jueves, 19 de abril de 2012

Sobre el Fulgor de la Calle Grande de José Luis Díaz-Granados


Me la leí tal como está presentada, de un tirón. Estoy seguro, aunque no voy a ejercer de crítico, ni más faltaba, que cuando se dispuso en la Habana a soltar el primer chorro de palabras ya tenía armado el dichoso rompecabezas. Tomaron forma y fueron articulándose unos detrás de otros los pensamientos y obsesiones conforme a la lógica de sus propios recuerdos y vivencias. Así también los heredados y prestados. De una. José Luis Díaz-Granados se lanzó a escribir esa novela, novelilla, antinovela o colcha de retazos ennovelada armado con su cadena conductora, visible solo en instantes por lo mismo, vástago del que colgaría cada uno de los retazos o jirones de su historia.

Desorganizando lo dicho por él, me atrevo a decir: Huy, mierda, ah caramba, opa, qué inspirado construyó esta catedral de palabras, dando los pasos necesarios para realizar una obra de arte, con cierta dosis de elementos de perfección literaria y con toda la riqueza de recursos posible. Pues sí. Y aunque la noche más negra borre su adorada ciudad, ella siempre será para él la misma rosa blanca de todos los amaneceres. Y esto, claro está, atado fuertemente a la cadena conductora: Vulcana Manjerrés.

Vulcana, una hermosa niña que vive y estudia en Medellín, se le aparece en Santa Marta, le toma la mano y lo lleva en compañía de la madre de ella y otra niña a pasear por el camellón. Sin entender siquiera qué era el amor, se fue enamorando de ella sin saberlo. Desde entonces ella lo mantuvo tomado de la mano, convirtiéndose para él en la encarnación de Santa Marta, su ciudad amada.

El día de la despedida, al terminar las vacaciones, desde la esquina de la calle del Rió con calle Grande Vulcana, con su voz inconfundible, lo llamó por su nombre y lo invitó a dar un paseo con sus padres. Pero ya partían para el aeropuerto. Cuando volvió a mirar a Vulcana solo vio su estampa de niña divina que lo miraba en la lejanía al tiempo que él entraba en un auto oficial. Durante el vuelo a Bogotá él recreaba una y otra vez la imagen de Vulcana, con sus bellos ojos felinos y su ancha sonrisa saludable y feliz, detenida en la esquina, esperando para siempre la respuesta a su invitación a pasear. No volvieron a verse, convirtiéndose ella en un recuerdo tormentoso y obsesivo para él, que se extenderá hasta el final.

Es, pues, ese el vástago del que va colgando José Luis sus vivencias y recuerdos de Santa Marta y, como dije antes, los heredados y prestados también. Son hechos desarrollados a lo largo de la Calle Grande o calle 17 entre la carrera 8ª y la 1ª o el camellón, vinculados con su extensa familia paterna y amistades, de casas enormes, de techos  de tejas, con zaguán, granes ventanales y patio interior. Son trozos de la historia política y social entre los años 1946 hasta comienzos, tal vez, de los 70. Margoth Valdeblanquez, madre de José Luis, juega un importante papel en esos años de la infancia, lo mismo la Tía Haydeé y un grupo grande de mujeres, pero la estrella, su personaje inolvidable, y así lo confiesa el mismo autor, es su padre, Manuel José Díaz-Granados Cotes, El Chivito. 
 
En 130 páginas, editadas por Caza de Libros de Ibagué, Tolima, en febrero de 2012, José Luis Díaz-Granados, poniendo frente a él como interlocutor o receptor directo a Joaco Zúñiga, va contando, sin puntos apartes, en un solo e inmenso párrafo, los detalles de su vida en Santa Marta, desde su nacimiento en el Hospital San Juan de Dios y su regreso a éste veintiocho días después, morado y prácticamente del otro lado. Nos dice sobre su permanencia en la Acción Católica y sus compañeros, la edificante competencia de periódicos manuales entre él y Oscar Alarcón Núñez: El Ciudadano y El Samario. Así continua narrando hechos y situaciones e incorporando una gran cantidad de personas corrientes y distinguidas de cada momento; penetrando a sitios desde el club Santa Marta hasta bares, cantinas y prostíbulos, nadie se escapa de esa pluma envolvente del autor. Es una escritura franca, sencilla y abierta, que en su momento, sin mucho guantelete, usa el término castizo adecuado.

Entre un relato y otro, sutilmente introduce como solución de continuidad capsulas conceptuales, conformadas por alguna reflexión poética o aportes al juego de la literatura con especiales toques filosóficos, de los que suavemente se desprende otro relato. Es  una novela experimental cuyo único ensayo es la obra es sí, donde se ha considerado lo que mucho(a)s samario(a)s van a reclamar: “¿Pero se te olvidó contar esto o aquello! ¡Si tú me hubieras buscado, yo te hubiera contado un montón de cosas!”. Muy propio y típico del samario(a).

18 de abril de 2012