martes, 22 de diciembre de 2009

Hacer el pesebre

La Navidad, en ese entonces, comenzaba el 16 de diciembre con la novena del Niño-Dios. El 15 por la mañana llegaba el señor Manuel Alejandro Cabas. Debíamos tener listos los huacales y cajas, el papel encerado y los chinches. Con agilidad de experto, a partir de una mesa como eje central y huacales y cajas sobre y en torno a ésta, comenzaba desde arriba a moldear el papel. Aparecían montañas, grutas y valles. En minutos quedaba armado el pesebre. La tía le entregaba un billetico verde, discretamente doblado. 

Así lo hizo durante varios años, hasta uno en que no llegó el 15 sino el 16. Dijo que ese era el día en que debía armarse porque ese era el día en que empezaba la novena, y que buscáramos quien lo hiciera el año siguiente. El año siguiente y los demás fui yo quien estuvo a cargo de armar el pesebre.



Era ésta una de las cosas en que más gozaba la tía, y donde quiera que viajaba siempre estuvo pendiente de traer cositas y checheritos para la decoración: la monjita dando maíz a los pollitos, de Panamá; la iglesia en cerámica, de Tunja; las bailarinas, de España; los toros y caballos, de la Feria de Manizales; las casitas de cartón, de Cali; la imágenes en yeso de María, José, el niño y demás, de Roma, que no era recuerdo de ningún viaje sino un regalo de las hermanas Amalia y Rosa Ferrara.


Para mí era una entretención armar el pesebre. El de la casa, cuando niño, era cargado de instalaciones de foquitos ajicitos y de los otros que venían en paralelo; también tenía bombillos de colores a ciento veinte voltios con los que producíamos efectos de atardeceres y amaneceres. Las instalaciones eléctricas eran complicadas y se puede decir que entre corrientazos y cortos circuitos aprendí fundamentos de electricidad.


El pesebre o nacimiento se erigía en la sala, que estaba provista de dos grandes ventanales; a la hora de la novena la gente se agolpaba para presenciar el rezo y el canto de villancicos, y apreciar la monumental obra de papeles, cajones y luces.


Todos los años, al acercarse diciembre, comenzabamos los preparativos con la Tía. Revisábamos las instalaciones eléctricas, buscábamos los papeles y la pajita que habíamos de teñir con anilina verde que comprábamos en la Estrella Matutina. Visitábamos, también, al señor Pájaro para proveernos de huacales.


No faltaban las subidas a los cerros en búsqueda de plantas espinosas. Siempre traíamos algunos cactus y otros palitroques secos, además de unas cuantas espinas hincadas en piernas, pies y manos.


A veces, a estas alturas de la espiral existencial, creo que esa clase de recreación es una de las mil cosas que debemos realizar otra vez antes de morir.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Diciembre, siempre así

Noviembre puede ser culpable de muchas cosas, eso dice una amiga. Pero diciembre también es el mes de los balances, de los encuentros y desencuentros, de recordaciones y arrepentimientos, de los corre que se acaba el año y de los propósitos para que las cosas negativas no se repitan. Llanto corrido por lo que fue y se fue y por lo que ya viene y será. Además, pera muchos es el preámbulo de un año que ha de entrar con nuevas deudas.

Válido también para recordar hechos que no volverán y que hemos de conformarnos viéndolos repetirse cuando damos la vuelta por encima de ellos desde un nivel más alto de la espiral de la vida.

Hace ya algunos años, en las casas de las familias católicas sólo se armaba el pesebre. No habían llegado aún los pinos ni las guirnaldas ni luces en las puertas de las casas. Después aparecieron los arbolitos de Navidad o pinos artificiales, hechos con rafia teñida de verde. Algunos vecinos, buscando la economía, resolvieron construirlos ellos mismos. Se los veía pintados de verde hasta los pelos, entorchando mechones de paja en alambres para hacer los brazos del arbolito, que serían colocados en espiral alrededor de un palo de escoba.

Con los arbolitos llegaron las bolas brillantes y frágiles, las enredaderas de colores y los foquitos intermitentes para decorarlos. También los potes de spray con “nieve”. Aparecieron, luego, los arbolitos plateados.

El pino tradicional, verde o plateado brillante, fue reemplazado por ramas de algún árbol seco; el de guayaba era uno de los más adecuados por la forma de sus ramas. Se pintaban de blanco y se decoraban con los mismos elementos que los anteriores.

Las instalaciones de foquitos no traían más de ocho bombillos, llamados ajicitos, armados en serie, de modo que cuando uno se quemaba los demás no encendían y para probarlos había que quitarlos todos. También venían instalaciones a 110 voltios, ya en paralelo, pero escasas y costosas. Recuerdo la curiosidad que causaban las velitas; formadas por un bombillo de base con un tubito de vidrio lleno con líquido coloreado encima, que hervía por el calor haciendo burbujitas.

Aun así los frentes de las casas y las calles permanecieron en tinieblas hasta cuando alguien trajo el modelo de otra ciudad. Las calles resplandecieron, entonces, con miles de bombillitas de colores, y muy pronto también los frentes de las casas.

La iluminación navideña de las calles en Santa Marta nunca ha sido algo espectacular, y menos la de este año consistente en figuras de notas musicales amarillas, colgadas de los postes de energía electica. Pero sí es de resaltar, sin embargo, el esmero y buen gusto, además del aporte monetario, de algunos sectores y de algunas viviendas que sobresalen por su vistosidad.

Este año tenemos papás noel y muñecos de nieve ataviados con sombreros vueltiaos. Y, con tanto carnero, chivo y burro que hay aquí, preferimos los renos para formar conjuntos de acordeón. Es de pronto nuestra típica manera de regionalizar la Navidad.

martes, 10 de noviembre de 2009

Nunca más

Cuatro de la tarde, con un sol de viernes metido en agua. Abstraído daba vueltas en los recovecos de los recuerdos cuando, de pronto, me sentí atraído por una mirada fija. Sobre una roca estaba un cangrejo color cremoso con visos verdiazulvioletarojos. Con los ojos alargados y desorbitados, me miraba. Tenía las enormes tenazas alzadas, abiertas y amenazantes. Su caparazón, si acaso, alcanzaba los diez centímetros. Se mantuvo un rato quieto, fijo, pero algo lo espantó y corrió de lado hacia la izquierda para perderse entre las piedras.

Miré a la derecha para sintonizarme otra vez con los recuerdos que habían removido los comentarios de Julio César sobre Jorge Díazgranados, propietario de los desvestideros que por los años 50 estaban en el extremo norte de la playa. Conocí a Jorge cuando de pequeño, de cinco o seis años, me llevaron a conocer el mar. Todo era azul, el Sol apenas comenzaba su recorrido, y ahí estaban los bañitos.

Cuando volví a la playa, a los pocos días, me enteré de que Jorge había fallecido. Ahí estaban los bañitos con sus puertas numeradas y cerradas, y a pesar de la noticia yo buscaba la figura de Jorge caminando sobre la plataforma de madera, elevada sobre la arena, que hacia de piso a los cuartitos donde se cambiaban los bañistas que dejaban la ropa guardada en los casilleros.

A esa edad apenas empezaba a escuchar que hablaban sobre muertos, velorios y entierros. Recuerdo haber sentido, esa mañana, una extraña sensación cuando buscaba con la vista a Jorge y no lo veía, pero parecía como si él en verdad estuviera caminando como otras veces sobre ese piso de madera. Desde ese entonces había relacionado esa sensación con la expresión “nunca más”, que asociaba con el recuerdo de algún amigo o familiar que murió y, por alguna circunstancia, no vi su ataúd o no asistí a su funeral.

Pero no. Ver el cadáver dentro del cofre o acompañar las exequias hasta la última palada de tierra o el último rasado del palustre sobre la lápida, sirve como terapia o aquietamiento, mas no cambia esa impresión similar al vértigo que se percibe en una caída, que se siente cuando afloran a la memoria recuerdos del finado.

A esa señora de vestido largo, negro tornasolado, de mangas anchas, toda pizpireta ella, con ojos profundos y pestañas largas, de labios carnosos color uva oscuro y sonrisa de embrujo, con uñas largas, que provista de guadaña recorre las horas callada y sigilosa con lista en mano, a ella, la he visto de cerca los últimos años.

No juego ajedrez ni dominó, de manera que no puedo decir que hemos jugado y le he ganado la partida. Sus razones tendrá y sólo ella sabrá en qué momento me sorprende con su visita de afán. Pero en cambio ha estado golpeando, cerrándome el círculo cargándose compañeros y amigos.

En cada golpe, en cada partida se siente ese vacío de ausencia, esa expectación que llenaba el ambiente cuando algún compañero de clases no contestaba el llamado a lista, y alguno, desde el fondo del salón, decía: “No viene más”. Ahora decimos: “Nunca más”.

sábado, 31 de octubre de 2009

La época del chipi chipi

En esa época, y me refiero propiamente a los años cincuenta, en las proximidades de la bahía se percibía el olor a yodo. La brisa arrastraba un tufillo de mariscos muertos y de agua salada. Los colores del mar cubrían una amplia gama de verdes y azules agrisados en mezclas con amarillos ocres y violetas profundos.

Distinto en todo sentido al lúgubre verdiazul tiznado de negro con olor a mierda que se presenta hoy día a la vista de todos y revuelve nostalgias en contraste con viejos recuerdos de lo que fue y ya no volverá a ser, sencillamente porque desapareció y la naturaleza no se regenera igual por más máscaras o caretas que quieran ponérsele encima para ocultar la huella indeleble del paso de las generaciones.

Era aquella Santa Marta rezagada, que algunos han llamado bucólica, tal vez por su cadencia poética y por su relativa tranquilidad en el paso de las cosas. Diferente a lo que era Barranquilla: impetuosa, metida en el comercio y con vientos de industria, donde las personas ya andaban de prisa y los carteristas y raponeros ya habían hecho su aparición en la escena delictiva, condición de las ciudades avanzadas en el desarrollo comercial. Aquí apenas se contaba uno que otro ladronzuelo, que todos conocían.

Al caer la tarde las familias se sentaban a la puerta de las casas, en mecedoras y taburetes a tomar el aire fresco. Eran pocos los vehículos que transitaban en ese entonces, por lo que era también poco el riesgo que corrían esas familias. Esa costumbre ha estado tan arraigada en los samarios que aún persiste en algunos barrios y es frecuente toparse con esas pintorescas escenas en algunas calles del centro. Cabe decir, de paso, que sorprende también la soledad que hoy se observa en algunos sectores pasada la hora vespertina.

El baño de mar en la bahía era la rutina de los niños y jóvenes en el periodo vacacional. Era costumbre de muchos ir muy temprano para recoger chipi chips, una especie de almejas pequeñitas que se encontraban bajo la superficie de la arena y quedaban al descubierto por un instante tras el reflujo de la ola. Por el lado norte, frente del edificio de la Aduana, donde terminaba la playa abundaba el chipi chipi, igual que los cangrejitos.

Los pelaos llenaban potes que llevaban a sus casas, donde preparaban el típico y afamado arroz de chips chipi, que igual que el de tití, prácticamente desapareció de la dieta samaria, aunque sigue siento un plato apetecido en el resto del Caribe.

sábado, 24 de octubre de 2009

Mar de leva


El comentario corría por toda la ciudad como la brisa: “El mar está pircado”. Los pelaos, emocionados, hacían preparativos para el encuentro en la playa.

La mañana, pese al fuerte sol, tomaba una connotación brumosa por las partículas de agua dispersas en el aire. Las olas encrespadas alcanzaban más de diez metros. Unas reventaban con fuerza sobre la arena salpicando espuma y otras, en cambio, se deslizaban suavemente entrando más allá de lo acostumbrado en la playa.

Bien temprano empezaban a llegar los pelaos. Venían en vestidos de baño, pantalonetas o “mochos”, descalzos y si acaso con camisetas, pues llevar más prendas era correr el riesgo de perderlas y, además, los ánimos no estaban en esos momentos para cuidar ropa.

Las olas en la bahía de Santa Marta se forman próximas a la orilla, contrario a lo que sucede en otras playas que desde bien adentro ya vienen arqueadas y con las crestas espumosas. Por eso no son aptas para practicar el surf (deslizarse de pie sobre las olas en una tabla).

Para bañarse en el mar de leva sin riesgo de tragar agua, había que conocer las maneras de enfrentar el oleaje. Así, cuando la ola venía alta pero aún no había formado la cresta, se saltaba para subir con ella; si ya traía la cresta formada y estaba próxima a reventar había que agacharse y dejar que pasara por encima o clavarse en la curvatura.

No guardar alguna de estas recomendaciones era exponerse a ser arrastrado envuelto en un remolino de agua y arena, con pérdida del sentido de orientación; esto es, sin distinguir dónde es arriba y dónde abajo y tragar buenos buchados de agua.

Las victimas de esas revolcadas terminaban arrojados como Jonás sobre la arena, se levantaban acezantes y turulatos como zombis, con los ojos desorbitados. ¡Tremendo susto!

Toda la playa era un espectáculo que gozaban tanto bañistas como observadores. En el malecón, al final de la calle Santa Rita, el reventar de las olas formaba diversas figuras con la espuma que ascendía impulsada por la fuerza del choque. Muchos muchachos utilizaban el tajamar como trampolín para lanzarse al agua, haciendo figuras acrobáticas con el cuerpo antes de chocar con la ola.

Por las noches, las figuras que hacía la espuma al esparcirse en el aire resaltaban sobre el fondo oscuro del firmamento, haciendo el espectáculo más fascinante y atractivo.

Cada vez que pasaba por ese sector, del malecón o tajamar de la calle Santa Rita, se encendían en mi mente los recuerdos de aquellos años en que nos gozábamos el mar de leva. En estos días, al pasar por allí me sorprendí, pues no se puede ver el mar ni las olas ni el horizonte ni El Morro: lo impide una valla metálica que delinea el bordillo del rompeolas.

sábado, 17 de octubre de 2009

Pero perdido no estaba

Se perdió. Se perdió. Salió temprano, recién bañado, vestido con camisa a cuadros azules y pantalón corto de caqui. Calzaba zapatos de lona azul con suela de caucho y las medias de listas blancas, rojas y azules hasta las rodillas.

Que lo vieron por la cancha de La Castellana viendo jugar. En La Castellana no lo encontraron. Que estaba en el estadio Eduardo Santos en el entrenamiento del Unión. El Unión Magdalena lo apasionaba. Era una locura y no perdía un partido los domingos de local. Desde el viernes le armaba la murga al papá para que con tiempo comprara las boletas. Conocía perfectamente la alineación de éste y de los demás equipos del campeonato nacional, y en casa mientras jugaba picando pelota contra la pared imitaba a los locutores deportivos con la transmisión de un partido imaginario.

No. No estaba en el estadio y tampoco había entrenamiento.

Que lo habían visto en el campo de los gringos. Para allá iba alguien que regresaba con la negativa. No había esa mañana un solo niño en el campo de los gringos, ni siquiera los que tenían por costumbre escaparse del colegio y pasar la jornada de la mañana viendo jugas beisbol.
Los vecinos dejaron atrás la indiferencia y cambiaron sus rostros de acuerdo con las circunstancias. Todos se mostraban preocupados y solidarios. ¿Dónde diablos se habrá metido ese muchachito? Era la constante.

Alguien se enrumbó hacia oriente, más allá de la línea del tren, por los lados de “La Coquera”, pensando que podría estar observando a los obreros de la construcción del mercado público, pero no. Tampoco estaba por esos lados.

Descartado quedó que pudiera estar por los lados de la playa, pues le tenía tanto horror al mar que ni siquiera se atrevía a verlo a distancia; no obstante, algunos muchachos del vecindario ya habían hecho el recorrido por el camellón sin resultado alguno.

De pronto apareció la señora Crucita con su olla, que regresaba de hacer la venta de la mañana de buñuelitos de fríjol, bollos limpios y de queso, chorizos en bolitas y butifarras. Viendo las caras de espanto y tragedia de todos, indagó qué era lo que sucedía. Enterada de la situación y con toda la tranquilidad que puede caber en una persona, dijo: “¿El niñito de la esquina es el que está perdido? No puede ser, si él está desde esta mañana ahí en la carpintería hablando con los carpintero, y ahorita me pareció ver que estaba almorzando con ellos”.

Y allí lo hallaron, como Jesús en el templo ante los sacerdotes, encaramado sobre un montón de tablas pontificando sobre la conveniencia de cierta alineación del equipo Unión Magdalena para el partido del próximo domingo
.

martes, 13 de octubre de 2009

Incendio en la calle San Francisco

¡Incendio! ¡Incendio en la calle San Francisco! Gritan los pasantes apresurados, alertados por el continuo tañer de campanas. La noche había entrado y la luna no se ha visto. A distancia se ve una enorme columna de humo negro salpicada por ascendentes puntitos rojos en incandescencia. De cerca, llamas altas flameadas por la brisa arrasan La Estrella Matutina.

Variado era el surtido de este almacén, atendido por el señor Farah Fresh y La Tifi, su esposa: bacinillas, platos, jarras, vasos, tazas, lebrillos, en peltre con adornos en colores, y en aluminio; tubos para lámparas, estufas “Llama Azul”. También gama completa de pitas, hilos y agujas para tejer, papel crespón, polvo de anilina, anzuelos, y cosas que el tiempo dejó atrás sin uso y sin nombre.

El fuego implacable, avivado por el viento, consumió el almacén. El techo de tejas enmohecidas se desplomó. Fue sofocado en parte por acción de los agentes de policía y de los transeúntes voluntariosos que en calderetas y baldes prestados jarrearon agua mendigada a los hidrante y, también, porque no quedó nada más que se quemara.

Al día siguiente los muchachos madrugaron. Encaramados en la pila, humeante aún, de escombro y chatarra, desafiando la alta temperatura y el filo de pedazos de vidrio, hurgaban afanados en busca de algo que rescatar. Al mediodía, tiznados de pies a cabeza, sudorosos y sonrientes, salieron con los bolsillos repletos de anzuelos y monedas de I, II y V centavos calcinadas y torcidas.

Meses después, una maquina del cuerpo de bomberos de Barranquilla cruzaba el rio Magdalena transbordada por el ferri-boat.

Operarios del Acueducto Municipal con sus directivos al mando, calzados con botas de caucho y provistos de artefactos rudimentarios de extinción, trataban de sofocar el fuego. La lucha era infructuosa. Las llamas consumían el almacén M. D. Abello & Cía. Con riesgo de propagarse a las edificaciones vecinas: unos vetustos caserones con techos de tejas. Afuera se oían detonaciones sucesivas, como metrallazos, de las botellas de licor y de vino, de latas de aceite y potes de conservas, sobrecalentados que explotaban.

Una turba, aprovechando la confusión y desafiando el peligro, sacaba a toda prisa latas de aceite, bultos de arroz y todo lo que encontraban rescatable a su paso por entre las brasas y las llamas.
Las campanas tardías de la iglesia San Francisco no cesaban de sonar. Al repiqueteo se unió el ulular de la sirena del carro de bomberos verdi-amarillo que llegaba de Barranquilla y se abría paso por la avenida Campo Serrano entre la torpeza de los conductores locales y la imprudencia de los peatones. La ciudad emergía del sopor del mediodía.

La agilidad de los bomberos, vestidos con su uniforme de orden, al saltar a tierra y entrar en actividad asombró a los curiosos que, fascinados por lo novedoso, se fueron apiñando en la acera de enfrente. ¡Eche, que vaina rara… ese carro de bomberos no es rojo! Dijo alguien de la multitud. Rápido rápido unieron segmentos y rápido rápido los bomberos estaban en posición sujetando una larga manguera mientras el chorro de agua buscaba el centro del fuego.

La reserva del tanque se agotó. Los hidrantes de las esquinas no surtieron más agua. Se vieron caras de desconcierto y una ensordecedora rechifla brotó de la aglomeración. El conductor puso en marcha el motor del vehículo, la sirena emitió un sonido triste y avanzó en busca de donde proveerse de agua.

Más tarde, los bomberos cuadrados al lado del carro daban el parte de misión cumplida. La multitud agradecida saludó con una salva de aplausos y gritos de vivas. Los bomberos de Barranquilla, agotados pero satisfechos y sonrientes, y saludando como reinas de belleza, se retiraron a bordo de la maquina verdi-amarillo sin sonar la sirena y al silencio de las campanas de la iglesia. La tarde empezaba a caer.

martes, 6 de octubre de 2009

Son recuerdos

Afloran a la memoria momentos ya olvidados, se vienen casi siempre cuando alguno de los participantes muere, para al poco tiempo volver a olvidar.

En estos días murió Mercedes Sosa. Se me vinieron encima cosas del final de los sesenta. José Luís Díaz Granados estrenaba El Laberinto y Luis Fayad publicaba Los sonidos del fuego, la fotografía de Luís en la contratapa fue tomada por mí. Me había visto tres veces Bella de día.

Escuchábamos a Piero, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa. Bebíamos aguardiente Néctar y fumábamos cigarrillos Pielroja. El tufo que generaba era demoníaco -decían. Nosotros nos sentíamos en la gloria.

Ella vestía con una sola pieza de tela blanca que traslucía los pezones erectos de sus senos sueltos y la pequeñez del biquini rojo. Sus ojos, verdes, grises, pardos, variaban de color con la variación de sus emociones mientras danzaba dando giros y azotando su larga cabellera contra la mejilla. El se limitaba a asirla por la cintura en impulsarla para que los giros fueran más rápidos. Reían a carcajadas para terminar después abrazados y tirados sobre la cama, con el tendido rebujado.

Era toda una maraña humana desbordante de amor y sexo. Comenzaba sobre el lecho y los alcanzaba el sol de mediodía acostados desnudos en el piso sobre el tapete.

Alejandra, sólo Alejandra, apareció. Dejaba su alegría y placer por la vida y se iba para regresar. Era como un ángel o un espanto que aparecía no sé de dónde y se iba igual para algún sitio. Nadie sabía nada, tampoco se preguntaba. Era ella, Alejandra, y eso bastaba.

Su recuerdo, igual que otros, se había perdido en los vericuetos de la mente y extrañamente aparece ahora que ha muerto Mercedes Sosa. Tal vez removido por tantas canciones de ella que se han escuchado en estos días.

Una mañana lluviosa, después de saborear un café bien cargado y sin azúcar, y compartir un Pielroja hasta consumir el indio, Alejandra dijo: chao, nos vemos.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Clemencia Tariffa

Los gatos, encaramados sobre las viejas tejas enmohecidas, aullaron durante toda la noche. La luna, con los cuernos hacia arriba, apenas entraba en creciente. El amor de tantas fantasías no llegó, tampoco volvería a llegar la madrugada, nunca jamás.

Esa mujer que escribía poesía erótica detrás de la puerta donde el mundo se movía exacto, que cantaba bajo el agua sin que los peces lo supieran, que podía estar bajo la luna “en un mecedor azul triste y desnuda cantando frente al espejo”, murió.

Ha muerto Clemencia Tariffa.
El mejor homenaje que puedo brindar a su memoria es guardar silencio mientras leemos algunos de sus poemas:

SEPIA
Una hebra de cabellos
un crespo bello púbico
¡oh cuánta melancolía!

***

Amémonos
bajo los ojitos de Santa Lucía
convirtiéndonos
en ángeles, en bestias
en dioses y demonios
a la vez.

***

Yo no puedo pedir
un aro de Saturno
para mi delgado puño
ni una cinta de agua
para amarrar tristezas.

En cambio
si puedo ofrecer
la excitante abertura
que centra mis labios.

SENOS
Suaves, pequeños y tiernos
siempre erguidos, siempre firmes.

Senos de carne blanda
grácil figura y vaivén excitante,
que invitan a probar
las delicias de la tez canela.
Tallados sin aguja, ni cincel
sobre musgo secreto
son montes cubiertos de azúcar
para una boca insaciable.

***

Ahora
que hacemos el amor
sin mirar qué día es
o sentirnos culpables.
Ahora
que acariciamos las piedras,
inclusive,
gritamos palabrotas.
Ahora
que el aire es liviano
como el aliento de los niños
escribiremos un poema.

***
Somos dos figuras extrañas
que se diluyen
sin conversación
ni protocolos fatuos,
solamente,
con el deseo
hundido en la carne.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Dos visiones ante la muerte

Sólo se oye el sonido pedregoso al resbalar el ataúd dentro del cañón del mausoleo. Después el rastrillar de la llana esparciendo la mezcla húmeda de cemento y arena para sellar la placa de concreto al cierre de la sepultura.
Los familiares y amigos se retiran apesadumbrados, sollozantes algunos, pero todos saben que ahí queda. El amigo o familiar ha muerto; eso de por sí trastorna el orden sentimental de los allegados. Ha habido un rompimiento de relaciones directas entre los que sobreviven y el fallecido, mas el hecho de que el cuerpo de éste permanezca próximo da un alivio o consuelo en la pena. Ésta se hace menos dramática.
Es posible para los deudos visitar la tumba, donde una lápida de mármol identifica el nombre de quien allí reposa. Las visitas pueden ser a diario, en los primeros días, semanal, mensual y luego por fechas especiales: cumpleaños, aniversarios, día de los difuntos.
La pena por los difuntos cuyos cuerpos son inhumados en sepulturas se va diluyendo lentamente, con el tiempo. La primera etapa dura entre dos y medio y tres años. Los deudos saben y cuentan con que el cuerpo del ser querido que falleció está ahí, haciendo caso omiso del proceso natural de descomposición. Es tanto así como una esperanza, aunque incierta, pero está en un lugar donde visitarlo, hablarle y llevarle flores. Eso es, en cierta manera, un consuelo.
Pasado el tiempo los restos son trasladados a un osario. Es una especie de segundo funeral, aunque sencillo. Ya el pesar, el dolor y la pena han tomado condiciones llevaderas, los familiares se han acostumbrado a la ausencia permanente.
En días pasados murió un amigo. Estuve en la funeraria y también acompañe a familiares y amigos en los rituales fúnebres, y hasta ayude a cargar el cofre hasta la carroza, cuando ya salía el cortejo.
Detrás de la carroza fúnebre partieron un bus y varios vehículos particulares con amigos y familiares. Salieron en caravana para Barranquilla donde el cuerpo de mi amigo sería cremado.
Yo no fui, permanecí de pie viendo salir los vehículos, y los seguí con la vista hasta cuando se perdieron en la distancia, confundidos con otros, y mi mirada se perdió también entre cosas y nada.
De pronto reaccioné y caí en la cuenta que el cadáver de mi amigo sería incinerado. Que en cuestión de algunas horas toda su dimensión física quedaría convertida en algo menos de una libra de ceniza. Sentí un vacio en el estomago y permanecí un buen rato enredado en un cruce de ideas vagas y difusas, como inmerso en una extraña nebulosa.
La cremación del cadáver de un allegado propicia una ruptura brusca, violenta de la relación que hubo en vida. Nos enfrenta de un solo golpe con la realidad de la muerte: no está, definitivamente ya no está más, nunca más. Esa es la cruda verdad con que la cremación nos enfrenta de una vez, súbitamente y no en forma dosificada como en la inhumación.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Las ventanas de la ausencia

La nostalgia empieza a formar parte de nuestro cotidiano tan pronto cruzamos el umbral de la segunda juventud (de los 50 en adelante). Se abren otros horizontes de pensamiento, y los fantasmas y demonios que tanto nos inquietaron en el pasado se convierten en aliados y cómplices para reinterpretar lo vivido. La realidad es mirada con otra lógica: con la lógica emocional de los recuerdos. Es, entonces, cuando ya no hay deseos sino recuerdos, no hay fe sino resignación y la esperanza se nos convierte en nostalgia.
Calles y casas son evocadoras de primer orden. Esas casas en su quietud avanzaron con nosotros en la formación de una historia personal, y hoy frente a ellas experimentamos la extraña sensación –como dice E. Sábato– de que al querer entrar, al intentar abrir la puerta, nos encontramos con una pared. Aquella casa de la infancia, así como las que por esa época nos llamaron la atención, son algo más que paredes y pisos, son “esos seres que la viven, con sus conversaciones, sus risas, con sus amores y odios; seres que impregnan la casa de algo inmaterial pero profundo, de algo tan poco material como es la sonrisa en un rostro…”.
Hoy, al pasar por el frente de alguna de esas, caigo en la cuenta que no era el ventanal lo que la hacia notable, sino lo que percibía en ellas: el cuadro del paisaje de un país lejano y el retrato con marco dorado colgados en la pared, los arabescos de un gran jarrón azul, la música que escuchaban, los ladridos del perro que me atemorizaba al pasar; voces, risas y llantos de unos y otros de sus habitantes.
Esa casa, tal vez, ya era vieja pero tenía “vida” y el tiempo estaba detenido y sus habitantes no envejecían sino yo, y prueba de ello es cómo al paso del tiempo el alfeizar de la ventana-balcón ya no me golpea en la frente.
Aquella otra donde vivía el niño que fue atacado por poliomielitis, quedo fijada en mi memoria no tanto por el hecho en sí, sino por la severa advertencia que con cara de circunstancia trágica me hiciera una vecina de no pasar por allí descalzo, como solía hacerlo cuando iba a la playa, porque el virus causante de ese mal –decía ella– penetra por los pies.
El misterioso encanto que parecía esconder la casa de piedras. Una especie de palacete cubierto con piedras de río, frente al mar, con jardín exterior y en el centro de éste una fuente que tenía un niño desnudo en posición de bailarín, orinándose el mundo a su antojo, y la presencia de su dueño, don Pablo García Franco, como elemento integral del conjunto. Cuando murió don Pablo, la casa empezó a envejecer y hoy, sin la fuente del niño, la casa parece esas damas con cierto grado de demencia senil que se sobremaquillan de coloretes para asistir a la fiesta de ninguna parte.
Las casas con zaguán, cada una con su historia: la de sus habitantes y la particular manera de hacer la reunión vespertina en la puerta de la calle en compañía de los mismos vecinos de siempre, a la misma hora todos los días. Y ese “adiós, adiós” cuando pasaban los transeúntes (casi todos conocidos), que iban para el camellón o regresaban ya entrada la noche.
El penetrante y característico olor de los materiales curativos y el temible zumbido de la fresadora de odontología al pasar por la casa y consultorio del doctor Edmundo Abello. Quien fuera el único odontólogo del mundo que en verdad tenía cara de odontólogo.
La familia del médico Antonio Henríquez fue muy apreciada y querida por los samarios. Pero de esa familia el referente de mayor peso no eran tanto las cualidades personales de sus miembros, tampoco el estilo de la casa que rompía la monotonía de la cuadra (calle 12, carrera2ª), lo era nada menos que la presencia de un par de perros bóxer. No es posible pensar en alguno de los Henríquez sin poner a su lado uno o ambos de esos perros con cara de perros bravos.
Aún después de tantos años, al pasar todavía percibo el sabor a limón. Es el viejo caserón republicano de columnas embebidas y balaustrada en la cornisa, en esquina de la calle de la Cruz (12) con carrera 3ª. Por los años sesenta funcionaba allí la fábrica de paletas El Nevado, del señor Lizarazo. A diario salían en caravana, para abrirse luego por las distintas rutas, los carritos blancos cargados de sabores, empujados por los vendedores que agitaban las campanillas para anunciar su presencia y despertar el deseo en niños y adultos.
Son varias las casas que permanecen detenidas en el tiempo, con sus fachadas intactas y los mismos colores, generadoras de nostalgias en sus habitantes del pasado, quienes rehúsan en lo posible pasar frente a ellas. Otras fueron reformadas y otras más, se han ido destruyendo poco a poco por cuenta del abandono. En cambio, las hay también que cambiaron su destinación: dejaron de ser núcleos de abrigo, formación y desarrollo familiar para convertirse en hospederías y refugio de amores fugaces, hasta en centros de negocios penumbrosos.
Entre los aspectos memorables de una casa están las ventanas, como ojo que ve en doble sentido y elemento abierto a los recuerdos; bien sea porque en alguna época lejana, en los retozos de la niñez, al pasar nos golpeábamos la frente o por hechos vistos o vividos en ellas. Hoy permanecen inmóviles y ciegas en su lugar como testigos del ayer.
Recuerdo aquella ventana en la que protegida de las miradas por una celosía permanecía por las tardes, en época de vacaciones, una niña muy hermosa, de belleza celestial, decían. Estudiaba interna en un colegio de la ciudad y sólo en ocasiones especiales la habían visto, con el cabello y la frente cubiertos por una pañoleta y gafas oscuras, salir a la calle en compañía de sus padres.
Todos en el sector mencionaban su belleza, y algo de ella pudimos apreciar los muchachos que venciendo la timidez y el temor al papá, logramos acercarnos y conversar de cualquier cosa con ella. A través del entramado de la celosía se apreciaban sus rasgos graciosos y unos ojos de mirada ardiente y profunda que clamaban libertad. Mas nunca la notamos triste o amargada, siempre sonriente festejaba las ocurrencias de que hablábamos y las fabulas que del internado nos contaba.
Era un hecho, sin embargo, que no despertaba la curiosidad del vecindario ni de la gente que transitaba indiferente frente a la ventana. Tres de sus hermanas menores, muy niñas aún, jugaban con muñecas y chocoritos en la terraza de la casa.
El padre, decían, era una buena persona, amable y servicial, pero celoso en extremo con la hija mayor. Y no era un cautiverio en que la mantenía oculta; sólo era una previsión, pues tal era la belleza de esta joven que no se atrevían a sacarla libremente a la calle por temor al mal de ojo y que se robaran su belleza.
El tiempo pasó y todos crecimos. Un día jueves de Semana Santa vimos salir la familia engalanada para las ceremonias religiosas. Iban el padre, la madre y siete hijos, entre ellos cuatro mujeres vestidas de blanco con volantes de encajes en las faldas y vistosos lazos en la parte trasera de la cintura. La hermana mayor, la que permanecía oculta tras la celosía de la ventana viendo pasar la vida, no relucía ya tan bella como decían, aquella belleza extraordinaria de años anteriores había desaparecido, pues sus hermanas menores se la habían robado
Cuando en la calle corríamos detrás de una bola de trapo o jugábamos al cuclí o las veces que armábamos peleas callejeras o hacíamos alguna travesura o irrespetábamos a los mayores y gritábamos cosas a los locos, siempre lo sabían en casa y al regreso nos recibían con un buen regaño. Siempre había alguien que veía desde la ventana.
No creo que exista ventana que no guarde en secreto confesiones de amor o sea testigo de nerviosos besos de primera vez, de recados y esquelas, o que no haya sido iluminada por el trasnocho de una serenata de afirmación o reconciliación. Algunas, tal vez, cuando no había rejas de hierro, registren la fuga apresurada de algún amante sorprendido por la llegada inesperada del titular. Cada ventana, grande o pequeña, de rico o de pobre, guarda la historia de gente que ya no está, de épocas idas y de muchos que quizá pronto no estaremos. Son esas las ventanas de la ausencia.

viernes, 4 de septiembre de 2009

La iglesia de San Francisco

La que recuerdo

Afrontábamos el reto, los veinticuatro de diciembre, de mantenernos despiertos hasta media noche para asistir a misa de gallo en la iglesia San Francisco.
Desde el coro, según el ingenio de Alfredo Ovalle, por dos cables extendidos hasta el pesebre en el altar mayor se deslizaba la imagen del Niño Dios al momento de nacer. Bajaba en una canastilla sostenida por dos ángeles. Al siguiente año descendía en paracaídas o en una esfera cerrada que se abría en dos al llegar al pequeño lecho de paja.
Día a día, ha sido la tradición, durante el novenario cambian la representación del pesebre, ambientado por decorados con paisajes y vegetación de Belén y sus alrededores. María y José en imágenes de madera y yeso, con extremidades articuladas y un burro en lámina de cartón, con pelo color pardo, que después fue cambiado, cuando éstos desaparecieron, por otro de color gris, aparecen representando diversas actividades: María cocinando y José llevando leña; María sobre el burro llevado de cabestro por José; y otras.
En aquella iglesia de San Francisco de la infancia al fondo del altar mayor se erigía un retablo de tres cuerpos en madera fina labrada. Empotrada en el cuerpo del medio, la imagen de las Tres Ave Marías o de la Santísima Trinidad: Jesús, María y el Padre bajo el resplandor del Espíritu Santo en forma de paloma que revolotea sobre ellos. En el lado izquierdo la de San Antonio de Padua sosteniendo al Niño Dios sobre un libro y con un ramo de azucenas y en el derecho la de San Francisco de Asís. Eran imágenes elaboradas en madera cubierta con yeso.
El sacerdote oficiaba en latín de espaldas a los feligreses y un monaguillo lo auxiliaba y respondía la liturgia. El libro del catecismo del Padre Astete traía en un apéndice al final la celebración de la misa; nunca pude aprenderme esa jeringonza.
El presbiterio estaba limitado por el comulgatorio, formado por una balaustrada en madera de carreto donde los participantes recibían la comunión de rodillas.
Las homilías y los sermones se decían desde el púlpito. El cual estaba hecho en madera labrada, de forma octagonal, y el tornavoz, también en madera, tenia incrustada en el centro la imagen de una paloma con las alas abiertas: el Espíritu Santo que iluminaba al orador. Algunas familias de la época tenían sus propios reclinatorios, identificados con los apellidos correspondientes, lo que les daba un sitio de privilegio en la parte delantera.
Para llegar a la iglesia se subían varias gradas. Pasada la puerta una mampara impedía la vista plena la interior (parte de un antiguo ritual). Por el lado derecho, la imagen de Jesús de la buena esperanza y a su derecha, de rodillas y encadenado el reo de la historia de la sandalia de oro. A lo largo de la pared, en sus altares, la imagen de la virgen del Carmen, San Pedro y San Pablo, la virgen del Perpetuo Socorro, con su aura radiante; el Niño Jesús de Praga, un bulto pequeño con capa y corona real sosteniendo el mundo en una mano. San Pancracio, joven de contextura atlética y generoso en favores, en un pedestal a un lado de la nave central cerca del comulgatorio.
Por la izquierda, al fondo, sobresalía la imagen de Jesús Nazareno con túnica de terciopelo morado, cabellos naturales (donados por distinguidas damas) tres potencias de plata incrustadas en la cabeza. El rostro y las manos de un color caramelo que valió el llamado de “Divino Negro” por el padre Federico López. Esta imagen es una autentica reliquia artística; asombroso logro el de ese rostro adolorido y apesarado.

El incendio

El 29 de junio de 1962, pasado el medio día, se incendió la iglesia de San Francisco.
Fijada en andas la imagen del Sagrado Corazón de Jesús estaba preparada para la procesión de las cuatro de la tarde. La iglesia, con las puertas cerradas aún, lucía esplendorosa. El altar mayor estaba engalanado con cirios y veladoras encendidos que reflejaban un calido ambiente entre el colorido de los gladiolos, los pompones y los claveles. La conflagración inició en el altar mayor. La llama de una veladora había alcanzado el mantel. El fuego se propago. Las imágenes de San Francisco y San Antonio se convirtieron en ardientes teas de santidad. La compleja estructura de la Santísima Trinidad crepitaba estragada por la llamas. La paloma blanca, icono del Espíritu Santo, ardió con fuego propio que se extendió a las vigas del techo. Un intrépido fraile de apellido Bautista rescató el sagrario y puso a salvo al Santísimo.
La armazón del retablo se vino abajo. En medio del estropicio y la nube de humo y cenizas se oyó el eco liberado de una voz. Era la voz del padre José Darío Uribe cuando celebrando misa, con los ojos cerrados, los brazos extendidos, de frente a los fieles y levitando, exclamaba: ¡O-RA-TES FRA-TES! Esa voz que retumbaba en el recinto y penetraba a fondo la conciencia de los asistentes estuvo atrapada durante años detrás del altar mayor.
Por la puerta lateral, sobre la carrera cuarta, apareció de pronto el hermano Echeverri llevando sobre sus hombros la imagen de Jesús Nazareno, intacto, sin el roce siquiera de una chispa en la túnica de terciopelo morado. ¡Se salvó el Divino Negro, bendito sea mi Dios!, gritaba saltando emocionado el padre Federico López.
El Nazareno siempre estuvo cerca del presbiterio, próximo a la puerta que comunicaba con la sacristía. De puro milagro no fue alcanzado por el fuego y oportuno el hermano Echeverri, pues no bien salía con la imagen acuestas cuando una viga en llamas descendió y dio al traste con el tornavoz y la base del púlpito. Cayeron más vigas. El fuego abrasó la balaustrada en madera del comulgatorio, los bancos y los reclinatorios, aun los reclinatorios individuales de propiedad y uso exclusivo de algunas familias.
En el fondo de la nave derecha, las imágenes de la virgen del Perpetuo Socorro, el Niño Jesús de Praga y san Pancracio, todas, por el recalentamiento, se desperdigaron en fragmentos irrecuperables.
Afuera, en el atrio, la loca Rosarito, embutida en un batón mugriento que alguna vez fue blanco, dejó sobre el piso la caja de cartón que llena de cosas llevaba siempre consigo, echó hacia atrás la cabeza coronada por una abundante mata de pelo tieso, levanto los brazos y gritó:¡Socorredle, socorredle, que es obra del maléfico!.
La plaza se había llenado de gente curiosa atraída por el incendio y de fieles preparados para acompañar la procesión. Se distinguían la terciarias vestidas de carmelito; las legionarias de todas las ordenes, de blanco; los estudiantes del San Luís Beltrán con su banda de guerra, uniformados de saco azul turquí y pantalón crema. Un extraño personaje con la cara tiznada y surcada de lagrimas se desplazaba entre la multitud exhibiendo la cabeza calcinada de San francisco. Los acólitos permanentes y los muchachos que se disputaban entre sí por tocar las campanas a la hora del Ángelus y los repiques para misa, lloraban a lágrima suelta abrazados a Jóbita, la señora encargada de los quehaceres del templo, quien lloraba también sin consuelo.
La gente aglomerada en la plaza, asombrada y afligida lloró, lloró con sentimiento y derramó ríos de lágrimas, pero éstas no fueron suficientes. Una máquina del cuerpo de bomberos de Barranquilla se abrió paso hasta llegar al atrio. Los bomberos saltaron pertrechados para entrar en acción, pero ya era nada lo que quedaba por extinguir.

Se quemó gran parte de la memoria católica de Santa Marta. La iglesia aquella de la infancia ya nunca más, pues sobre las ruinas no fue una reconstrucción lo que hicieron sino otra iglesia lo que construyeron, por cierto que inadecuada para el clima de la ciudad. Conservaron la fachada colonial que por donde quiera que se aprecie no es posible que encuadre con el resto de la construcción.

miércoles, 19 de agosto de 2009

La cuadra de los Bermúdez

En esa época creí que los alcaldes salían de los cuadros al óleo colgados en las paredes de museos antiguos. Años después hube de convencerme de cosa muy distinta.
En la calle de la Cruz (12) entre carreras 4ª y 5ª, en la puerta de una casa grande, de zaguán y altos ventanales permanecía un policía sentado en una silla de madera. Era la casa de la familia Ceballos Angarita, de donde veía salir todos los días, con paso firme y solemne, al señor Alcalde municipal de Santa Marta. El doctor Juan B. Ceballos Pinto caminaba: “Buenos días, señor Alcalde”, “adiós, señor Alcalde”. Se dirigía hacia su despacho en el Palacio Municipal, al costado norte de la plaza de la catedral.
Al lado derecho de aquella casa, en un amplio lote descubierto y con fachada de estilo funcionaba el cine Paraíso. Después fue convertido en parqueadero de vehículos, atendido por un señor de nombre David.
Subiendo hacia la avenida Campo Serrano (carrera 5ª) seguían dos casas con techos de tejas y fachadas parecidas aunque de diferente color. En la primera, de color gris, vivía el magistrado, doctor Juan Benavides Macea. Admirado y respetado.
La otra, de color amarillo, era más amplia y limitaba con la esquina. Su propietario, gerente del Acueducto de Santa Marta, salía los sábados cerca de las tres de la tarde ataviado con botas pantaneras, sombrero vueltíao y mochila en la que cargaba además de cosas un viejo revolver de quiebre calibre 32 con las balas adheridas al cilindro por el óxido; era don Andrés Gregorio Ceballos que salía para su finca El Líbano.
En la esquina habían abierto un local donde funcionó el almacén de ropas del señor Orlando, “el loco”, Bermúdez, Varias veces candidato al concejo.
La cuadra de enfrente comienza con el local (carrera 4ª) donde estuvo el almacén El Roble. El aviso de éste era un pelao, feliz y contento, colgado de un gancho por la cintura.
Seguido vienen: la casa donde vivió don Rodrigo Vives, padre de los Vives Echevarria; la de los Bermúdez Cañizares; el local del almacén Vidrios Planos de Diógenes Villalba; el de las oficinas del almacén Universo y de la empresa de artículos en espuma “Collo”.
Frente al portón del Paraíso, la casa que fuera de don Manuel Ariza y doña Josefa Guardiola. La casa de Lucy en la eternidad de sueños, recuerdos y fantasías de juventud, de Lulo y de Leo.
Al lado, la de los Bermúdez Bermúdez. Recuerdo que en el patio interior, al lado de un sesquicentenario y enigmático árbol de tamarindo estaba sembrada una pértiga de hierro por la que, atado con una cuerda a un aro metálico, se deslizaba de arriba abajo y de abajo arriba un agresivo mico, escandaloso, chillón y onanista. Cuando había visitas aumentaba el fragor de sus monerías.
Viene luego la casa donde vivieron Teresita y Marina Bermúdez, parientes de Orlando.
Termina esa cuadra que he llamado de los Bermúdez con la esquina de la fatalidad.
Tiempo después que doña Alicia Bermúdez terminara la remodelación y abriera las puertas del almacén Alicia, siguiendo la costumbre, una noche de tantas, en sillas y mecedoras, se reunió el grupo de amigas y vecinas en la acera, frente a la puerta del almacén. El tráfico vehicular por la avenida Campo Serrano era escaso. Sin que pudieran percatarse y reaccionar un vehículo fuera de control subió el andén y arremetió contra el grupo. Los heridos no pudieron asistir al sepelio de doña Alicia.

lunes, 10 de agosto de 2009

Es ella la ratera

Sólo después que Miguel viajó para no volver, fue cuando se supo toda la verdad sobre los angustiosos hechos que inquietaban a Magola.

Ella le aseguraba haberlo visto entrar y salir en varias ocasiones de la alcoba, del comedor, del salón de visitas, y le hacía notar con insistencia que la condición de él como pensionado en esa casa apenas le permitía ocupar la habitación que compartía con dos costeños más y utilizar el cuarto de baño que previamente se había dispuesto para ellos.

No había sitio seguro en la casa. Las gavetas de la cómoda, los floreros de las flores artificiales de la repisa del Sagrado Corazón de Jesús, las gavetas del aparador, el botiquín del baño privado dentro de la alcoba eran los sitios donde Magola guardaba su dinero, y de todos ellos se le habían estado desapareciendo uno, dos y hasta tres billetes.

Todo señalaba que Miguel era el responsable de esas pérdidas. Sin embargo Magola no había querido encararlo por consideración con sus padres, a quienes conocía y eran gente de bien. Reflexionaba, además, en la situación de ese muchacho lejos de su casa en una ciudad lúgubre donde el frío provoca comer dulces y tomar bebidas calientes a cada momento, y que seguramente el dinero que le enviaban de su casa no le alcanzaría. Y que de pronto, tal vez, hasta fumaba.

Aunque no eran grandes sumas de dinero las que supuestamente sustraía ese muchacho, hacían mella en la economía doméstica. Eran ella y sus tres hijos y sólo contaban con lo que ella ganaba como secretaria y las pensiones de los muchachos.

Ni los hijos de Magola ni los compañeros de Miguel tenían conocimiento de lo que estaba pasando. Magola sólo había comentado lo que sucedía con esa niña, y era ella quien la había inducido a pensar en Miguel como culpable.

Miguel estudiaba en una universidad privada y por los comentarios de sus compañeros se sabía que era buen estudiante. Sin embargo una tarde regresó de clases, empacó sus pertenencias y se marchó. A los compañeros les dejó el catre, la colchoneta y la almohada con sólo cinco meses de uso, para lo que ellos quisieran.

Pasaron tres meses sin que Magola volviera a tener faltantes en el dinero que guardaba, pero con la primera quincena de septiembre detectó que de uno de los floreros de la repisa del Sagrado Corazón de Jesús habían sustraído algunos billetes.

Reaparecieron los faltantes y ahora además de dinero estaban desapareciendo algunas joyas de juventud que guardaba en un cofre de madera labrada, en el fondo de la cómoda.

En los sitios de las desapariciones Magola empezó a encontrar algunos indicios que cuidadosamente fue guardaba en un frasco de vidrio.

Meses después y llena de razones, una mañana convocó a sus tres hijos y a los dos costeños, con quienes tenía parentesco. Sentados en torno a la mesa de comedor, Magola comenzó el relato minucioso de los hechos y de las sospechas que había guardado sobre Miguel, y a manera de expiación de conciencia exculpó al muchacho.

Luego tomo en sus manos el frasco donde había guardado los hallazgos y le dio varias vueltas entre los dedos; estaba lleno de hebras largas de pelo amarillo. El menor de los hijos, como si supiera de qué se trataba todo ese drama, se tapaba la boca con el pañuelo para contener la risa.

Magola miró a su hijo mayor, destapo el frasco y se lo acerco diciéndole: Son de María Angélica, mijo, tu novia… ¡Es ella la ratera!

lunes, 3 de agosto de 2009

Los peluqueros

Las cosas en el tiempo desaparecen o se transforman para proseguir.

En los años 50 y comienzo de los 60 las peluquerías eran sitios sobresalientes, identificados por el pirulí en la pared de la entrada, una barra con franjas rojas, azules y blancas pintadas en espiral. Algunos eran luminosos y giratorios, otros, fijos.

Se diría en esa época que los peluqueros, igual que el son, venían de Cuba. Que yo recuerde estaban las peluquerías o barberías del señor Restrepo en la avenida Campo Serrana, al lado de lo que hoy es el edificio del Café; del señor Francisco Rojas, más conocido como Paco en la carrera segunda o Calle del Río entre calles 15 y 16 y la Cubana del señor Luís Socarrás en la calle 12 entre carreras cuarta y quinta, después se pasó para la avenida Campo Serrano con calle once cuando compró la que con lujo de detalles había abierto el argentino y jugador del Unión Magdalena Alberto Pascale.

No se trata esto de un estudio o investigación que me exija mencionarlos a todos, pero sí he de decir que también hubo peluqueros criollos, algunos viven todavía en pleno uso de sus facultades.

La peluqueada con el señor Socarras era la orden cuando las mechas sobresalían por encima de las orejas. Él siempre de camisa blanca de mangas largas y con las tiras del corbatín sin anudar. Era característico el olor del tabaco, fumaba Ducales, que venían empacados en una cajita de madera. Siempre pensé que esa era una peluquería para gente mayor. Para leer mientras se esperaba el turno sólo había, sobre una mesita, periódicos viejos.

En cambio donde Paco era diferente, para leer se encontraban, además de periódicos, ejemplares atrasados de la revista Bohemia y todos los paquitos de todos los personajes de la época. Cuando tocaba el turno de subir a la silla, era también el turno de Paco: tomaba la palabra para reiniciar el recuento de anécdotas contadas y recontadas, al extremo que el cliente debía permanecer sentado después de terminado el corte, para que Paco terminara también de contar la historia.

Paco se trasladó al barrio “los manguitos” donde siguió atendiendo a sus fieles clientes, y en el local quedó el señor Amadis, reconocido como el “Pelón”.

Entró en vigencia la era de los estilistas y los salones unisexis. Así, en esos salones, mientras tinturaban a una señora, en el lavadero se encontraba un señor con la cabeza espumeante de shampoo, en tanto que otro recibía tijeretazos al vuelo moldeándole un corte tipo ejecutivo.

Las peluquerías y barberías se vinieron a menos, pero no desaparecieron. Algunas se mantienen activas con dos o tres sillas, aunque por el aspecto general se concluye que las cosas no andan muy bien, pero se mantienen.

Las viejas peluquerías o barberías estaban provistas de sillas reclinables especializadas, con un solo pedestal, giratorias y levadizas. Los salones modernos sustituyeron éstas por las giratorias de oficinas, y los que menos por sillas plásticas.

Pero como las cosas después de alcanzar cierta dimensión empiezan a retroceder, o a renacer, encontramos hoy, en varios sitios de la ciudad, peluquerías al aire libre.

En la avenida Libertador, al bajar el puente de Mamatoco, encontramos debajo de un amplio toldo tres sillas plásticas en plena ocupación por sendos clientes cubiertos con la típica capa y cada uno atendido por un artista de las tijeras. En la avenida del Ferrocarril, por las proximidades del mercado hallamos dispersos dos o tres y así en otros sitios y barrios de la ciudad.

El pleno parque de Bolívar, estrenando sitio después de la remodelación, al caer la tarde encontramos al aire libre un peluquero en pleno uso de sus facultades artísticas, peluqueando a un cliente sentado en una silla de plástico y protegido por la tradicional capa.

sábado, 25 de julio de 2009

El encanto de viajar en buseta

Es ya costumbre en Santa Marta que los pasajeros conversen animados y distraídos en el paradero de busetas de servicio público mientras esperan que llegue la ruta. No corren riesgo de perder el transporte que les corresponde, así estén de espaldas a la vía, pues las busetas llegan en medio de atronador sonido de pitos, se detienen y el conductor o su ayudante vociferan la rutan, y no es de extrañar que se baje el ayudante y pretenda llevar del brazo y subir al pasajero, sea hombre o mujer.

El abordar es cuestión de proeza y habilidad para sostenerse en píe. No bien el pasajero ha alcanzado la plataforma cuando la buseta arranca con fuerza, y si no está bien agarrado termina estrellado de cabeza contra en vidrio trasero o la de alguno de los que van sentados en la última banca.

Por regla general quien aborda una buseta le toca entrar en la cadena de “pase el pasaje”. Lo normal aquí es que el pasajero después de acomodarse, si es que puede, empiece a hurgar en los bolsillos buscando el dinero, y si es mujer termina volteando el contenido del bolso sobre las piernas del vecino: salen los cepillos llenos de pelos, los paquetes de protectores, el desodorante, el celular y el cargador, ganchos y pinzas, etc. Cuando por fin encuentra el valor del pasaje, comienza el toque toque de hombros: “por favor pasa ahí… gracias”, y así la cadena hasta llegar al chofer. Cuando hay vueltos, vuelve y juega de regreso: “Vueltos del billete de diez…”.

Como de todo hay en el paraíso, conozco una señora que sólo sube a la buseta si le toca puesto detrás del chofer, le encanta ese lugar; dice que le fascina el papel de recaudadora de pasajes, pues así presta un servicio al prójimo.

Muchos de estos vehículos requieren que el pito suene permanentemente, además de una serie de modalidades de chiflidos y sonidos estridentes, para poder andar, pero eso es apenas parte del concierto obligatorio, veamos: casi todas llevan equipo de sonido, los parlantes están instalados en la parte trasera y como no es justo que el chofer se pierda el vallenato del momento, debe subir el volumen para que por encima del ruido y la distancia pueda escuchar adecuadamente. Eso significa que los pasajeros, y más los de los puestos de atrás, deban soportar estoicamente la estridencia.

A esto se agrega que el ayudante para indicar al conductor que debe detener el vehículo palmotea tres y cuatro veces la lata del techo: plat plat plat… Por supuesto nadie se queja, porque eso es ya parte integral de la cultura ciudadana.

A esto se agrega la sorpresiva entra en acción de un vendedor de caramelos en fantásticas promociones, todos tienen el mismo estilo y entonación, como formados en la misma escuela. En ocasiones son seguidos de raperos o cantantes, Son muy educados, después de saludar llamando la atención se excusan por la interrupción y la molestia que puedan causar.

Los conductores detienen las busetas en cualquier sitio para recoger pasajeros, no así cuando éstos tratan de quedarse. Si el pasajero desea bajarse en la próxima esquina, antes de pasar la calle, entonces debe encomendarse y rezar a todos los santos para que el semáforo esté en rojo, porque como esté en verde es inevitable que lo lleve hasta el otro lado de la calle, así le toque al pasajero devolverse y correr el riesgo innecesario de cruzar la calle.

Bueno, ya han dicho que tenemos la magia de tenerlo todo y si esto no fuera así, sería, definitivamente, muy aburrido viajar en buseta.

jueves, 16 de julio de 2009

Dónde está Delly

Cuando cayó la malla verde que bordeó el parque de Bolívar por más de un año, vi ese desierto de adoquines. Caminé entonces, bajo el sol de las primeras horas de la tarde, hasta llegar al lado izquierdo de la estatua ecuestre de Bolívar. Estaba intacta, no había cambiado nada salvo que héroe y caballo parecían recién salidos de una lluvia de ceniza volcánica.

Contra ese lado de la base, debajo de la leyenda, me estrelló ella. Hermosa, peliraro, parecía venir de algún elenco ruso, griego o romano. Me agarró por las orejas, yo estaba desprevenido, me atrajo hacia ella y me beso. Ese beso lo sentí en todos los recovecos del cuerpo y del alma, y se me tensionaron todas las cuerdas reales y del imaginario dormido de la inocencia.

Cuando se apartó de mí me miró con cara de entusiasmo celestial, yo tendría, tal vez, cara de idiota terrenal. Hizo una mueca y me empujó con todas sus fuerzas contra el pedestal de la estatua. Ahí quedé sentado, pensando en Delly, su hermana y mi novia. Delly fue mi primera novia y éramos aún muy niños.

Ella era una morena de ébano como la reina de Saba, me gustaba hasta estremecerme los huesos. Mis hermanas y las amigas se dieron cuenta de eso y empezó la ponedera de pereque. Cecilia y Sarita, dos hermanas que frecuentaban el parque porque vivían cerca, nos miraban de reojo.

Después de un matiné nos fuimos para donde “Coli” y allí se inventaron que jugáramos a la botella. Siempre se las ingeniaban para que el pico de la botella quedara señalándo hacia ella o hacia mí, y la penitencia que nos imponían era un beso. Eran besos fugaces de niños timidongos. Pero una noche, al lado izquierdo del pedestal de la estatua ecuestre del Libertador, nos tomamos de las manos, nos acercamos uno al otro y juntamos los labios, estaban fríos por los nervios, y hasta chocamos los dientes. Lo que sea, pero fue un beso y así empezamos. Cecilia nos miraba. A mí sólo me interesaba Delly.

Los domingos íbamos todos a matiné o nos reuníamos donde “Coli” o en mi casa. Por las noches todo el grupo iba al parque de bolívar. Estando allí, con disimulo nos apartábamos para sentarnos en una banca donde no nos vieran. Pero la hermana, esa que parecía rusa, griega o romana se quería interponer entre ambos, aunque en ocasiones daba la impresión de apoyarnos. Estaba siempre atenta a lo que hacíamos y en una de esas nos encontró besándonos. Esa noche, después de haber sido cómplice en más de una ocasión, nos habló amenazante y con cara de brava. Cuando llegaron a la casa, sin remordimiento alguno, la acusó: “Mami, no sabes… que Delly…”

Tocó entonces vernos a escondidas. El último encuentro fue en la tienda del Señor Lomanto, propiciado por una de sus hijas. De la tienda nos fuimos para el camellón y agarrados de las manos corrimos por la orilla chapoteando agua. Después nunca más volví a verla. Por eso, si alguien la ha visto…




Julio 2009

miércoles, 15 de julio de 2009

Sigo de a pie

Más allá de la mitad de la cuadra, atrás quedó la mujer de los ojos tristes que vende tinto, encontramos un típico puesto de venta de libros viejos. No sólo vende libros sino que también los permuta y cobra algunos pesos por el cambio. Alquila revistas Play Boy y similares, que los lectores devoran de pie o sentados en una rustica banca. Para proveerse, como es de esperar, también compra libros leídos.

En algunas ciudades las tiendas de libros viejos manejan el inventario en la memoria del computador; aquí, el anciano dueño del puesto guarda su inventario en dos baúles grandes de madera y en su memoria el listado de los títulos que posee.

Más adelante, frente a un supermercado, está el paradero de busetas. Para que los usuarios llegaran hasta allí fue necesario cercar el bordillo del andén con una malla metálica, desde la esquina hasta la casucha. Aun así, esa esquina es un despelote, porque allí aparcan también los mototaxistas en espera de viajeros.

Es el cruce de la calle 10 con carrera 9ª, que viene del mercado; o mejor dicho, de lo que fue el mercado y donde aún quedan ventas de toda clase de cosas, ocupando la vía pública. Son como mercados taiwaneses o filipinos. La gente viene de hacer sus compras cargando con bolsas, canastos, paquetes y sacos. Se aglomeran en esa esquina esperando o buscando transporte. Los conductores de motos y busetas accionan los pitos como locos desesperados. Las busetas se cruzan unas con otras y los mototaxistas hacen acrobacias entre los otros vehículos en su afán por conseguir un pasajero.

Superado el laberinto de esa esquina se sigue por un ambiente más calmado, aunque con notable influencia por la cercanía a la zona de mercado. Pasan los carros de mula de cuatro llantas en los que se mercadean frutas y verduras anunciadas por megáfonos. A lado y lado de la calle siguen locales comerciales pintados de colores fuertes que dan la impresión de pastillas de una acuarela infantil. Son almacenes de artículos para zapatería, de ropa y calzado, pinturas; talleres y depósitos.

En el andén, en la puerta de un taller se encuentra una escultura en chatarra; no es de Simón Bolívar ni de Santander, de Bastidas o de Colón y mucho menos del cacique Posihueica, es de un soldado de la 2ª guerra mundial y la cara, indudablemente, es la mismísima de cara’e choque.

Avanzando, el sector sigue siendo comercial pero entre local y local se encuentran casas de habitación de estilos tempraneros (años 50) sin muchas pretensiones arquitectónicas.

Por las tardes es común ver grupos de hombres y mujeres sentados alrededor de una mesita, sobre el andén o la calzada, jugando cartas o dominó. Uno de esos es frecuentado por una mujer de cabello negro, liso y largo, de porte andaluz, siempre sosteniendo a un lado de la boca un cigarrillo a medio consumir y con la ceniza entera.

Yendo de a pie

Prefiero caminar a un tormentoso recorrido en buseta, aunque dadas las circunstancias a veces es inevitable someterse a ello en determinadas horas del día.

Desafiando la reverberación solar de las tres de la tarde, inicio el recorrido. Aparece, como una bendición, el sombrío debajo de los aleros del techo de las bodegas de café, pero después no queda más que la sombra que proyectan los cables de energía eléctrica y uno que otro árbol de trébol o roble.

Es la calle 10. Aunque camino no logro escapar al ruido de los pitos de las busetas y motos. Parece que estos vehículos para andar necesitan, además de gasolina o gas, que les suenen el pito sin misericordia alguna. Los conductores argumentan que si no lo hacen la gente no ve la buseta, y de pronto hasta razón tienen, porque aquí se da el extraño caso que los pasajeros esperan tranquilamente a que las busetas se detengan frente a ellos y el conductor o su ayudante les informen la ruta invitándolos a subir.

Por esta calle transitan los vehículos que cubren las rutas de Almendro-Bastidas y de Taganga. La calzada parece un campo bombardeado y los laterales permanecen ocupados por camiones aparcados mañana y tarde. A esta hora, afortunadamente, ya ha pasado el barullo que se arma al medio día con la salida de las alumnas del Laura Vicuña y la congestión de carros de servicio público y particulares que esperan para recoger a las niñas.

Llegando a la esquina no hay andén. Sobre la tierra descubierta se encuentra una camioneta con la parte delantera sin llantas, levantada y soportada por tacos de madera y pedazos de ladrillo a manera de gato. Debajo, acostado sobre cartones en el piso, un hombre de overol sucio de grasa quemada, y sin camisa observa el motor por la parte de abajo. Un grupo de señores y una mujer joven, a menos de un metro de distancia, juegan macana agitando las fichas dentro de un botellón de plástico.

En el cruce de la carrera 11, sobre la acera de los almacenes de artículos eléctricos está ella. Hace menos de un año la vi por primera vez. Era entonces una mujer hermosa, paisa a no dudarlo, con un cuerpo escultural, cabellos largos, elegante vestir y de ojos grises, brillantes y saltones. Pedía cuerda, como suelen decir. Hoy es una mujer flaca, con el cabello corto disparejo y maltratado, pobremente vestida, vende café en un termo, y ella misma se ofrece en alquiler para el goce ocasional. De aquella hermosa mujer sólo quedan los ojos grises, pero tristes.

Aligero el paso para llegar a la siguiente esquina y cruzo a la izquierda. La calle permanece inundada de aguas negras y el hedor es insoportable.

Julio2009

Entre comparsas y letanías

El mejor sitio que encontré para ver pasar el carnaval fue el almacén. Tenía yo nueve años y era lunes de carnaval. Detrás del vidrio, por encima de bolsas de confites y paquetes de galletas, los vi llegar. Eran unos muchachos de diversas edades, todos semidesnudos, apenas con una pantaloneta, con el cuerpo cubierto con aceite quemado y negro de huno, llevaban en las manos un palo embadurnado de negro con el que amenazaban a la gente con tiznarla si no les daban una moneda. Se referían a la moneda de cinco centavos, que era de cobre y con el cinco en romanos (V). “Chinco… chinco”, decían con voz gutural, en actitud intimidantes.

Las personas mayores los llamaban fantomas y nosotros les decíamos indios. En especial no hacían nada, sólo andaban por las calles cerrándoles el paso a los transeúntes, hostigándolos para que les dieran una moneda. Yo les tenía miedo y me limitaba a observarlos detrás del mostrador.
Como el almacén quedaba sobre la carrera cuarta, cerca de la plaza de San Francisco, allí llegaban o pasaban casi todos los disfraces y comparsas. Algunos venían en tren o en bus de Ciénaga o de los pueblos de la Zona Bananera; otros, de los barrios de la ciudad.

Desde allí gozaba viendo las danzas y actuaciones de los distintos grupos. Recuerdo la Danza de los diablos, extraída de las festividades de Corpus Cristi. Eran hombres disfrazados con camisas y pantalones rojos, terminados en puntas y en cada una había un cascabel, las mascaras o caretas de diablo estaban montadas sobre recuadros y se las ponían más como sombreros que para taparse el rostro, y en los talones, a manera de espuelas, llevaban filosas hojas de cuchillos. La danza consistía en el cruce rítmico de las piernas, con el riesgo de cortarse con los cuchillos, al son de acordeón y tambor. El sonido era similar al que se les oye a los conjuntos musicales de los indios de la Sierra Nevada.

Otro grupo llegaba, de pronto, con una caja de madera como una pequeña tarima y sobre ésta figuras articuladas de hombres y mujeres, accionadas desde abajo como marionetas, ejecutaban el baile del pilón o las pilanderas. También con música de acordeón y tambor. Con sonido igual al anterior.

La cacería del tigre, conformada por tres hombres como cazadores, vestidos de caqui, con sombrero de corcho y provistos de rifle, otro disfrazado de perro y otro de tigre. Mientras el perro dormía a pata suelta, los tres cazadores husmeaban en busca del tigre, en tanto que éste se les iba por detrás y les hurgaba el trasero. Así hasta cuando mataban al tigre y decían algunas letanías. Los observadores se reían, aplaudían y contribuían con algunas monedas.
Otro de los disfraces simpáticos era el del parto callejero. Un grupo de hombres disfrazados de mujer, una de ellas en avanzado estado de gravidez, uno de médico y otro de enfermera. Entraban haciéndose notar por la gritería, la mujer embarazada después de romper fuente se tiraba al suelo y comenzaba a gritar por los dolores de parto, los gritos eran expresiones grotescas alusivas al presunto padre y la irresponsabilidad de traer un niño con lo grave de la situación económica. Las comadronas obligan al médico para que intervenga, pero éste no sabía qué hacer y consultaba a la enfermera quien tampoco sabía. Al fin atienden el parto y nace la criatura, por lo general era una iguana atontada. Y de inmediato las otras mujeres o comadronas con el bebe en manos buscan entre los observadores al padre responsable, quien debía aportar para comprar el alimento de la criatura, sin que los demás quedaran exentos.

Las carnestolendas desbaratan y ridiculizan lo solemne, y entre risas y maizena se oyen algunas verdades. En aquellos años, personajes de la intelectualidad y la picaresca local salían en grupos y, como rezanderas de oficio, dejaban oír verdades envueltas en letanías y rogativas.
Enero 2009

De tracción animal

Cabrilla larga, traga peos, gasolina verde, gritaban los pelaos cuando pasaba un carro de mula.

El primer carro de éstos que recuerdo era una expresión de cosa bien hecha. Pintado de color amarillo crema, del que llamaban marfil. La estructura en madera con las piezas bien diseñadas y cortadas. De poca altura. Tenía en la parte delantera una caja para guardar cosas que servía de pescante. El resto eran divisiones en las que iban ordenados cantaros de leche.

Las ruedas de los carros de mula, en aquel tiempo en que había pocas calles pavimentadas, eran grandes, de madera, radiadas y con un aro de hierro alrededor. Años más tarde, cuando la mayoría de las calles y carreras estuvieron cubiertas por el concreto y el hierro de las ruedas amenazaba con dañarlas, fueron remplazadas por llantas de caucho, desechadas de los automotores. Se perdió así el encanto clásico de esos carros.

Por lo general la carrocería estaba formada por un mesón, algunos con posibilidad de ser volcados para vaciar el material transportado, y provisto de soportes laterales. Los carros de mula se quedaron en un periodo de transición y rodando sobre llantas prestadas de automóvil continúan prestando el servicio de transporte de carga en una ciudad que igual se disuelve en una extraña transición histórica. En otras ciudades también ruedan por algunos sitios.

En carnavales, en la batalla de flores, los carros de mula hacían presencia importante. Engalanados con palmas y festones multicolores, y las mulas o burros ataviados con sombreros y guirnaldas, desfilaban en caravana con la alegría del palmoteo de manos y el sonido de tamboras.

Muchos disfraces de grupos preferían moverse en este medio que en camiones o andar el circuito de a pié. El carro de mula fue y aún es un elemento importante en los carnavales de Santa Marta. Pero además era utilizado, aun fuera de temporada de carnaval, como expresión de algo simbólico por algunos grupos de jóvenes y mayores, para después de una noche de fiesta dar en la madrugada el paseo circunvalar por la ciudad.

Con tambora a bordo y tomando licor, hasta de pronto ron con tinto, en medio de nubes de maizena recorrían la avenida Campo Serrano, la calle Cangrejalito, el Paseo Bastidas y la calle Santa Rita, hasta cuando el Sol rompía el encanto del amanecer y el entusiasmo se convertía en guayabo. Ese paseo era como la vuelta olímpica en un estadio de fútbol para los parranderos amanecidos.

Un cuadro de felicidad pude apreciar en diciembre pasado. Vi pasar un carro de mula en el que se transportaban el señor, la señora, dos niños y un perro flaco. Uno de los niños llevaba las riendas, el perro ladraba y movía la cola y todos risueños y contentos, mientras el carro avanzaba a la velocidad del trote de la mula, festejaban algo.

Febrero 2009

Hielo y petróleo

El Campanilleo anunciaba la aproximación del pequeño carro tanque de dos ruedas de caucho, movido por la tracción de un burro, que traía el gas o petróleo y que después llamaron querosén. La parte delantera de la carrocería estaba provista de techo para proteger al conductor del sol y de la lluvia, y la trasera de un tanque cilíndrico grande con una llave en la parte baja de la tapa posterior. En estos carros vendían a domicilio el combustible para las lámparas y en especial para las estufas de la época. (50 – 60)
La más afamada estufa de ese entonces era la Perfectión, distribuida por el almacén Solano Hnos. A un lado de estas estufas salía un tubo con un dispensador sobre el cual se colocaba un botellón de vidrio que contenía el gas-oil.
En muchas casas de aquella Santa Marta se cocinaba con carbón o leña. Los burros cargados con bultos de estos combustibles circulaban por calles y carreras, llevados de cabestro por el vendedor quien pregonaba sus ofertas.
Al lado de la estación de energía eléctrica El Pueblito funcionaba la fábrica de hielo, ésta tenía un depósito en la calle de la Acequia entre carrera quinta y sexta, allí se agolpaba a diario la flota de carritos amarillos que distribuían el hielo por toda la ciudad.
Eran carros jalonados por burros o mulas, que tenían sobre la carrocería un cajón pintado de amarillo con la palabra hielo a cada lado. En la parte trasera tenía una compuerta deslizable hacia arriba por donde con la ayuda de unos garfios en forma de tijeras, el conductor y vendedor jalaba el bloque de hielo, que cortaba con precisión piqueteándolo con un punzón.
No habían llegado los refrigeradores aún. Las tiendas tenían unos cajones grandes de madera, como baúles, donde echaban hielo picado para enfriar las bebidas embotelladas. En las casas donde no había nevera compraban pedazos de hielo para mantener agua fría durante el día.
Los carros de tracción animal que se ven en el interior del país tienen cuatro llantas, lo cual hace más ligera la carga y menos fatigoso el esfuerzo para el animal. En los últimos tiempos esta clase de carros se ven circular en la ciudad. Muchos de ellos utilizados para vender frutas y verduras, voceando las ofertas con la ayuda del sonido estridente de un megáfono.
En varias ocasiones he visto en plana calle una mula o un burro derribado de agotamiento por el exceso de carga. Sin exagerar, en esos momentos el animal tiene la mirada de una persona desesperanzada, pidiendo clemencia al casi siempre molesto conductor que a patadas y madrazos pretende que el agobiado cuadrúpedo se levante. Con los carros de cuatro ruedas ese problema ha disminuido, y muchas veces se ve pasar una carro de esos con el burro o la mula al trote, con expresión de sonrisa y mascando chicle

Febrero 2009

Que siga la fiesta, carajo

Cuando niños teníamos la impresión de que durante los días de carnaval la gente escondía los muertos, y sólo hasta el miércoles de ceniza los sacaban para llevarlos al cementerio.
Eso pensábamos porque en los tres días de las carnestolendas no veíamos pasar ningún entierro por la avenida Campo Serrano ni por la carrera sexta, que eran las rutas acostumbradas de los sepelios por ese sector de la ciudad. Los únicos entierros visibles eran los de joselito carnaval el día martes.
En cambio el miércoles de ceniza salían cortejos fúnebres de todos los puntos cardinales, por la mañana y por la tarde, tantos que los sepultureros tenían que buscar emergentes.
Eso era al menos lo que imaginábamos y dio bases para nuestra especulación infantil.
Conocí la historia de un viejo veterano que vivió casi toda su vida en una de las fincas ubicadas en la periferia urbana, donde trabajaba.
Se dice de este viejo curtido por el sol, el viento y, en especial, por el agua que gozaba del amor fiel de cinco mujeres. Con la extraña particularidad que eran amigas y comadres entre sí, además de vivir en el mismo barrio.
Pese a que este apasionado don Juan vivía solo y, que se sepa, nunca pasó una noche entera con ninguna de ellas, todas lo amaban y respetaban. Se sabe que tuvo hijos, pero nada se conoce de ellos.
Cuentan que el viejo era todo un maestro en los oficios amatorios, razón por la cual las cinco mujeres deliraban por él. No tomaba trago ni parrandeaba, y el tabaco sólo lo acompañaba en las vigilias en noches de luna llena, mientras controlaba el curso de las aguas.
Las cinco amigas y comadres, en cambio, todas fumaban calilla con la candela para dentro de la boca. Tomaban ron caña, eran parranderas y bailadoras de cumbia de pollera larga hasta los tobillos y flor de cayena sobre la oreja. En todos los carnavales organizaban reinado de veteranas, desfile en comparsas en la batalla de flores y durante los tres días bailaban desde el medio día hasta la media noche, en el palacio real en uno de los barrios más antiguos de Santa Marta.
Un lunes de carnaval, a eso de las tres de la tarde, en plena rumba, les llegó la noticia de que el viejo estaba enfermo de gravedad o de pronto muerto en el Hospital San Juan de Dios.
La fiesta no se terminó, sólo se suspendió, que no se mueva nadie, dijeron. Todos los movimientos quedaron como congelados en el tiempo. Las cinco mujeres, angustiadas, bajaron de afán hasta el hospital en un carro de cortesía, y como una tromba entraron en el pabellón de hombres. Allí encontraron al viejo sentado en la cama recibiendo atenciones de una joven enfermera. Las cinco amantes saludaron, rodearon la cama y lo escrutaron visualmente, luego se miraron unas a otras y, como siguiendo un libreto ensayado, dieron media vuelta y salieron…
De regreso entraron en la casa que hacia de palacio real, tocaron las palmas para llamar la atención y gritaron: Que siga la fiesta, carajo, que ese viejo e´mierda aún está vivo.

Febrero 2009

Lo llamaban Caneco

Frisaba yo, entonces, los doce años. Lo vi venir. Caminaba en medio de la acequia seca, con pasos cadenciosos. Marcaba el paso posando en la arena los extremos de una larga vara que hacía girar con su mano derecha, midiendo así la extensión del trabajo de limpieza que hiciera del canal.
Era un hombre alto, entrado en años, de piel negra salpicada por manchas de vitíligo en manos y pies. Usaba un viejo sombrero de fieltro color café que concentraba todos los olores del mundo, pero él, se le notaba, se mantenía bien aseado.
Estuvo ahí, cuando de temerario monté y traté de cabalgar en una yegua. Al andar mi cuerpo pendulaba hacia un lado y hacia otro, buscando tal vez el mejor momento para caer a tierra. Cuando el animal ya apretaba el paso y era inminente la caída, apareció él con los brazos en cruz: “Shoo, jegua”, gritó. La yegua se detuvo y él se acercó con esa sonrisa pícara que sólo hacen los sabios ancianos, tomó las riendas y me dio las indicaciones primarias de cómo montar a caballo.
Algunas tardes lo veía venir cruzado de piernas sobre el lomo de un burro de andar lento. Regresaba de ver cómo evolucionaban sus hornos de carbón, que más adelante tenía encendidos. También lo vi llevar de cabestro el asno cargado con bultos de carbón: iba para Mamatoco y de regreso estaría un rato refrescándose en la tienda de Bartola.
Vivía en un ranchito de zinc. Era, si mi memoria no me falla, de una sola pieza que servía de recibo, alcoba y cocina. El fogón estaba formado por tres ladrillos negros de aristas redondeadas por el hollín. De un alambre de púas pendían dos pedazos resecos de carne salada y en una cacerola deforme y ahumada, mantenía reblandeciendo en remojo otro pedazo para el almuerzo de ese día.
La choza tenía puerta y una amplia ventana, en un rincón la hamaca que recogía todas las mañanas. El piso era de barro repisado y brillante. La casucha estaba próxima al corral de las vacas paridas y separada de la casa grande por la acequia bordeada de capachos que florecían en varios colores.
Los domingos, cuando no salía para Mamatoco en el burro, lo visitaban dos mujeres, una joven y otra mayor. Se sentaban afuera en asientos de madera con fondo y espaldar en cuero de res. Después de conversar algo, él se entraba con la mujer de más edad y cerraban la puerta y la ventana de la cabaña, en tanto que la mujer joven se paseaba por la orilla de la acequia oliendo las flores o arrojando piedrecitas al agua.
Tenía el oficio de regador, eso decían. Por las tardes hablábamos: unas veces me refería historias de mujeres en carnaval y otras, sobre el trapiche que funcionó allí no más, al otro lado.
Nunca supe su nombre de pila, de eso estoy seguro, pero sí, que lo llamaban Caneco.
Enero 2009