sábado, 31 de octubre de 2009

La época del chipi chipi

En esa época, y me refiero propiamente a los años cincuenta, en las proximidades de la bahía se percibía el olor a yodo. La brisa arrastraba un tufillo de mariscos muertos y de agua salada. Los colores del mar cubrían una amplia gama de verdes y azules agrisados en mezclas con amarillos ocres y violetas profundos.

Distinto en todo sentido al lúgubre verdiazul tiznado de negro con olor a mierda que se presenta hoy día a la vista de todos y revuelve nostalgias en contraste con viejos recuerdos de lo que fue y ya no volverá a ser, sencillamente porque desapareció y la naturaleza no se regenera igual por más máscaras o caretas que quieran ponérsele encima para ocultar la huella indeleble del paso de las generaciones.

Era aquella Santa Marta rezagada, que algunos han llamado bucólica, tal vez por su cadencia poética y por su relativa tranquilidad en el paso de las cosas. Diferente a lo que era Barranquilla: impetuosa, metida en el comercio y con vientos de industria, donde las personas ya andaban de prisa y los carteristas y raponeros ya habían hecho su aparición en la escena delictiva, condición de las ciudades avanzadas en el desarrollo comercial. Aquí apenas se contaba uno que otro ladronzuelo, que todos conocían.

Al caer la tarde las familias se sentaban a la puerta de las casas, en mecedoras y taburetes a tomar el aire fresco. Eran pocos los vehículos que transitaban en ese entonces, por lo que era también poco el riesgo que corrían esas familias. Esa costumbre ha estado tan arraigada en los samarios que aún persiste en algunos barrios y es frecuente toparse con esas pintorescas escenas en algunas calles del centro. Cabe decir, de paso, que sorprende también la soledad que hoy se observa en algunos sectores pasada la hora vespertina.

El baño de mar en la bahía era la rutina de los niños y jóvenes en el periodo vacacional. Era costumbre de muchos ir muy temprano para recoger chipi chips, una especie de almejas pequeñitas que se encontraban bajo la superficie de la arena y quedaban al descubierto por un instante tras el reflujo de la ola. Por el lado norte, frente del edificio de la Aduana, donde terminaba la playa abundaba el chipi chipi, igual que los cangrejitos.

Los pelaos llenaban potes que llevaban a sus casas, donde preparaban el típico y afamado arroz de chips chipi, que igual que el de tití, prácticamente desapareció de la dieta samaria, aunque sigue siento un plato apetecido en el resto del Caribe.

sábado, 24 de octubre de 2009

Mar de leva


El comentario corría por toda la ciudad como la brisa: “El mar está pircado”. Los pelaos, emocionados, hacían preparativos para el encuentro en la playa.

La mañana, pese al fuerte sol, tomaba una connotación brumosa por las partículas de agua dispersas en el aire. Las olas encrespadas alcanzaban más de diez metros. Unas reventaban con fuerza sobre la arena salpicando espuma y otras, en cambio, se deslizaban suavemente entrando más allá de lo acostumbrado en la playa.

Bien temprano empezaban a llegar los pelaos. Venían en vestidos de baño, pantalonetas o “mochos”, descalzos y si acaso con camisetas, pues llevar más prendas era correr el riesgo de perderlas y, además, los ánimos no estaban en esos momentos para cuidar ropa.

Las olas en la bahía de Santa Marta se forman próximas a la orilla, contrario a lo que sucede en otras playas que desde bien adentro ya vienen arqueadas y con las crestas espumosas. Por eso no son aptas para practicar el surf (deslizarse de pie sobre las olas en una tabla).

Para bañarse en el mar de leva sin riesgo de tragar agua, había que conocer las maneras de enfrentar el oleaje. Así, cuando la ola venía alta pero aún no había formado la cresta, se saltaba para subir con ella; si ya traía la cresta formada y estaba próxima a reventar había que agacharse y dejar que pasara por encima o clavarse en la curvatura.

No guardar alguna de estas recomendaciones era exponerse a ser arrastrado envuelto en un remolino de agua y arena, con pérdida del sentido de orientación; esto es, sin distinguir dónde es arriba y dónde abajo y tragar buenos buchados de agua.

Las victimas de esas revolcadas terminaban arrojados como Jonás sobre la arena, se levantaban acezantes y turulatos como zombis, con los ojos desorbitados. ¡Tremendo susto!

Toda la playa era un espectáculo que gozaban tanto bañistas como observadores. En el malecón, al final de la calle Santa Rita, el reventar de las olas formaba diversas figuras con la espuma que ascendía impulsada por la fuerza del choque. Muchos muchachos utilizaban el tajamar como trampolín para lanzarse al agua, haciendo figuras acrobáticas con el cuerpo antes de chocar con la ola.

Por las noches, las figuras que hacía la espuma al esparcirse en el aire resaltaban sobre el fondo oscuro del firmamento, haciendo el espectáculo más fascinante y atractivo.

Cada vez que pasaba por ese sector, del malecón o tajamar de la calle Santa Rita, se encendían en mi mente los recuerdos de aquellos años en que nos gozábamos el mar de leva. En estos días, al pasar por allí me sorprendí, pues no se puede ver el mar ni las olas ni el horizonte ni El Morro: lo impide una valla metálica que delinea el bordillo del rompeolas.

sábado, 17 de octubre de 2009

Pero perdido no estaba

Se perdió. Se perdió. Salió temprano, recién bañado, vestido con camisa a cuadros azules y pantalón corto de caqui. Calzaba zapatos de lona azul con suela de caucho y las medias de listas blancas, rojas y azules hasta las rodillas.

Que lo vieron por la cancha de La Castellana viendo jugar. En La Castellana no lo encontraron. Que estaba en el estadio Eduardo Santos en el entrenamiento del Unión. El Unión Magdalena lo apasionaba. Era una locura y no perdía un partido los domingos de local. Desde el viernes le armaba la murga al papá para que con tiempo comprara las boletas. Conocía perfectamente la alineación de éste y de los demás equipos del campeonato nacional, y en casa mientras jugaba picando pelota contra la pared imitaba a los locutores deportivos con la transmisión de un partido imaginario.

No. No estaba en el estadio y tampoco había entrenamiento.

Que lo habían visto en el campo de los gringos. Para allá iba alguien que regresaba con la negativa. No había esa mañana un solo niño en el campo de los gringos, ni siquiera los que tenían por costumbre escaparse del colegio y pasar la jornada de la mañana viendo jugas beisbol.
Los vecinos dejaron atrás la indiferencia y cambiaron sus rostros de acuerdo con las circunstancias. Todos se mostraban preocupados y solidarios. ¿Dónde diablos se habrá metido ese muchachito? Era la constante.

Alguien se enrumbó hacia oriente, más allá de la línea del tren, por los lados de “La Coquera”, pensando que podría estar observando a los obreros de la construcción del mercado público, pero no. Tampoco estaba por esos lados.

Descartado quedó que pudiera estar por los lados de la playa, pues le tenía tanto horror al mar que ni siquiera se atrevía a verlo a distancia; no obstante, algunos muchachos del vecindario ya habían hecho el recorrido por el camellón sin resultado alguno.

De pronto apareció la señora Crucita con su olla, que regresaba de hacer la venta de la mañana de buñuelitos de fríjol, bollos limpios y de queso, chorizos en bolitas y butifarras. Viendo las caras de espanto y tragedia de todos, indagó qué era lo que sucedía. Enterada de la situación y con toda la tranquilidad que puede caber en una persona, dijo: “¿El niñito de la esquina es el que está perdido? No puede ser, si él está desde esta mañana ahí en la carpintería hablando con los carpintero, y ahorita me pareció ver que estaba almorzando con ellos”.

Y allí lo hallaron, como Jesús en el templo ante los sacerdotes, encaramado sobre un montón de tablas pontificando sobre la conveniencia de cierta alineación del equipo Unión Magdalena para el partido del próximo domingo
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martes, 13 de octubre de 2009

Incendio en la calle San Francisco

¡Incendio! ¡Incendio en la calle San Francisco! Gritan los pasantes apresurados, alertados por el continuo tañer de campanas. La noche había entrado y la luna no se ha visto. A distancia se ve una enorme columna de humo negro salpicada por ascendentes puntitos rojos en incandescencia. De cerca, llamas altas flameadas por la brisa arrasan La Estrella Matutina.

Variado era el surtido de este almacén, atendido por el señor Farah Fresh y La Tifi, su esposa: bacinillas, platos, jarras, vasos, tazas, lebrillos, en peltre con adornos en colores, y en aluminio; tubos para lámparas, estufas “Llama Azul”. También gama completa de pitas, hilos y agujas para tejer, papel crespón, polvo de anilina, anzuelos, y cosas que el tiempo dejó atrás sin uso y sin nombre.

El fuego implacable, avivado por el viento, consumió el almacén. El techo de tejas enmohecidas se desplomó. Fue sofocado en parte por acción de los agentes de policía y de los transeúntes voluntariosos que en calderetas y baldes prestados jarrearon agua mendigada a los hidrante y, también, porque no quedó nada más que se quemara.

Al día siguiente los muchachos madrugaron. Encaramados en la pila, humeante aún, de escombro y chatarra, desafiando la alta temperatura y el filo de pedazos de vidrio, hurgaban afanados en busca de algo que rescatar. Al mediodía, tiznados de pies a cabeza, sudorosos y sonrientes, salieron con los bolsillos repletos de anzuelos y monedas de I, II y V centavos calcinadas y torcidas.

Meses después, una maquina del cuerpo de bomberos de Barranquilla cruzaba el rio Magdalena transbordada por el ferri-boat.

Operarios del Acueducto Municipal con sus directivos al mando, calzados con botas de caucho y provistos de artefactos rudimentarios de extinción, trataban de sofocar el fuego. La lucha era infructuosa. Las llamas consumían el almacén M. D. Abello & Cía. Con riesgo de propagarse a las edificaciones vecinas: unos vetustos caserones con techos de tejas. Afuera se oían detonaciones sucesivas, como metrallazos, de las botellas de licor y de vino, de latas de aceite y potes de conservas, sobrecalentados que explotaban.

Una turba, aprovechando la confusión y desafiando el peligro, sacaba a toda prisa latas de aceite, bultos de arroz y todo lo que encontraban rescatable a su paso por entre las brasas y las llamas.
Las campanas tardías de la iglesia San Francisco no cesaban de sonar. Al repiqueteo se unió el ulular de la sirena del carro de bomberos verdi-amarillo que llegaba de Barranquilla y se abría paso por la avenida Campo Serrano entre la torpeza de los conductores locales y la imprudencia de los peatones. La ciudad emergía del sopor del mediodía.

La agilidad de los bomberos, vestidos con su uniforme de orden, al saltar a tierra y entrar en actividad asombró a los curiosos que, fascinados por lo novedoso, se fueron apiñando en la acera de enfrente. ¡Eche, que vaina rara… ese carro de bomberos no es rojo! Dijo alguien de la multitud. Rápido rápido unieron segmentos y rápido rápido los bomberos estaban en posición sujetando una larga manguera mientras el chorro de agua buscaba el centro del fuego.

La reserva del tanque se agotó. Los hidrantes de las esquinas no surtieron más agua. Se vieron caras de desconcierto y una ensordecedora rechifla brotó de la aglomeración. El conductor puso en marcha el motor del vehículo, la sirena emitió un sonido triste y avanzó en busca de donde proveerse de agua.

Más tarde, los bomberos cuadrados al lado del carro daban el parte de misión cumplida. La multitud agradecida saludó con una salva de aplausos y gritos de vivas. Los bomberos de Barranquilla, agotados pero satisfechos y sonrientes, y saludando como reinas de belleza, se retiraron a bordo de la maquina verdi-amarillo sin sonar la sirena y al silencio de las campanas de la iglesia. La tarde empezaba a caer.

martes, 6 de octubre de 2009

Son recuerdos

Afloran a la memoria momentos ya olvidados, se vienen casi siempre cuando alguno de los participantes muere, para al poco tiempo volver a olvidar.

En estos días murió Mercedes Sosa. Se me vinieron encima cosas del final de los sesenta. José Luís Díaz Granados estrenaba El Laberinto y Luis Fayad publicaba Los sonidos del fuego, la fotografía de Luís en la contratapa fue tomada por mí. Me había visto tres veces Bella de día.

Escuchábamos a Piero, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa. Bebíamos aguardiente Néctar y fumábamos cigarrillos Pielroja. El tufo que generaba era demoníaco -decían. Nosotros nos sentíamos en la gloria.

Ella vestía con una sola pieza de tela blanca que traslucía los pezones erectos de sus senos sueltos y la pequeñez del biquini rojo. Sus ojos, verdes, grises, pardos, variaban de color con la variación de sus emociones mientras danzaba dando giros y azotando su larga cabellera contra la mejilla. El se limitaba a asirla por la cintura en impulsarla para que los giros fueran más rápidos. Reían a carcajadas para terminar después abrazados y tirados sobre la cama, con el tendido rebujado.

Era toda una maraña humana desbordante de amor y sexo. Comenzaba sobre el lecho y los alcanzaba el sol de mediodía acostados desnudos en el piso sobre el tapete.

Alejandra, sólo Alejandra, apareció. Dejaba su alegría y placer por la vida y se iba para regresar. Era como un ángel o un espanto que aparecía no sé de dónde y se iba igual para algún sitio. Nadie sabía nada, tampoco se preguntaba. Era ella, Alejandra, y eso bastaba.

Su recuerdo, igual que otros, se había perdido en los vericuetos de la mente y extrañamente aparece ahora que ha muerto Mercedes Sosa. Tal vez removido por tantas canciones de ella que se han escuchado en estos días.

Una mañana lluviosa, después de saborear un café bien cargado y sin azúcar, y compartir un Pielroja hasta consumir el indio, Alejandra dijo: chao, nos vemos.