viernes, 5 de agosto de 2011

Deja esa foto quieta en su portarretrato

Ursula y Antonio mantuvieron una relación estrepitosamente ardiente. Se amaron. Se amaban tanto que a no dudarlo estaban sintonizados en la misma frecuencia. Como los personajes de una novela famosa, Ursula y Antonio no acordaban los encuentros, simplemente se encontraban. Se veían en la cafetería del almacén Ley, en la esquina de la 18 con 5ª, en el Café Bucaramanga. Tan extraña era la sintonía entre ellos que en una ocasión Antonio iba a bordo de un bote bordeando los acantilados de Taganga, y de pronto le entró un afán por llegar a la orilla y cuando el bote tocó tierra, ahí estaba Ursula con una amigas. Por supuesto, Antonio saltó a tierra y se fundió en tan apretado abrazo con ella que los huesos sonaron y el sonido de éstos se escucho en el bote que se alejaba continuando su curso.

Ninguno de los dos tenía forma de comunicarse con el otro. En casa de Ursula no había teléfono y ella desconocía el número del de la casa de Antonio. No obstante, esa sintonía entre ellos les permitía encuentros que quizás no se hubieran dado tan bien si se los hubieran propuesto. Se encontraban caminando por el camellón con ganas de darse un baño de mar por los lados de Tahití y listo, ambos estaban preparados para ir a playa, provistos de vestidos de baño y toallas. Se encontraban, a veces, después del mediodía caminando por la avenida Campo Serrano y sin mediar palabra Antonio asía a Ursula de la mano y se iban directo al apartamento de un amigo de él donde pasaban la tarde tejiendo entre ambos una enmarañada red para que el amor no se les escapara.

Una tarde de cualquier día Ursula le dijo: “Viajo mañana”. No dijo adónde iba ni por qué ni para qué, sólo lo abrazo, le beso los labios, dio media vuelta y avanzó a lo largo de la calle. Antonio, con las manos entre los bolsillos del pantalón, con los ojos bien abiertos y una extraña mueca en los labios, la siguió con la mirada hasta cuando Ursula desapareció entre la gente y la distancia.

Pasaron varios años. Cualquier tarde Antonio recibió una llamada telefónica: Hola, como estás… Sólo llamaba para saber de ti, te mando un beso, chao. Era Ursula y no dijo nada más. Pasado un tiempo se repitió la llamada pero igual, no dejaba saber nada de ella, ni dónde estaba.

Antonio debió viajar a Bogotá. En una esquina de la calle 26 con carrera 7ª se topó con ella. Ursula se conmocionó y quiso escapar, mas Antonio la detuvo asiéndola por los brazos. No puedo verte… Olvídate de mí…  Por favor déjame ir. Ursula siguió a paso rápido y se esfumó entre los transeúntes. Días más tarde Antonio, presintiendo que ella vivía o trabajaba por el sector, empezó a merodear por ahí. No tardó mucho cuando un día se toparon de nuevo. Igual que hacía cuando se encontraban en la avenida Campo Serrano en Santa Marta, la tomó de la mano y sin mediar palabra la condujo a un apartamento cercano. Ella no ofreció resistencia. No hubo preguntas ni reclamos. No hubo diálogo alguno, solamente se amaron hasta ya entrada la noche. Estando ya en la calle se besaron una vez más, y ella se alejó de prisa.

Pasaron ventidos años. Cada uno hizo su vida, hubo otros amores y llegaron los hijos. Una tarde, con el sol ya anaranjado y cercano al horizonte, se encontraron en Santa Marta. Ursula esperaba un taxi frente a la alcaldía y Antonio salía del café del parque. Sin sorpresa ni mucha emoción se saludaron de beso, como si apenas hiciera algunas horas que hubieran dejado de verse.

Antonio la miraba y recorría todo el cuerpo de Ursula con la vista. Estaba tan alta como siempre había sido, pero con las caderas más anchas y las nalgas más notorias y macizas, sus tetas medianas sobresalían ante la ausencia de protuberancia abdominal. “Aja, y ahora qué. Nunca me has visto”. Antonio la tomó del brazo y cruzaron la calle para entrar en el café. Se hicieron en la mesa más apartada y estuvieron largo rato conversando, no sé de qué, y cruzando miradas que terminaban con sonrisitas picarescas como de novios de aquella vieja época en matinée. Intercambiaron números de teléfonos y direcciones electrónicas, y se despidieron.

Desde el principio Antonio hizo intentos por soplar sobre las cenizas del viejo fogón tratando de revivir el fuego, pero Ursula en forma categórica le dijo que eso ya era una etapa superada, que dejara ese presente por allá lejos. No se refería al pasado como tal sino como aquel o ese presente.

Hablaban por teléfono con mucha frecuencia o se escribían por correo electrónico. Se encontraban esporádicamente, ahora sí, con previa cita. Se estaban, entonces, toda la tarde o todo el día como dos viejos amigos hablando  de sus vidas y proyectos, y de pronto, muy fugazmente, juntaban los labios en un beso espontáneo que terminaba en risotadas. Ursula tenía mucho aprecio por Antonio y le gustaba su amistad, en verdad se querían, pero se mantenía firme en que todo había quedado en aquel presente de hace más de veintidos años. Antonio no perdía oportunidad para intentar remover cenizas. En una de esas Ursula le dijo: “Mira Antonio, ya hemos conversado bastante sobre eso; de una vez por todas te lo pido, deja  esa foto quieta en su portarretrato”.

El otro: Torre de papel 1947