Me la leí
tal como está presentada, de un tirón. Estoy seguro, aunque no voy a ejercer de
crítico, ni más faltaba, que cuando se dispuso en la Habana a soltar el primer
chorro de palabras ya tenía armado el dichoso rompecabezas. Tomaron forma y
fueron articulándose unos detrás de otros los pensamientos y obsesiones
conforme a la lógica de sus propios recuerdos y vivencias. Así también los
heredados y prestados. De una. José Luis Díaz-Granados se lanzó a escribir esa
novela, novelilla, antinovela o colcha de retazos ennovelada armado con su
cadena conductora, visible solo en instantes por lo mismo, vástago del que
colgaría cada uno de los retazos o jirones de su historia.
Desorganizando
lo dicho por él, me atrevo a decir: Huy, mierda, ah caramba, opa, qué inspirado
construyó esta catedral de palabras, dando los pasos necesarios para realizar
una obra de arte, con cierta dosis de elementos de perfección literaria y con
toda la riqueza de recursos posible. Pues sí. Y aunque la noche más negra borre
su adorada ciudad, ella siempre será para él la misma rosa blanca de todos los
amaneceres. Y esto, claro está, atado fuertemente a la cadena conductora:
Vulcana Manjerrés.
Vulcana,
una hermosa niña que vive y estudia en Medellín, se le aparece en Santa Marta,
le toma la mano y lo lleva en compañía de la madre de ella y otra niña a pasear
por el camellón. Sin entender siquiera qué era el amor, se fue enamorando de
ella sin saberlo. Desde entonces ella lo mantuvo tomado de la mano,
convirtiéndose para él en la encarnación de Santa Marta, su ciudad amada.
El día de
la despedida, al terminar las vacaciones, desde la esquina de la calle del Rió
con calle Grande Vulcana, con su voz inconfundible, lo llamó por su nombre y lo
invitó a dar un paseo con sus padres. Pero ya partían para el aeropuerto.
Cuando volvió a mirar a Vulcana solo vio su estampa de niña divina que lo
miraba en la lejanía al tiempo que él entraba en un auto oficial. Durante el vuelo
a Bogotá él recreaba una y otra vez la imagen de Vulcana, con sus bellos ojos
felinos y su ancha sonrisa saludable y feliz, detenida en la esquina, esperando
para siempre la respuesta a su invitación a pasear. No volvieron a verse,
convirtiéndose ella en un recuerdo tormentoso y obsesivo para él, que se
extenderá hasta el final.
Es, pues,
ese el vástago del que va colgando José Luis sus vivencias y recuerdos de Santa
Marta y, como dije antes, los heredados y prestados también. Son hechos
desarrollados a lo largo de la Calle Grande
o calle 17 entre la carrera 8ª y la 1ª o el camellón, vinculados con su extensa
familia paterna y amistades, de casas enormes, de techos de tejas, con zaguán, granes ventanales y patio
interior. Son trozos de la historia política y social entre los años 1946 hasta
comienzos, tal vez, de los 70. Margoth Valdeblanquez, madre de José Luis, juega
un importante papel en esos años de la infancia, lo mismo la Tía Haydeé y un grupo
grande de mujeres, pero la estrella, su personaje inolvidable, y así lo confiesa
el mismo autor, es su padre, Manuel José Díaz-Granados Cotes, El Chivito.
En 130
páginas, editadas por Caza de Libros de Ibagué, Tolima, en febrero de 2012,
José Luis Díaz-Granados, poniendo frente a él como interlocutor o receptor
directo a Joaco Zúñiga, va contando, sin puntos apartes, en un solo e inmenso párrafo,
los detalles de su vida en Santa Marta, desde su nacimiento en el Hospital San
Juan de Dios y su regreso a éste veintiocho días después, morado y
prácticamente del otro lado. Nos dice sobre su permanencia en la Acción Católica y
sus compañeros, la edificante competencia de periódicos manuales entre él y
Oscar Alarcón Núñez: El Ciudadano y El Samario. Así continua narrando hechos y
situaciones e incorporando una gran cantidad de personas corrientes y
distinguidas de cada momento; penetrando a sitios desde el club Santa Marta
hasta bares, cantinas y prostíbulos, nadie se escapa de esa pluma envolvente
del autor. Es una escritura franca, sencilla y abierta, que en su momento, sin
mucho guantelete, usa el término castizo adecuado.
Entre un
relato y otro, sutilmente introduce como solución de continuidad capsulas
conceptuales, conformadas por alguna reflexión poética o aportes al juego de la
literatura con especiales toques filosóficos, de los que suavemente se
desprende otro relato. Es una novela
experimental cuyo único ensayo es la obra es sí, donde se ha considerado lo que
mucho(a)s samario(a)s van a reclamar: “¿Pero se te olvidó contar esto o
aquello! ¡Si tú me hubieras buscado, yo te hubiera contado un montón de
cosas!”. Muy propio y típico del samario(a).
18 de
abril de 2012