza de una mujer que apareció sobre una peña. Era tan bella, dicen, que la luna se oscurecía en las noches en que ella vagaba por el campo. Al lado de esa peña, donde cavaban la sepultura, se vieron Marcela y Grisóstomo la primera vez.

Ambrosio, temblando de ira y de dolor, la increpó. De homicida, cruel y desalmada la trató. Que si había llegado hasta allí para ver su crimen y burlarse del difunto. Mas ella, estirada y arrogante, contestó que no estaba allí por tales cosas ni crimen alguno había cometido. No era culpa suya haber recibido de Dios esa belleza y menos que los hombres corrieran detrás de ella derramando babas. A ninguno había dado esperanzas o prometido amor. No había pensado, al menos aún, en compartir su lecho con nadie ni descubrir su desnudez ante ningún varón. Por ahora sólo amaba la naturaleza, las aves y los árboles del bosque, se extasiaba con el ruido del viento y el sonido burbujeante de las corrientes de los arroyos, que cuando quietos reflejaban su belleza. Además, era rica, de mucha hacienda, ganados y dineros, y no requería de ningún acompañante.

Marcela no esperó respuesta. Volteó cola y se fue desdibujando en la reverberación de la distancia. Algunos trataron de seguirla, pero Ambrosio lo impidió solicitándoles terminaran de cumplir con la obligación de sepultar al amigo muerto.

De entre todos sólo había uno que no guardaba compromiso con nadie más que con su obsesión demencial. Erguido sobre su cabalgadura, la espoleó, y al trote emprendió la marcha para cumplir su misión de caballero andante
: proteger cual bella dama de los infortunios del camino.

viernes, 16 de julio de 2010

Escribir, un acto de liberación

Nunca antes Miguel de Cervantes disfrutó tanto de la libertad como cuando estuvo prisionero en Sevilla. En una celda incómoda, apestosa y en penumbra, con ruidos extraños y risitas sarcásticas, jiii... jiii… jiii, producidas por las ratas que sentadas sobre los cuartos traseros daban la impresión de aplaudirlo mientras él, alumbrado por la luz de un cabo de vela, escribía sobre retazos de papel su obra cumbre, en la cual parodia las novelas de caballería y parte en dos la historia de la literatura universal. Se gozó Cervantes, sin lugar a dudas, cada frase que escribió, vestido apenas con calzoncillos largos de atar en los pies.

De la lectura de los textos, se me ocurre pensar, puede inferirse la indumentaria con la cual el autor abordó la escritura. Así, Jorge Luís Borges y Ernesto Sábato escribieron sus obras vestidos de saco, corbata y zapatos de charol. Cuenta algún crítico que Borges, después de publicada una obra, se burlaba de lo escrito y de la cara que posiblemente haría el lector. Algo igual, dicen, sucedía con Sábato.

Bestiario, Flor amarilla, La noche boca arriba, entre otros cuentos, los escribió Julio Cortazar con pantalón blanco remangado, sin camisa y en chancletas. Gabriel García Márquez, entre tanto, escribió El otoño del patriarca y El general en su laberinto, pienso yo, vestido con pantaloneta, camiseta y descalzo. En cambio lo imagino escribiendo El amor en los tiempos del cólera de guayabera, pantalón y zapatos de lona blancos.
El extranjero fue escrito por Albert Camus con camisa hawaiana de flores anaranjadas sobre fondo blanco, pantalón corto caqui y descalzo. En cambio Mario Vargas Llosa escribió La ciudad y los perros con camisa a cuadros verdirojos, de mangas cortas, pantalón de dril beige y babuchas chinas.

Con la compañía, además, de un buen mate, café tinto, vino, y hasta un buen ron, escribir es liberador, y hecho con gusto produce un goce especial.

Sin presumir mucho de mis lecturas, creo que uno de los escritores que más ha gozado con este oficio ha sido José Saramago. Aparte de La caverna y los ensayos sobre la ceguera y la lucidez que escribió majestuosamente cubierto por una bata de satín verde, El evangelio según Jesucristo y Caín los escribió de pantalón corto púrpura, con camiseta esqueleto violeta y cachucha Bilbao color crema, sin más escritorio que una mesa rustica y un taburete viejo, frente a un extenso campo sembrado de olivares.

Sin temor a equivocarme, pienso que al momento de morir José Saramgo esbozó una amplia sonrisa de satisfacción: recordaba con picardía la manera cómo Caín se vengó del señor al final de la novela.

jueves, 8 de julio de 2010

Otras canoas bajan el río

Desde hace más de cincuenta años, cuando de muchachos alquilábamos canoas en Taganguilla y cruzábamos la bahía con vocación de náufragos, luchando contra el querer de la corriente, armados de canaletes, por conducir el bote en línea recta hasta la playa o alguna vez aventurarnos hasta El Morro, no escuchaba el plac… plac que produce el choque del fondo del bote con el agua en el sube y baja de las ondulaciones del oleaje.

Volví a escucharlo hace algunos días cuando abordé “Y otras canoas bajan el río”, novela de Rafael Caneva Palomino, en edición publicada por el Instituto de Cultura del Magdalena en 1997, con la portada ilustrada por un acrílico del pintor, banqueño también, Ángel Almendrales V. en tonalidades de azul nostálgico. Confieso que es una de mis lecturas tardías, después de varios intentos fallidos en el curso de los últimos 13 años, pero por fin logré embarcarme y disfrutarla.

Con el “Plac-plac”…”plac-plac”… “plac-plac”…, “pasan cantando las olas del río debajo de la canoa.” inicia el trajín cotidiano de los pescadores del rancherío en la playa de El Cabezón, formada por la arena a orillas del río Magdalena, frente al sitio de Nuestra Señora la Virgen Negra de la Candelaria o El Banco en la época de verano, en los primeros meses del año.

Son estos pescadores, un grupo de unos veinte con sus familias, herederos de los fundadores de la población, también pescadores en su mayoría que hicieron relativa fortuna y edificaron la ciudad para luego ser desplazados por foráneos que llegaron vendiendo baratijas en cajas de cartón colgadas del cuello, supieron acumular dinero y terminaron, estos advenedizos, siendo los dueños del comercio con influyente posición social y política.

Entre tanto los herederos, sin más fortuna que su fuerza de trabajo, algunas canoas, redes y elementos de pesca se enfrentan como una comunidad para resolver el diario subsistir extrayendo peces del río en la época de subienda. Mantienen el sueño, siempre vivo, de regresar a la población de sus ancestros y afincarse allí de nuevo.

Pero las cosas no resultan así de fáciles. Los nuevos dueños del pueblo, los advenedizos propietarios del capital y comerciantes enriquecidos a medida que se arruinaban los pescadores nativos, se van adueñando de las pesquerías para acaparar todo el producto de la pesca, y no les resultan útiles los pescadores libres; esto es, los dueños de los chinchorros, bongos y elementos de pesca, y sin deudas con nadie. Para ello tejen una variedad de ardides con el fin de sofocarlos y presionarlos para que abandonen las playas.

Resistir y llevar las cosas por lo legal es la constante de Robertico Palomino, líder natural del grupo, hijo y nieto de otros Robertos Palomino. Pero la presión es fuerte. Los comerciantes acaparan la sal para crear escasez, lo cual hace que los pescadores pierdan miles de kilos de bagre que se pudre. Les roban el pescado salado y empacado, les arman patrañas y calumnias para enredarlos en problemas judiciales, y hasta dueño le sale a la playa, que hoy está y mañana desaparece arrastrada por el río.

Caneva Palomino con un manejo directo y ágil del idioma, y articulando los diálogos en el lenguaje vernáculo de los pescadores, lo que hace del relato una sorprendente grafía, nos enfrenta a la álgida época de descomposición social y económica del los pueblos rivereños, a la par del campesino, por acción de la penetración del capital que arrasa con lo nativo y local. Productores y artesanos, se cumple la ley de tendencia, no llegan a empresarios.

Los herederos de los fundadores de El Banco, en un proceso pausado, recogen sus pertenecías y abandonan las playas. A bordo de bongos y canoas bajan el río. Eso fue lo característico de una época ya pasada.

En los tiempos actuales, desde hace unos treinta años, estos procesos son más inmediatos y con menos delicadeza. Los pobladores desaparecen en estampidas. Es el desplazamiento forzado. Mutilados algunos, con un ave de carroña sobre el vientre inflado, otros, y enredados en la taruya, los cadáveres corren río abajo con el río.


martes, 6 de julio de 2010

Dorita se fugó

Dorita se fugó. Aprovechó que venía un lunes festivo y se marchó el domingo por la noche. Ya presentía que eso iba a suceder desde cuando vi esos zarpazos en forma de trazos de enamorado, como imitando corazones cruzados por una flecha, que aparecieron una mañana sobre la parte baja de la puerta que da al patio de la casa.

Es su destino y su decisión, pero al menos debió avisarnos y no aprovechar la oscuridad para sigilosamente, como caminando con guantes, tomar las de Villadiego sin decir adiós.

Llego igual, una noche con mucho sigilo. Venía escondida en una bolsa de manigueta de esas que entregan en los almacenes de centros comerciales, parecidas a las de Arroz Pinillar que solían usar los cienagueros como equipaje en la época del tren especial de hace más de cincuenta años.

Como todas las mascotas que llegan a casa la llevó mi hija menor. Los cuidados y la alimentación ya tenían nombre propio, y la verdad es que no sólo yo sino todos nos encariñamos con la gatita.

Su principal característica es que perecía hecha con retazos de piel de otros gatos. Tenía parches blancos, bayo claro con manchas oscuras, gris verdoso con puntos negros, cafés y negros, y rayas oblicuas en los ojos como princesa egipcia.

Como toda gata zalamera se me cruzaba entre los pies, y en más de una ocasión estuve a punto de irme al suelo con todo el peso de mi humanidad. Pero sería injusto de mi parte negar que el cariño que ella sentía hacia mí era franco y verdadero. Por las mañanas cuando despertaba la encontraba velando mi sueño sentada en la mesita de noche, y a la hora de la siesta me acompañaba recostada sobre mis pies. Nunca falto su desinteresada compañía a la hora de las comidas.

Eso sí, cuando me pasaba de sueño comenzaba a maullar y a darme golpes en las piernas, no tanto porque se me hiciera tarde sino para que le llenara el plato de granitos nutritivos de colores con los que se alimentaba como cualquier astronauta de la NASA.

Es increíble la cantidad de cosas que se aprenden observando el actuar de estos felinos. Limpios en el mejor sentido del término. Se asean lamiéndose el cuerpo y cuando la lengua no les alcanza humedecen los pelos de una de las patas y se frotan con ella. Los desechos orgánicos los entierran cubriéndolos totalmente.

Dorita, como la llamaban, era diestra cazadora, y tenia en jaque hasta las moscas que atrapaba en pleno vuelo, cazaba iguanitas, cucarachas y se extasiaba lamiéndose los labios con el deseo de atrapar alguno de los pajaritos que trinan en las mañanas posados en el árbol de níspero.

lunes, 21 de junio de 2010

Las Primeras letras

Llegamos al colegio San José. Acompañaba a mi madre que iba a conversar con la rectora sobre asuntos relacionados con actividades lúdicas en que participaría mi hermana mayor.

Mi madre conversaba con la señora Victoria Varona, rectora, sobre los preparativos mientras yo recorría con la mirada todos los puntos de la oficina de la dirección. Entre cuadros y adornos me llamó la atención un tazón de vidrio lleno de boliches de colores.

La seño Victoria al ver que mantenía la mirada fija en los boliches, pregunto: Te gustan. Sí, sí me gustan, respondí. Si vienes mañana a clases te daremos muchos boliches de esos, afirmó la seño.

Queda claro, pues, que mi arribo a la escuela no fue por interés a las letras ni al conocimiento sino movido por la promesa de unos boliches que nunca se cumplió. Llegué en el segundo semestre y esos tres o cuatro meses, olvidada la promesa, fueron el comienzo de mi etapa de estudiante que, aparte de alguna que otra dificultad, es la que más me he gozado de la vida.

Asistí a clases, al siguiente día, de pantalón corto (así nos vestían), camisa de cuadros y zapatos de cuero medias botas, y colgada al hombro una bolsita de tela azul claro, como una mochila, en la que llevaba un frasco con fresco de leche con chocolate, como merienda.

No recuerdo el nombre de la maestra encargada del grupo. Era una mujer joven, muy bonita y nos trataba bien. En cambio, la del otro grupo, más avanzado, sí que era diferente: regañona, fea, alta, flaca y pálida; tenía una rara conformación de boca que parecía que mantuviera los labios apretados, como si estuviera brava todo el tiempo. Era la temible seño Matilde.

Por alguna circunstancia, un día la seño Matilde se quedó a cuidar el grupo y a enseñarnos los números: “El dos parece un patito” y aprendimos el dos, cuando habló del tres y lo dibujó en el tablero, le dije: “seño, el tres es como un gallinazo de los que dibujamos en los paisajes, pero de lado, ¿verdad?”. Se me acercó sin dejar de mirarme y me dio un fuerte tirón de oreja, para que no hiciera “comparaciones insulsas”.

El primer libro, si así puede llamarse, fue la “cartilla de cartón”, con el abecedario en minúsculas de un lado y en mayúsculas del otro. La forma más fácil de portar era doblada en cuatro y acomodada en el bolsillo trasero del pantalón. Al poco tiempo quedaba convertida en cuatro pedazos. Después pasarnos al libro de verdad, la cartilla “Alegría de leer”.

Hice ligas con dos compañeras: Isabel y Celina, desordenadas a cuál más. Con ellas conocí los primeros castigos: de pié frente a un rincón del salón y sin recreo. Isabel era blanca, pálida y llena de pecas, le decían la rana, y Celina era morena. Nunca más las volví a ver.

A la salida del colegio, siguiendo la recomendación, me iba derechito a casa por toda la carrera sexta. Derechito por decir. Con Celina nos acompañábamos hasta la calle de la Cárcel, allí ella doblaba. Hacíamos el recorrido en zigzag, pasando de un andén a otro, recogiendo y tirando cosas o chapoteando aguan en los charcos.

En la esquina de la calle Grande con carrera sexta, permanecía un señor metido de cabeza en un extraño mueble de madera. Era el dueño de la Foto Ospina en la puerta del local aprovechando la luz del día para retocar los negativos. Allí nos deteníamos un rato observando las fotos de la galería.

Más adelante en la esquina de la calle de la Acequia, en la tienda del chino Rafael Tang, nos deteníamos para ver cargar el hielo en los carritos de mula amarillos y luego de meternos por el “túnel” formado por las puertas de la droguería del señor Arturo Redondo Pana, cada uno cogía para su casa.

Nunca recibí un boliche y las veces que me crucé con la seño Victoria, por puro temor reverencial, no fui capaz de recordarle la promesa. Tampoco vi nunca a los demás niños jugar con boliches, lo que me hace pensar que estaba prohibido y los que vi en el tazón en la rectoría no eran sino el cuerpo del delito, decomisado a los infractores.

El día de la sesión solemne, a fin del año escolar, asistí vestido de pantalón corto, camisa blanca y corbata de abrochar detrás del cuello. La seño Matilde como maestra de ceremonia empezó a llamar a los niños para hacer entrega de los premios por: asistencia, buena conducta, aplicación, orden y disciplina, aseo personal, etc. Cuando ya parecía que todo había terminado, resonó en el recinto la voz de la seño Victoria cuando pronunció mi nombre y exclamó: “Premio de esperanza”

jueves, 27 de mayo de 2010

El enigma de Irma J.

Irma J. llegó esa mañana temprano, envuelta en un torbellino de olores a flores y a vegetales de campo ribereño. Se diría que olores primaverales, pero qué sé yo de eso.

Con sus ojos de miel y mirada enigmática, sus labios de fruta madura y voz cual canto de ninfas en madrugada lluviosa. Su andar firme, decidido y con esa cadencia que le propiciaba un toque de desparpajo.

Apareció ella y llenó espacios. Como sus encantos y hechizos su presencia fue intermitente, de apariciones inesperadas y estancias furtivas. Nos encontrábamos sin cita previa, mas parecía como si estuviese programada. Fue una época de encuentros intensos, con sabor a mar y olor a arena húmeda, bajo un sol de todo el día hasta llegar al ocaso y hacer parte de las siluetas del paisaje.

Desaparecimos un día. Sin despedida. Cada cual para un extremo. Con fragmentos estáticos de un recuerdo. Para de pronto más tarde un encuentro inesperado en un sitio distante y ajeno a ambos; casualidades o tretas del destino, habrá que decir, para no entrar en otras consideraciones. Se agitaba de nuevo ese ardor de fuego interior para fundirnos una vez más en ese delicioso infierno.

Así siguió la vida, cada cual con la suya. Con encuentros y desencuentros distanciados en el tiempo y el espacio, pero cada reencuentro borraba las distancias y las demoras para dar continuidad a una sola presencia.

Es un enigma, no para descifrar o entenderlo sino sólo para vivirlo, y como enigma se fue perdiendo en el tiempo. Se hicieron más distantes y lejanos los encuentros. Los recuerdos se convirtieron en relámpagos del instante.

Con sus ojos de miel, sus cabellos de oro-cobre, largos y agitados por la brisa marina, Toda ella como una pintura sobre la arena, se fue desintegrando con el barrer de las olas hasta perderse en la espuma

Se fue. Ni en la arena ni en las olas. No está ya, al menos al alcance, como ida para siempre sin dobles de campanas, sin misa ni responso.

jueves, 20 de mayo de 2010

Viendo arte visual

Fotografía de El Informador

De entrada encuentro dos cuadros de 60 por 50 centímetros, creo yo, con gruesos marcos negros que encierran, bajo vidrio, laminas garabateadas. No entendí que decían, además, tampoco intenté leerlas. Pero sí vi en cada una un rectángulo vertical, todo negro, con proyección en perspectiva a partir de la base, como si fuera un espejo en el que se reflejaba parte de aquél. Me dio la impresión de hojas de cuadernos abandonadas por ahí, de niños de los primeros trazos escolares.

Adelante, en toda la extensión de la pared, otros cuadros de mayor tamaño, también con marcos gruesos y negros. Eran círculos blancos ribeteados o con asomos negros en derredor, podría decirse, de pronto, que eran llamas negras, tal vez. Pensé en fotos de eclipses solares, pero caí en la cuenta de que en estos el círculo es negro. Los círculos eran de diferente tamaños y variaban las proyecciones o emanaciones periféricas.

Sobre otra pared se veía la proyección de uno de estos círculos en tamaño gigante, dos metros de diámetro, quizá. Ahí fue cuando oficialmente dieron inicio al evento. Se trataba de la exposición. “Tangible-Intangible 2010” del Escultor bogotano Nicolás Cárdenas Fischer, en el museo de arte de la Universidad del Magdalena, Centro San Juan Nepomuceno, el 13 de mayo pasado. Fue entonces cuando el escultor pronunció su discurso, el cual hace parte y es inseparable de la obra, pues sin éste difícil sería comprenderla.

El escultor habló y nos enseñó que (ya lo había pensado) eran negativos de eclipses solares o al menos se había inspirado en ese fenómeno astrológico, que veíamos pero eran intangibles.

Luego seguía un cuadro totalmente negro sobre la pared, cuyo título, muy claro por cierto, es “Tres A.M.”. Obviamente debía ser una noche sin luna y sin estrellas. Frente a este, de tamaño similar, una proyección de luz blanca en la que de los lados aparecían manchas negras que avanzaban hasta el centro, hasta oscurecerlo todo, y debía entenderse como la formación del cuadro negro del frente.

Más adelante, un plasta de tierra hecha con aserrín y pegante. Es la tierra, la tierra que todos pisamos y pocos tenemos, es la tangibilidad de lo intangible, pues la tierra en grandes extensiones casi ni verla podemos. Pero para tener la posibilidad de sentir, nos presenta un metro de pasto verde dibujado con crayolas sobre cartón, protegido con un vidrio grueso en un marco de madera. Da espacio para que cuatro personas, como máximo, se puedan parar sobre él y disfrutar la sensación del goce de la tierra, pues el solo pensar en hectáreas ya la hace algo inalcanzable. Es lo máximo en ironía: disfrute la tierra y el pasto dibujado sobre un cartón, aislado por un vidrio y limitado por un marco de madera. Es el arte visual con discurso incorporado.

sábado, 6 de marzo de 2010

Cuando el sueño no llega

En una de estas noches, ya pasadas afortunadamente , fui presa de un implacable ataque de insomnio. Seguí las recomendaciones que acostumbran para estos casos: tomé medio vaso de leche tibia, nada sucedió; bebí un vaso de agua azucarada, tampoco. Traté de leer y lo que hice fue pasar hijas y manosear libros y revistas.

Opté por levantarme y encendí el televisor. Estaban en uno de esos programas concurso de medianoche en los que formulan preguntas para cinco respuestas facilísimas de resolver, y de hecho las resolví enseguida, pero lo simpático del asunto es que nadie llama o mejor dicho no entra ninguna llamada. La presentadora mejora las ofertas e intenta dar pistas, se desespera, se torna de un semblante excitante, con los ojos ardientes y los labios humedecidos y brillantes, pero nadie llama, y el sueño, como el ganador, nada que aparece.

Recordé el tradicional y supuestamente efectivo sistema de contar ovejas. Me relajé contando del cincuenta al cero y las ovejitas, blancas ellas, empezaron a saltar la cerca: una, dos, tres… hasta que de pronto apareció la resabiada que no saltó, y perdí la cuenta. Volví a comenzar y llegaron unas intrépidas, de lana roja, que detenían el salto sobre el larguero de la cerca y se ponían a hacer malabares y pasos de champeta, mientras las otras les gritaban emocionadas: “bailarina, tírate un paso”.

Cuando se calmó ese ovejuno relajo reinicié el conteo. Ya casi entraba en las profundidades de lo misteriosos y oscuro de la mente cuando empezaron a llegar unas ovejas con vistosas camisetas con los colores del rentado nacional de fútbol y más atrás otras con todos los colores de los grupos y candidatos políticos para las elecciones, alentadas por carros con bocinas y perifoneadores.

En definitiva me levanté de la cama, fui hasta la cocina y, en mi greca italiana hecha en Venezuela, me preparé un café tinto bien fuerte. Provisto de un jarro con la humeante infusión me senté a la puerta de la calle, para ver pasar la gente que ponía en actividad el nuevo día mientras el viejo sol se desperezaba detrás de la Sierra.

lunes, 25 de enero de 2010

El pajaro azul

Erase una vez en un remoto pueblo ubicado en medio del oriente viejo, un hombre, que amaba a los pájaros y salía a recorrer cual paisaje se le ocurriese en busca de nuevas especies para poder dibujarlos y así mantenerlos en su memoria, así pasó sus años y cuando se avecinaba el pasaje al otro mundo se sentía tranquilo y seguro de que ya no le quedaba mas por ver, llegó a sus oídos la historia del pájaro azul, de majestuosas alas con un plumaje excepcional. Así el hombre se dijo -no podré morir tranquilo sin antes ver a ese pájaro azul-, entonces con las pocas fuerzas que le quedaban salió por el mundo en busca de su pájaro. Pasaron años y cada vez tenía menos fuerzas, y menos esperanzas. Dándose por vencido a causa del cansancio y la enfermedad que ya no le daba tregua volvió a su hogar, con una enorme tristeza, de saber que iba a morir sin haber visto a su pájaro azul.

Cuando ya estaba en sus últimos días, y la agonía se profundizaba ya sin poder distinguir si estaba vivo, una mañana cálida, muy cálida de invierno con un sol que lo invitaba a acercarse a su jardín, a pesar de su limitada movilidad y envuelto en una frazada en pijamas y pantuflas, y con su boina infaltable a disfrutar del sol que acariciaba sus mejillas, como si estuviese dándole otra oportunidad…Ahí estaba, majestuoso, con su hermoso plumaje imponente posado sobre la rama de un árbol de paraíso, el pájaro azul, en su propio jardín… en su propia casa, en su propia vida. Su plumaje era tan brillante que casi llegaba a encandilar a aquel anciano que hipnotizado paso todo el día mirándolo en silencio, el mejor espectáculo de toda su vida frente a sus ojos, mientras el pájaro daba vueltas volando por todo su jardín paraba solo para descansar y retomaba su vuelo, sabiendo que lo miraban y tratando de darle su mejor actuación a su anciano espectador.

Al caer la tarde preparándose un frío ocaso aquel anciano empezó a notar que el plumaje de su pájaro azul, ya no era tan azul, era mas bien verde, cada vez mas verde. Y para cuando el sol habría dejado de brillar por completo este pájaro azul había cambiado el color por completo. Entonces notó que era su pájaro verde, su loro, el que hacía muchos años había escogido ese mismo jardín para pasar las tardes, era el mismo que con el brillo del sol su plumaje verde se veía con unos hermosos destellos azules.

Y dándole el último suspiro al ocaso aquel anciano se dejó morir con el sentir de saber que pasó sus últimos días buscando la felicidad que sin haberlo notado, tenía en su propio jardín. Pero que tubo la suerte de darse cuenta para aunque sea verlo por una vez en su vida, y eso le bastaba para ya no olvidárselo jamás.

Tomado de RADIO KRIMINAL
http://latidosdeamerica.blogspot.com/2009_03_01_archive.html