domingo, 8 de enero de 2012

A propósito de "La piedra"


Piedras

Por: Clinton Ramírez C.

La piedra que ilustra el texto que Joaco Zúñiga publica en su blog me trae a la cabeza el primer trozo de alumbre que contemplé en una desaparecida botica de Ciénaga.

Blanca, transparente, astillada en los bordes, pareciera tener la forma y el tamaño del fragmento que Silvio, el farmaceuta de pantalones de tirantes, exhibió en la palma de la mano al percatarse de mi curiosidad. Tendría acaso siete años y mi hermano y yo acompañábamos a la abuela, quien, cada cierto tiempo, entraba a la botica de la mano de alguno de nosotros, ahora sé que a aprovisionarse de árnica, acido bórico, alumbre y otros menjunjes.

La piedra fue el instrumento predilecto de nuestra infancia en un barrio pendenciero y bulloso. Estuvo siempre a tiro de mano a la hora de aporrear techos, partirle el tarro a los rivales de ocasión y atinar sin temor a cuanto pájaro asomaba en el cielo de nuestros frondosos patios.

Las piedras, feas o hermosas, lisas o redondas, de cerros o de ríos, nunca faltaron que sepa en las batallas campales que a principios de los setenta los estudiantes del San Juan del Córdoba libraban contra la policía y el ejército en desarrollo de unas huelgas que la memoria torna legendarias.

Nosotros, chicos pero útiles, las acarreábamos desde los patios profundos a los sardineles de donde los estudiantes, enfurecidos, descamisados y con los rostros cubiertos con sus blusas, las tomaban para lanzarlas a los agentes del orden, los cuales, sin perder la disciplina, a manera de olas mecánicas, le hacían el quite a los proyectiles con sus escudos de pastas. Los bandos en contienda ocupaban dos o tres manzanas de la avenida, avanzando y retrocediendo según el aguante de uno y las cargas de piedras disponibles del otro. Disputas que, transcurrida un par de horas, terminaban con el lanzamiento de gases lacrimógenos, algunos estudiantes detenidos y uno que otro policía tajado por alguna piedra.

Después, cuando el tiempo nos hizo hombres y menos inteligentes, aparecieron otras piedras: finas, toscas, preciosas, imposibles de contener, desbordadas hasta el susto, cuerpos vibrantes, diseñados para esclavizar legiones, más que nombres olvidados a voluntad.

Piedra y piedras. La piedra que alguien le voló a un amigo, el nombre de un un mango –mango de piedra-, el de un río de Santa Marta, las piedras de las tetillas de los adolescentes, las cuales, a punta de cuchara caliente, hay que extirpar. Los Piedris, una familia de Ciénaga a la que le perdí el rumbo como a muchas otras. Pero también, imposible de evitar en estas páginas, expresiones ambiguas o exactas que contienen la palabra y que hacen carrera civil con total soltura: “Botó la piedra, le saqué la piedra, se le voló la piedra, me dio la piedra”.
Una piedra del tamaño de un puño le descargó en la frente un vecino a otro durante una disputa de esquina. ¿Qué motivó el ataque? Quizá no importe. ¿De dónde salió? Acaso tampoco tenga importancia saber que el agresor la llevaba en un bolsillo trasero. El punto es que cayó cerca de mis pies al rebotar en la impenetrable cabeza del agredido. Apenas le salió un chichón sobre el ojo derecho, una ondulación con un punto de impacto encima que alguien le disolvió con hielo esa tarde en la esquina de los hechos, la misma donde siguieron bebiendo caña con agua de coco y jugando dominó como si nada hubiera sucedido.

La conservé en una vitrina de la sala de la casa muchos años. La defendí de los malos ojos de mi abuela, de las manos ligeras de mi hermano, hasta que uno de mis compañeros de bachillerato logró, a fuerza de insistencia, sonsacármela para una colección que tenía, conocedor de la pequeña historia que la puso en mi poder la tarde de un sábado.

Piedra asesina como no he vuelto a ver otra, un auténtico proyectil, maciza, gris con pizcas oscuras a la manera de lunares, insensible a las miradas intrusas, una verdadera bala de cañón colonial que rebotó como una bola de goma en la cabeza de mi vecino agredido.

Aún puedo sentir su peso, su calor y su forma en mis manos de entonces al momento de recogerla.