Las películas de entonces me llevaron a desear un caballo. Sin
saber, y de atrevido, monté uno en la finca de mi abuelo. El susto y el regaño
no fueron suficientes para disipar el deseo.
El abuelo llegaba a casa en las noches. Yo estudiaba cuando él se
acerco a saludarme y saber cómo iban mis estudios.
–Abuelo, regálame un caballo.
–Cuando te aprendas el
padrenuestro, y lo digas sin equivocarte, te traigo el caballo –contestó.
Noches después, cuando
llegó, no esperé que él se acercara, yo salí a su encuentro.
–Ya me sé el padrenuestro
–le dije.
–Bueno, te felicito y dime
¿Dónde vas a guardar el caballo?
–En el pasadizo que
comunica el patio con la calle, abuelo.
–Perfecto, me parece un
sitio adecuado –dijo él.
Emocionado traté de seguir
estudiando, pero qué va. No lograba concentrarme. Me imaginaba cabalgando por
la calle con las pistolas y el sombrero que recibí de regalo de navidad.
–Abuelo ¿y el caballo trae
ya la silla de montar?
–Si tú así lo quieres, la
traerá –contestó.
–Pero abuelo ¿ese pasadizo
no será muy estrecho para ese animal?
–Eso tú lo sabrás –me
dijo.
–Abuelo ¿y la paja para
que el caballo coma? Aquí en la casa no hay.
–Eso tú lo sabrás –volvió
a decir.
–Abuelo, abuelo… ¿el patio
será espacio suficiente para que pueda caminar sin que el perro lo moleste?
Él me miró con cierta
ternura y sonrió. Yo comprendí que me daba la misma respuesta: “Eso tú lo
sabrás”
El abuelo continuó su
visita, bebió café y comió galletitas. Pasado un rato se despidió y cuando
cerró la puerta del automóvil y se disponía a partir, lo alcancé.
–Abuelo, abuelo… mejor
dejamos el caballo en la finca y cuando yo vaya lo veo.
–Eso tú lo sabrás, mijo…
hasta mañana.